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El texto evangélico de hoy (Jn 20,19-23), es especialmente significativo para la Iglesia por cuanto que marca el comienzo y el sentido de su andadura. La misión de la Iglesia es ser reveladora de Jesús y, en última instancia, de Dios. La misión la realiza en la medida en que es portadora del Espíritu de Jesús y de Dios. Vistas las cosas en sus comienzos históricos, este Espíritu, que en razón de su origen se llama santo, está en los antagonismos del espíritu que reina en los responsables de la Ley de Dios. Los retos no le vienen a la Iglesia desde el exterior. El auténtico reto es su capacidad de apertura al Espíritu de Jesús. Este Espíritu cambia mucho las cosas, las renueva siempre. De aquí que habrá un contraste muy marcado ya de aquí en adelante entre lo viejo y lo nuevo en cuanto a la vivencia de la fe. Por eso los apóstoles serán perseguidos y calumniados, no los comprenderán y los mandarán hasta la cárcel, pero con el Don del Espíritu Santo, la Iglesia crecerá y nadie perderá la paz. El saludo pascual del resucitado en el Evangelio de hoy es «¡Paz!» y su don es la alegría. Ambas cosas son frutos del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22); él es el gran don pascual que encierra en sí todos los demás dones.
El Espíritu une para siempre a todos los discípulos con su Maestro, con su Señor resucitado; reúne a todos entre sí e inaugura un mundo nuevo por medio del perdón de los pecados. Lo dicho anteriormente se expresa en la narración de Juan con un gesto: el soplo de Jesús sobre sus discípulos. Esto evoca el episodio del Génesis (2,7), donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre Adán y éste comenzó a vivir. Aquí también se trata de una creación, una nueva vida, que es posible al hombre después de la resurrección. Jesús enviará a sus discípulos–misioneros, acompañados de su Madre la Reina de cielos y tierra al mundo, lo mismo que él fue enviado por el Padre. Pero la misión de los discípulos, la evangelización, no será posible sin la fuerza del Espíritu Santo. Los discípulos–misioneros, animados por el Espíritu, somos continuadores de la obra de Jesús y hemos de hacer presente a Jesús. Esta tarea será relativamente fácil si la hacemos con María, porque el Espíritu que ahora llega, y el que ella la cubrió con su sombra, es el mismo. Quien recibe este Espíritu no sólo se santifica, sino que es capaz de santificar, de perdonar pecados, de trabajar por un mundo nuevo. Hay que alentar sobre toda muerte y toda impureza. Hay que dejarlo todo lleno de limpieza y hermosura. Hay que llenarlo todo del Espíritu de Jesús. Que María, la Reina de cielos y tierra nos ayude a dejarnos guiar por el Espíritu. ¡Bendecido domingo de Pentecostés!
Padre Alfredo.
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