La Vida Consagrada es un don para la Iglesia, es el motor de la fe y es presencia evangelizadora en todas partes.
El 2015, se celebró el «Año de la Vida Consagrada» (El Cardenal João Braz de Aviz, Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, presidió el 2 de febrero de este año 2014 la presentación oficial del Año de la Vida Consagrada. La celebración de este Año especial se enmarca en el aniversario número 50 de la publicación del Decreto Conciliar "Perfectae Caritatis" sobre la vida consagrada y es un llamado a valorar la acción de Dios a través de los religiosos y religiosas en el pasado y a "abrazar al futuro con esperanza", explicó el Prefecto en aquel día). Pero eso no quiere decir que solamente ese año se habló y se pidió por los llamados a tener esa vocación, sino que siempre hay que pedir por los consagrados en la Iglesia.
Como no recordar la carta circular »Alegraos...» dirigida a los consagrados y las consagradas bajo la luz del Magisterio del Papa Francisco. «Quería deciros una palabra, y la palabra era alegría. Siempre, donde están los consagrados, siembre hay alegría», inicia ese documento de la Congregación Vaticana, citando palabras del Santo Padre.
Después vino la carta «Escrutad» (Salió el 8 de septiembre de 2014). que en el número 21 nos dice: «El Papa Francisco ha reafirmado que [el concilio Vaticano II] ‘fue una obra hermosa del Espíritu Santo’. Podemos también afirmarlo para la vida consagrada: ha sido un paso benéfico de iluminación y discernimiento, de cansancios y grandes alegrías». El camino de los consagrados ha sido —dice el Papa— un auténtico «camino de éxodo». Tiempo de entusiasmo y de audacia, de invención y fidelidad creativa, pero también de certezas frágiles, de improvisaciones y desilusiones amargas...En los últimos años el impulso de dicho camino parece haber perdido sus fuerzas.
Tomo ahora un pequeño texto de la carta «Alegraos», que está dividida en tres partes. Esta frase está casi apenas comenzando a leer la carta: «En la limitación de la condición humana, en el afán cotidiano, los consagrados y consagradas vivimos la fidelidad dando razón de nuestra alegría, siendo testimonio luminoso, anuncio eficaz, compañía y cercanía para las mujeres y los hombres de nuestro tiempo que buscan la Iglesia como casa paterna. Francisco de Asís, asumiendo el evangelio como forma de vida, ‘hizo crecer la fe, renovó la Iglesia; y al mismo tiempo renovó la sociedad, la hizo más fraterna, pero siempre con el Evangelio, con el testimonio. Predicad siempre el Evangelio y si fuera necesario también con las palabras» (Francisco, Predicad siempre el Evangelio y si fuera necesario también con las palabras, con la expresión de san Francisco el Papa confía su mensaje a los jóvenes reunidos en Santa María de los Ángeles, [encuentro con los jóvenes de Umbría, Asís, 4 octubre 2013], en: L’Osservatore Romano, domingo 6 octubre 2013, CLIII (229), p. 7. Citado en “Alegraos” p. 2). La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento en una carta colectiva escribió: «Nuestra fe tiene que ser muy viva, vivida intensamente y plena de confianza en un Dios que es amor, en la certidumbre de que su Evangelio no cambia, ni cambiará. Leyéndolo con atención aprendemos a conocerlo, iluminadas nuestras almas por el Espíritu Santo, y de allí el desear parecernos a él, imitando cuanto más podamos sus virtudes y ejemplos» (Carta colectiva desde Roma en enero de 1970).
Acoger el magisterio del Papa sobre la Vida Consagrada —como dice este documento— significa, como dijo Mons. João Braz de Aviz el día de la presentación de la misma: «renovar la existencia según el Evangelio, no como radicalidad en el sentido de modelo de perfección y a menudo de separación, sino como adhesión "toto corde" al encuentro de salvación, acontecimiento que transforma nuestra vida: "se trata de dejar todo para seguir al Señor. No, no quiero decir radical. La radicalidad evangélica no es sólo de los religiosos: se pide a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético. Yo espero de ustedes este testimonio. Los religiosos tienen que ser hombres y mujeres capaces de despertar al mundo"».
Los consagrados somos personas que queremos mostrar al hombre y a la mujer de hoy, con nuestro testimonio de vida personal y comunitaria y desde la «lógica de la debilidad», un adelanto de lo que será el Reino de los Cielos. El consagrado responde positivamente a su vocación, es decir, se hace responsable de su condición humana, se hace hombre y mujer de Dios en cuanto más avanza en su capacidad de amar, en cuanto más aprende a apostar la propia existencia por la existencia de los demás y en cuanto abraza la Cruz de Cristo en la aceptación de su pequeñez y debilidad. El gran tesoro del don de Dios está encerrado en frágiles vasijas de barro (cf. 2 Co 4, 7).
El 2 de febrero de 2009, El Papa Emérito, Benedicto XVI, destacaba —con motivo de la XIII Jornada de la Vida Consagrada de aquel año— el modelo de San Pablo para los consagrados, recordando que «siempre se ha considerado padre y maestro de cuantos, llamados por el Señor, han decidido entregarse sin condiciones a Él y a su Evangelio. Imitarlo en el seguimiento a Jesús —afirmó Benedicto XVI— es una vía privilegiada para corresponder hasta el final a vuestra vocación de especial consagración en la Iglesia. Él es todo de Jesús para ser, como Jesús, de todos; es más, para ser Jesús para todos —dijo el Papa—. En él, tan estrechamente unido a la persona de Cristo, reconocemos una profunda capacidad de conjugar vida espiritual y acción misionera; en él las dos dimensiones se reclaman recíprocamente» (Discurso de S.S. Benedicto XVI a los participantes en la Jornada de la Vida Consagrada al final de la celebración eucarística, en la fiesta de la Presentación del Señor, presidida por el cardenal Franc Rodé, C.M., prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica el 2 de febrero de 2009).
El estilo de vida de San Pablo expresa lo esencial de la vida consagrada, inspirada en los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. En la vida de pobreza, Pablo ve la garantía de un anuncio del Evangelio realizado con total gratuidad (cf. 1 Co 9, 1-23), mientras expresa, al mismo tiempo, la solidaridad concreta con los hermanos necesitados (Cf. Ibídem).
San Pablo es también un apóstol que, acogiendo la llamada de Dios a la castidad, entregó su corazón al Señor de manera indivisa, para poder servir con una libertad y una dedicación aún mayores a sus hermanos (cf. 1 Co 7, 7; 2 Co 11, 1-2). Además, en un mundo en el que se apreciaban poco los valores de la castidad cristiana (cf. 1 Co 6, 12-20), ofrece una referencia de conducta segura (Cf. Ibídem).
Y, por lo que se refiere a la obediencia, baste notar que el cumplimiento de la voluntad de Dios y la «responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias» (2 Co 11, 28) animaron, plasmaron y consumaron la existencia del Apóstol de las gentes, convertida en sacrificio agradable a Dios. Todo esto lo lleva a proclamar, como escribe a los Filipenses: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1, 21) (Cf. Ibídem).
San Pablo, junto a rica doctrina espiritual de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, nos puede ayudar a vivir muy unidos a Cristo a todos los consagrados, pues él maneja esta figura de lenguaje de la debilidad que mucho no ayuda ahora que, como consagrados, nos reconocemos una minoría de personas débiles, cuya fuerza está en Aquel que nos ha llamado. San Pablo declara, p.ej., a los corintios: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10). Y a los gálatas les escribe: «la misma ley me ha llevado a romper con la ley, a fin de vivir para Dios» (Gál 2,19). Albert Vanhoye (Cardenal francés, rector emérito del Pontificio Instituto Bíblico y ex secretario de la Pontificia Comisión Bíblica), señala, hablando de esto que lo que se hace por amor no se hace por violencia, sino libremente y con gozo.
San Pablo no emplea solo la paradoja; recurre también a la ironía. Escribe a los corintios: «ya están saciados, ya están ricos, sin nosotros reinan. ¡Y ojalá reinaran, para que nosotros reináramos también junto con ustedes! Nosotros somos insensatos por amor de Cristo, ustedes prudentes en Cristo; nosotros débiles, ustedes fuertes; ustedes honorables, nosotros despreciados» (1 Cor 4,8.10). En ocasiones maneja el sarcasmo: «por ahí andan muchos que son enemigos de la cruz de Cristo. Su dios es el vientre; su gloria, sus vergüenzas» (Flp 3,18-19). Se refiere a judeocristianos enrolados en la tesis de que la estricta observancia de las normas sobre los alimentos puros («el vientre») y la práctica de la circuncisión («las vergüenzas») son esenciales para salvarse.
Quiero reflexionar con ustedes sobre la primera paradoja citada: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10), porque creo, que con la experiencia que Dios me ha permitido vivir este último año, el Señor me ha permitido palpar plenamente mi miseria y mi debilidad y comprender los sentimientos, las luchas, los anhelos, el cansancio, las esperanzas, las alegrías y las tristezas de muchos consagrados que, como yo, tenemos el anhelo, muy ferviente de reestrenar la vocación y sostenerse en la respuesta al llamado en medio de este mundo que parece más y más alejarse de los planes de Dios y que reclama, de la misma manera, más y más, el testimonio serio y contagiante de consagrados que, a pesar de la propia debilidad por la enfermedad, el desgaste de los años, la carga emocional de los retos de las tareas apostólicas y la siempre santificante vida fraterna en comunidad , quieren Seguir a Cristo, como se propone en el Evangelio, ya que el Evangelio es la «norma última de la vida religiosa» y la «norma suprema» de todos los Institutos Religiosos (Vaticano II, Perfectae caritatis, 1, citado en Escrutad, p.50). «Guardar el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, pobreza y castidad —dice la beata María Inés—. Muy pocas palabras, pero en ese compendio está la excelencia de la vida religiosa; el meollo, la flor y nata de la perfección evangélica» (Estudio sobre la Regla y el Evangelio).
Parece bastante extendido y natural en nuestro mundo —incluso entre los consagrados— el deseo de evitar emociones negativas y conflictos —aunque ello implique cambiar de rumbo y acallar ideales— y una cierta tendencia a huir de un entorno hostil para acogerse mejor a un mundo amigable y que no cause complicaciones ni exigencias, tal vez no muy cerca del ideal pero que asegure una vida cómoda, sin penas ni dolores. Sabemos que requieren condiciones físicas especiales, mucho temple y capacidad nada común de riesgo, para ponerse delante de una fiera, de un reto de sobrevivencia en una isla desierta o escalar una pared vertical a cuerpo limpio, tirarse de un bungee o hacer no sé que otras peripecias. Esos riesgos se corren, pero el riesgo de llevar la Cruz aunque se vaya en sentido contrario, poco se quiere asumir.
La carta «Escrutad», con gran realismo, señala que la vida religiosa está atravesando un vado, pero que no puede quedarse en él definitivamente. Los consagrados estamos llamados a pasar al otro lado —Iglesia en salida, una de las expresiones típicas del Papa Francisco— como kairos (un concepto de la filosofía griega que representa un lapso indeterminado en que algo importante sucede. Su significado literal es «momento adecuado u oportuno»,1 en la teología cristiana se lo asocia con el «tiempo de Dios»), que exige renuncias, nos pide dejar lo que se conoce y emprender un largo camino difícil, como Abraham hacia la tierra de Canaán, como Moisés hacia una tierra misteriosa (Escrutad, pp. 62-63).
Me acordé de una historia que ahora quiero compartirles: «Muere un hombre y se va al cielo. Al encontrarse con el ángel que registra las acciones buenas y malas de los hombres, éste le pide: —Enséñame tus heridas. Contesta el hombre —¿Qué heridas? No tengo ninguna herida, salí limpio de todos los retos. Y el ángel le replica —¿Jamás se te pasó por la cabeza que pudiera haber algo por lo que valiera la pena luchar que no fueran esos retos de fuerza física?» Parece que para un buen número, la Vida Consagrada se ha reducido en los últimos años a cumplir con lo rutinario de cada día, haciendo cosas que cansan, pero que no dejan ninguna de las heridas que nos pueden asemejar al crucificado. Escribe la beata María Inés Teresa: »Jesús nos llamó a él, nos eligió para él; él nos necesita, ¿le diremos que no, aun cuando ya hemos empezado la carrera? ¿Sólo porque hemos descubierto que su camino es cruz y su herencia espinas y clavos?» (Carta colectiva del 4 de junio de 1965).
Me acordé de una historia que ahora quiero compartirles: «Muere un hombre y se va al cielo. Al encontrarse con el ángel que registra las acciones buenas y malas de los hombres, éste le pide: —Enséñame tus heridas. Contesta el hombre —¿Qué heridas? No tengo ninguna herida, salí limpio de todos los retos. Y el ángel le replica —¿Jamás se te pasó por la cabeza que pudiera haber algo por lo que valiera la pena luchar que no fueran esos retos de fuerza física?» Parece que para un buen número, la Vida Consagrada se ha reducido en los últimos años a cumplir con lo rutinario de cada día, haciendo cosas que cansan, pero que no dejan ninguna de las heridas que nos pueden asemejar al crucificado. Escribe la beata María Inés Teresa: »Jesús nos llamó a él, nos eligió para él; él nos necesita, ¿le diremos que no, aun cuando ya hemos empezado la carrera? ¿Sólo porque hemos descubierto que su camino es cruz y su herencia espinas y clavos?» (Carta colectiva del 4 de junio de 1965).
Pablo, ciudadano de Roma, no está en condiciones de exhibir un sorprendente cursus honorum (La carrera política durante la República Romana recibía el nombre de «Cursus honorum» y siguió existiendo durante el imperio, sobre todo para la administración de las provincias dependientes del Senado), al modo de la imparable marcha ascendente de ciertos políticos romanos de aquellos o de nuestros tiempos. Su aspecto parece más bien ruin, y como orador no parece que despliegue una elocuencia arrebatadora (2 Cor 10,10). ¿Realizó milagros? Al menos recuerda que su predicación fue con demostración de espíritu y de poder (1 Cor 2,4), con la fuerza y plenitud del Espíritu Santo (1 Tes 1,5); tesalonicenses (ibíd.) y corintios (2 Cor 12,12) lo pueden corroborar. También ha vivido experiencias inefables (12,1-7). Puede, pues, emparejarse con sus adversarios, esos superapóstoles que quizá lucían espléndidos carismas ante el auditorio, y hasta los aventaja; pero cabe enumerar una lista de dolorosos fracasos, en particular con los de su raza, que empañan demasiado la hoja de servicios de un cursus honorum.
En todo caso, san Pablo, como quien se adelanta a la inspección del ángel, expone a los corintios sus heridas. Estas «flaquezas» que no son ahora principalmente incapacidades humanas, o la enfermedad (como en Gál 4,13-14); son consecuencia del ejercicio de la misión en un mundo abiertamente hostil, y tienen variadas manifestaciones: «debilidades, ultrajes e infortunios, persecuciones y angustias» (2 Cor 12,10; 6,4ss; 1 Cor 4,9-14). Ya lo había previsto él (Tes 3,4). Sobre su nuca soplan como viento gélido la contradicción de sus adversarios, la siembra de sospechas sobre su legitimidad apostólica (se ha hablado de una auténtica marejada antipaulina), las persecuciones de los judíos (ahora, como cristiano, ha probado él su propia y lejana medicina). A todo esto hay que añadir todas las penalidades de la misión (privaciones materiales, actos de violencia sufridos, fatigas, reveses, estados de ánimo oscilantes, trances especialmente duros, sufrimientos morales) y la constante preocupación por las varias vicisitudes de las iglesias que ha fundado (2 Cor 11,23-29). Llegan momentos —él mismo lo confiesa durante su estancia en Éfeso— en que se siente abrumado por encima de sus fuerzas y aventura la llegada de la hora final (1,8-10). Se ha convertido en la basura del mundo y el desecho de todos (1 Cor 4,13). En suma, lleva una vida asendereada y con frecuencia está en el límite (2 Cor 4,8-9; 6,4ss); oposición y fracasos son el pan de lágrimas que no deja de probar. La vocación del que ha sido elegido por Dios no se cumple, pues, por el hecho de desempeñar función alguna con mucho éxito y sin obstáculos, sino que se cumple solo cuando, la vocación en la que el hombre y la mujer consagrados se desempeña, esta traspasada o iluminada, por una vía trascendente marcada por la Cruz. Dice Madre Inés: «Sólo el amor de Dios, casto e inmolado hasta la cruz, no nos fallará jamás. Crucifiquémonos con él. Nunca nos pesará haber buscado la cruz, haber sido generosos, abnegados y obedientes» (Carta colectiva de abril de 1970).
San Pablo persevera con toda entereza en el camino elegido. ¿Dónde está el origen de su resistencia? ¿Por qué no se rinde ni abandona ante la oleada de ultrajes y persecuciones? ¿Por qué deja de repente una comunidad y aparece en otra o trabaja con otras personas que no le acompañaban en un principio? La certeza que acompaña a Pablo puede ser justamente esa: «quienes quiera que sean los que me persigan (judíos o romanos; buenos o malos; paganos o cristianos), Dios está de mi lado. Al Dios de mis padres me acojo, como tantos orantes antepasados míos que se refugiaron en él. Me identifico con ellos». En una carta a su director espiritual, la beata María Inés Teresa le confía: «El misterio que más me lleva a fundirme en Jesús es: la comprensión de mi infinita miseria, puesta en parangón con la infinita bondad de Dios. Entonces es cuando mi gratitud, mi confianza y mi amor no tienen límites, y se pasan entre Jesús Eucaristía y mi alma, cosas que no se pueden decir, porque es sumamente difícil explicarlas» (Carta sin fecha).
La Eucaristía siempre será para el consagrado, la fuerza de la debilidad. La Eucaristía ilumina el camino y da vitalidad al itinerario de santidad de los consagrados. A través de la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace presente en todo tiempo y lugar en donde transcurre nuestra vida consagrada. Los momentos de adoración frente al Sagrario, se convierten en un acto de abandono en manos del Padre con Jesús. En la participación de la Eucaristía, la entrega total de Cristo a la humanidad nos indica el camino de la santidad. «La Eucaristía vuelve a proponer a toda la humanidad y a cada uno de nosotros el modelo según el cual Jesús se "entregó" a los hombres y el modo como se "abandonó" en manos del Padre en su muerte. En la Eucaristía es él quien eternamente «se entrega», se dona a la humanidad como gracia. En ella las personas consagradas aprenden a decir con san Pablo: "Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí" (Ga 2, 20)» (Reflexión de Mons. Franc Rodé, C.M., Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica sobre “La Vida Consagrada en la Escuela de la Eucaristía”, el 25 de agosto de 2005). «Sin la Eucaristía nos sería imposible la vida. Con Él, todas las amarguras son dulces, todas las incomprensiones amables; Él todo lo comprende, y lo suaviza y lo mitiga» (Estudios y meditaciones, f. 704).
Aquí se manifiestan, con toda su claridad, la identidad y la misión de la vida consagrada, como continuidad de la misión de Cristo y en completa dependencia de él. Así, el celo por Cristo se transforma en energía activa, en fervor por la humanidad.
El modo de estar Dios de su parte, toma para san Pablo una concreción y densidad nuevas e incomparables. Desde que ha conocido a Cristo, ya no es él quien vive: es Cristo quien vive en él (Gál 2,20). Cristo no es para Pablo una idea, ni un sistema de pensamiento; es una realidad viviente que se le ha entrañado y que ha tomado plena posesión de él. Pablo se ha consagrado a Cristo. Así como hay posesos del demonio (endemoniados); y así como el mundo, antes de Cristo, estaba empecatado, es decir, bajo el poder del pecado, así ahora Pablo se siente posesión de Cristo. Le pertenece en cuerpo y alma y en vida y muerte, y percibe el mundo entero bajo el señorío del que ha recibido el Nombre sobre todo nombre (cf Flp 2,9-11). Cristo es el Dueño de Pablo, lo ha marcado con su sello (2 Cor 1,22), se ha enseñoreado de su persona. En el apóstol puede revivir Jesucristo su misterio de pasión, muerte y resurrección, y este siervo suyo le ofrece todos los ámbitos de su persona para que la convierta en oblación agradable a Dios. Cabe decir que esa es la única «reencarnación» —por así decir— en que Pablo cree de buena gana: el cristiano Pablo es otro Cristo.
Dios no le suplanta al elegido su personalidad más originaria; la potencia. Y despliega su historia y su señorío a través de él: Pablo está crucificado con Cristo (Gál 2,20), los padecimientos de Cristo desbordan sobre él (2 Cor 1,5), y por todas partes lleva él en el cuerpo la muerte de Jesús (2 Cor 4,10). Es, sí, débil, pero débil en Cristo (cf 1 Cor 4,10), y esta flaqueza es participación en la de Cristo, que «se dejó crucificar en su débil naturaleza humana» (2 Cor 13,4). Ahora, en la vida y ministerio de san Pablo tiene que completarse lo que falta en él, en su carne, a los sufrimientos de Cristo, a los sufrimientos cristianos (cf Col 1,24, texto que refleja el sentir paulino). Participa en los sentimientos del que, siendo de condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo (cf Flp 2,5). Además, como discípulo suyo, también él se hace débil con los débiles, para ganar a los débiles (1 Cor 9,22). Pablo lleva en su cuerpo las heridas de la pasión de Cristo.
Tiene, pues, claro el objetivo de su vida: «quiero conocerlo a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos, hasta llegar a ser semejante a él en su muerte, para alcanzar así, si es posible, la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,10-11). Pablo, que está en Cristo y lo conoce, sufre sus mismos padecimientos; pero también experimenta la fuerza de su resurrección. Todo lo puede en aquel que lo conforta (Flp 4,13). Tiene parte en la autoridad que le dado Cristo (2 Cor 5,4), pero no para la ruina de los fieles, sino para su formación (10,8); para edificar, no para destruir (13,10). Cristo habla por medio de él (13,3), que, en el ejercicio de su autoridad, puede intervenir con vara en mano (4,21; cf 13,1-10), o con el amor y el espíritu de mansedumbre (4,21) de Cristo, pues no le importa parecer débil (13,9). El apóstol, elegido por Dios, deberá ser siempre «buen olor de Cristo» para Dios y para todos (2 Cor 2,15), y, como lleva en el cuerpo la muerte de Jesús, le habita la esperanza de que la vida de Jesús se manifieste en su cuerpo (2 Cor 4,10). La beata María Inés se pregunta: «¿Cómo era Cristo? ¿Cómo actuaba? ¿Cómo oraba? ¿Cómo platicaba con su Padre? esto es vivir el santo Evangelio, vivir la misma vida de Cristo ¿Cómo misionaba Cristo? así se debe formar el misionero, alegre, sencillo, con señorío como Jesús, tierno, sensible, amable, sufrir con los que sufren, dar la esperanza, dar la vida a cada momento» (Carta a un Misionero de Cristo desde Roma el 7 de julio de 1980).
Pablo está en Cristo, y, por tanto, está en la meta, pues Cristo es la meta; pero a la vez se mueve en la meta hacia la meta, camina en Cristo hacia Cristo (cf Flp 3,12-14), porque en este «tiempo oscuro y redimido» todavía habita en el cuerpo y está lejos del Señor. Se esfuerza en serle grato; así, cuando comparezca ante su tribunal, podrá recibir el premio por lo que ha hecho durante su existencia corporal (2 Cor 5,6-10). La tarea de Pablo no es la de muchos que solamente hacen cosas buenas filantrópicamente. Nuestra acción como consagrados, no puede limitarse a una identidad social, parecida a una pía ONG, como ha repetido en diversas ocasiones el Papa Francisco, dirigida a construir una sociedad más justa, pero secularizada, cerrada a la trascendencia, y en definitiva, ni siquiera justa. Los objetivos de nuestro ser y quehacer debemos situarlos en el horizonte que evidencie y cuide el testimonio del Reino y la verdad de lo humano (Cf. Escrutad, p.72). En una entrevista que le hicieron a la beata María Inés Teresa, afirmó: «Somos misioneros por vocación, y allí donde nos señalen la mayor abyección, el mayor abandono espiritual, el alejamiento absoluto de Dios y de lo bueno y noble, es precisamente donde fijamos nuestros ojos, por lo que elevamos nuestra oración, por los que ofrecemos nuestros pequeños o grandes sacrificios, es en una palabra, lo que más interés despierta en nosotros para tratar de ganarlo para Cristo» (Reportaje sin fecha que una estación de radio hizo a la beata).
A san Pablo se le ha revelado el misterio oculto desde siglos, la ciencia más arcana sobre Dios. El apóstol ha sabido que la cercanía de Dios, no acompaña solo a los perseguidos, o a un puñado de selectos, sino a toda la humanidad empecatada. Incluso llegó al extremo de enviar a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos bajo la ley y otorgarnos la filiación adoptiva (Gál 4,4-5). Y, como quien se planta de un salto en la hora final de Jesús, san Pablo explica el modo del rescate: «Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición, pues dice la Escritura: “Maldito todo el que cuelga de un madero”» (3,13). Y remacha: «al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Cor 5,21). Son paradojas que, como un clavo arranca otro clavo, despejan la paradoja de la debilidad fuerte de Pablo.
El amor del Hijo por nosotros lo ha vuelto solidario con esta raza de pecadores hasta el asombroso extremo de trocar las suertes: «el que era rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza» (8,9). Ante la deslumbrante y abismal realidad de esa locura de amor que penetra en los barrios de nuestra miseria, Saulo queda desarzonado de su orgullo de fariseo absoluta e impecablemente legal; toda su autosuficiencia se rinde ante la impotencia del crucificado, más fuerte que toda fortaleza humana (cf 1 Cor 1,18-25). Ya no podrá vivir ni morir para sí, sino para el que por nosotros murió y resucitó, para el Señor de vivos y muertos (cf Rom 14,8).
Pablo reconocerá siempre su pequeñez, su debilidad, su nada, y desde allí vivirá y proclamará el Evangelio como signo de contradicción. El Papa Benedicto ya exhortaba: «os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad... En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la ‘minoridad’ y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción» (Benedicto XVI, 2 Febrero 2013, en Escrutad, p 87). Con su característica sencillez, la beata María Inés, hablando de este tema se compara con un mosquito y dice: «Yo soy menos que un mosquito; pero contigo Jesús mío, seré grande, con esa grandeza divina que levanta a las almas por encima de sus miserias, para llevarlas, por sola misericordia, a las regiones de lo sobrenatural, en donde se respira ese ambiente de virtudes, de vencimientos, de caridad, de amor exclusivo a ti. Si tú te sirves de este mosquito, para llevar a lejanos países la noticia de tu nombre, el mosquito hará maravillas, y muchos cantaremos eternamente tus misericordias» (Misericordias Domini in aternum cantabo, f. 502).
A este Hijo del hombre no le requerirá el ángel que le muestre sus heridas. Antes que los apóstoles y encabezando su marcha, se ha convertido en un espectáculo (cf 1 Cor 4,9) para el mundo, los ángeles, y los hombres: el letrero de la cruz está escrito en hebreo, latín y griego latín (Jn 19,20), y los sinópticos ponen la confesión cristológica final en labios de un centurión romano (Mc 15,39; Mt 27,54; cf Lc 23,47); ese Cristo ha sido manifestado en la carne y justificado en el espíritu, contemplado por los ángeles y proclamado a los paganos (1 Tim 3,16); sus cinco heridas gloriosas, esas cicatrices que nos curaron, las muestra el propio Resucitado a los discípulos reunidos el primer día de la semana (Lc 24,40; Jn 20,20).
En medio de tanta dificultad por que pasa y de tanta flaqueza como siente, san Pablo se reconoce desbordado de consuelos hasta decir «¡basta!». Dios lo alienta y conforta en sus tribulaciones. De nuevo, este consuelo divino lleva bien marcado el sello cristiano. Los sufrimientos de Cristo han abundado en Pablo, pero ha sobreabundado su consuelo, y él tiene consuelo para dar y tomar: puede repartir su ánimo hasta el punto de poder alentar a los demás en cualquier clase de prueba (2 Cor 1,4-6). El consuelo y la alegría que supera todas las tribulaciones le llega por distintas vías, unas más ocultas, otras más públicas, como son: el avance del evangelio, la vida de las comunidades de Tesalónica y Filipos y el afecto entrañable que profesan a Pablo, la reacción conmovedora y totalmente favorable de la comunidad de Corinto tiempo después de la amarga visita que hizo el apóstol a los fieles (2 Cor 7,4.13), el regreso feliz de un colaborador tan querido como Tito y las consoladoras noticias de que es portador (7,6-7). Pablo experimenta la fuerza de la resurrección de Cristo. Dios siempre le hace triunfar en él (2 Cor 2,14).
Jesús había dicho: «Dichosos los que lloran, porque serán consolados» (Mt 5,4). Y, en efecto, uno se puede preguntar: ¿con qué cara pides a Dios consuelos si no has conocido el llanto, si has eludido toda ocasión que te produjera heridas o acarreara sufrimiento? ¿Cómo podrá Dios enjugar aquel día las lágrimas de tus ojos, si no te han visitado el luto, el llanto, el dolor (cf Apoc 21,4)? ¿Cómo estará Dios de tu parte, si nadie te ha perseguido?
San Pablo ha conocido la abundancia de las lágrimas. Tal vez lloró ya lo suyo al sufrir la grave ofensa de un corintio y al no declararse la comunidad inmediata e inequívocamente a favor del apóstol. Lloró «con muchas lágrimas» al escribir a los corintios con gran congoja y angustia de corazón (2 Cor 2,4) tras aquella dolorosa ofensa y tras la situación amarga que quizá lo obligó a salir de la ciudad. Llora cuando se queja de que algunos andan como enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3,18). En fin, él, que sabe reír con los que ríen, no puede menos de llorar con los que lloran (cf Rom 12,15; 2 Cor 11,29). Así, una vez más, Cristo puede reproducir en la vida de Pablo ciertos momentos de su historia terrena: no ya el vagit infans in praesepio (llora el niño en el pesebre), sino el sollozo ante la tumba de Lázaro (Jn 11,35), el llanto sobre Jerusalén (Lc 19,41), el poderoso clamor y lágrimas con que suplicó en los días de su vida mortal al que podía salvarlo de la muerte (Heb 5,7).
Desde la fuerza que da el amor de Cristo, san Pablo ha arrostrado la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada. Cuando en Rom 8,35ss enumera estas pruebas y afirma que Dios, a sus elegidos, los hará salir victoriosos de todas ellas, no habla a humo de pajas; escribe al dictado de las experiencias vividas y de la esperanza que ellas y la fidelidad de Dios fundan. La alegría y el consuelo nacen precisamente del interior mismo de esas experiencias de victoria; nacen del Dios que está en el origen de esas alegrías dadas a luz en el dolor. «Lo mismo que Dios manifestó su poder resucitando a Jesús de entre los muertos, así manifiesta ahora su poder creando nueva vida a partir de la existencia doliente del apóstol» (O. Lorenzen, Resurrección y discipulado, Santander 1999, 210).
Desde la indiferencia hacia todos los títulos de que pudiera presumir, el apóstol no quiere gloriarse sino en la cruz de Cristo, por quien el mundo está crucificado para él y él para el mundo (Gál 6,14). Su consuelo temporal es abrazar la cruz. «El misionero —escribe la Beata María Inés— no espera ninguna recompensa en esta vida, pues Dios es su herencia, y de Él recibe en cambio de sus sacrificios, tan intensas consolaciones, tan íntimos consuelos, tan dulces alegrías, que se siente infinitamente dichoso con la sola posesión de Dios; no anhelando cada día, sino amarlo más, y probarle su amor con su abnegación y su constante inmolación» (Carta a uno de sus sobrinos el 21 de junio de 1943).
San Pablo se contrapone a los que han desvirtuado el escándalo de la cruz y se atienen a las viejas prescripciones sobre los alimentos impuros y sobre la circuncisión, como si la justificación y la salvación tuvieran ahí su limpia fuente. El Papa Francisco llama a acoger el hoy de Dios y sus novedades, nos invita a las «sorpresas de Dios» en la fidelidad, sin miedo ni resistencias, para «ser profetas que dan testimonio de cómo Jesús ha vivido en esta tierra, que anuncian cómo será́ en su perfección el Reino de Dios. Jamás un religioso debe renunciar a su profecía» (A. Spadaro, citado en Escrutad, p.60-61), consuelo es la cruz de Cristo que abraza en todo momento. Jean-Marie Tillard, uno de los grandes teólogos de nuestros tiempos, religioso Dominico (Jean Marie René Tillard (1927–2000) fue uno de los ecumenistas con más experiencia en la Iglesia católica, nació en las islas Saint-Pierre y Miquelon, Canadá en 1927. Tras ingresar en la Orden Dominicana, estudió en el Angelicum y en Le Saulchoir. Recibió el galardón teológico más alto de su orden, el título de Maestro en Sagrada Teología. Perito muy joven del Vaticano II, trabajó en el documento sobre la vida religiosa y en el esquema 13, que luego se convertiría en la constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno. Después del Vaticano II escribió textos importantes sobre la vida religiosa y sobre varios temas relacionados con la teología sacramental) expresó una vez: «Por la solidaridad de Cristo con la humanidad hasta su Pasión, yo no estoy nunca solo, ni siquiera cuando he llegado al límite de mis fuerzas y lo único que puedo hacer es declarar mi miseria. La cruz es vivificante porque en ella Dios se ha encontrado con el hombre en su angustia. La ha hecho suya. Ha dado un sentido incluso a la negrura del “¿Dios mío, por qué me has abandonado?”».
En uno de los relatos del Evangelio, Jesús hace una indicación a uno de los discípulos, que bien nos viene retomar ahora y que es lo que todo discípulo le puede decir el Señor: «dichosos serán cuando los injurien y los persigan, y digan contra ustedes toda clase de calumnias por causa mía. Alégrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Un antiguo himno cristiano nos ofrece la música y la letra para cantar esa alegría: «si con él morimos, con él resucitamos; y con él cantamos aleluya…» (cf. 2 Tim 2,11).
Todos estamos bautizados en la muerte de Cristo rumbo a su resurrección. Y en la Eucaristía recibimos su cuerpo partido y su sangre derramada. El don del bautismo y la participación en la Eucaristía (pan de los débiles, pan de los fuertes) se plasmarán históricamente en las tribulaciones de las comunidades cristianas y en nuestro caso, muy concreto, en nuestras casas religiosas. En san Pablo aprendemos que una Iglesia que no sufre no es la Iglesia apostólica.
Un misionero que no sufre no es un misionero apostólico, porque no ha abrazado la Cruz. La Beata María Inés Teresa fue un alma consagrada que se ganó el título de «Misionera sin fronteras» y se propuso vivir a la manera de los apóstoles. Sus bastas cartas colectivas, siempre brotando desde su corazón misionero, la autorretratan y nos dejan conocerla muy a fondo. Fue una mujer que sufrió mucho, conoció la persecución aún desde dentro de la Iglesia, fue objeto favorito de la burla de algunas personas —incluso consagradas— de su tiempo y destinataria de críticas y calumnias. Ella definía a la religiosa de la comunidad por ella fundada como: «Esposa de Sangre».
Gracias a nuestra debilidad podemos dejar espacio a Dios y recibir de él la fuerza de seguir “creyendo contra toda esperanza” y de amar hasta el final. «La empresa es ardua, colosal para esta pequeña y miserable hormiguita, —escribe la beata María Inés Teresa— pero, como se ha amparado de su Dios y él es omnipotente, y él inflama en su corazón estos anhelos vehementes no temerá ni en las contradicciones, ni en las luchas, ni en los afanes, ni en las amarguras, ni en las incertidumbres» (Postula me et dabo tibi gentes, f. 625).
La Virgen María ayuda al consagrado a reconocer la sabiduría de la debilidad. Porque en la sociedad de la eficiencia y del éxito, su vida, marcada por la «minoría» y por la debilidad de los pequeños, por la empatía con los que no tienen voz, se convierte en un «signo evangélico de contradicción» que recuerda la presencia humilde y sencilla de María.
En la carta «Alégrate» se nos recuerda a los consagrados que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo esperan una palabra de consolación, de cercanía, de perdón y de alegría verdadera. La carta dice que los consagrados estamos llamados a llevar a todos el abrazo de Dios, que se inclina con ternura de madre hacia nosotros: consagrados, signo de humanidad plena, facilitadores y no controladores de la gracia, bajo el signo de la consolación (Cf. Francisco, Exhortación apostólica “Evangelii gaudium”, (24 noviembre 2013), LEV, Ciudad del Vaticano, 2013, n. 47, citada en “Alegraos” p. 14). Basta ver a María para entender lo que debemos ser y lo que debemos hacer como consagrados. «Junto a María —expresa la carta— la alegría se expande: el Hijo que lleva en su seno es el Dios de la alegría, del regocijo que contagia. María abre las puertas del corazón y corre hacia Isabel» (Alegraos, p. 21). «La esclava del Señor —señala en otra parte la carta—, corre con prontitud, para hacerse esclava de los hombres, donde el amor de Dios se demuestra y se comprueba en el amor a cada hermano y a cada hermana» (Alegraos, p. 22).
Con María, desde nuestra debilidad, abrazando la Cruz a cuyo pie está siempre ella como Madre, los consagrados tenemos que creer y crecer mucho en lo que estamos llamados a ser, convencernos de que nuestras vidas débiles, repartidas sobre la faz de la tierra como granitos de sal, dadas y troceadas por el reino, valen mucho, que el evangelio y la apertura del corazón hacia todos, como María, que se encamina presurosa, son el camino derecho para la realización de nuestra vocación en la alegría. La beata María Inés, hablándole a Jesús en una de sus meditaciones le dice con sencillez: «No tengo más que miseria que ofrecerte, porque esto sólo produce mi huerto; pero en medio de este huerto está mi corazón ardiente que te lo doy por entero. Tómalo, sacrifícalo, sírvete de él, haz con él lo que quieras. Pero sabes Jesús, ¡no te enojes! te ruego que nunca lo saques del divino molde en que quiere fraguarse: El corazón de María.» (Viva Cristo Rey, f. 519).
Los consagrados necesitamos creer con María, necesitamos creer como ella para poder contagiar, regalar esperanza, sostener a los abatidos y confundidos para llevarlos en brazos hacia su Hijo Jesús. «Quien ama a María —dice la beata María Inés Teresa— no se condena y quien vive con ella en cada momento ninguna pena ni amargura le abate, porque esas mismas penas y amarguras, después de ser aceptadas, son depositadas en su amante Corazón» (Todo por Jesús con María, f. 731).
Con Ella necesitamos seguir las huellas del resucitado por nuestra Galilea pero sin seguridades, sin demasiadas precauciones, ligeros de equipaje y gritando el evangelio con la vida, dejándonos de tantas cosas e ideas del mundo y lanzándonos a lo esencial como nuestra beata madre fundadora, perdernos en el mundo por el mundo, para que todos los que «nos han confiado no se pierdan» como dice Jesús, sino que todos le conozcan y le amen.
Quiero terminar esta larguísima reflexión con una oración:
María, mujer débil y pequeña,
que te mantuviste firme al pie de la cruz,
ven a ponerme en manos de tu Hijo Jesús,
porque siento que soy pobre y débil,
más tú sabes que Él me llamó y me quiere así.
Acompáñame en mi consagración,
para bendecir y alabar al Padre
que,como en ti, Madre mía,
quiere hacer también maravillas en mí.
Madre, en mi debilidad,
tú me contagias de tu fortaleza y,
viviendo en castidad, pobreza y obediencia,
reestreno mi vocación en un sí que,
desde mi debilidad, grita al unísono con el tuyo,
para que, como quiso la beata María Inés,
todos conozcan y amen a tu Hijo Jesús. Amén
Padre Alfredo.
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