Hoy se juntan en el calendario dos fiestas maravillosas que calan hondamente en el corazón de todo discípulo–misionero de Cristo. Estamos celebrando Pentecostés y con ello cerrando el tiempo de Pascua y por ser 31 de mayo la fiesta de la Coronación de Nuestra Señora como Reina de cielos y tierra. Obviamente en la Liturgia quien lleva la primacía es el Espíritu Santo, pues sabemos que con la exaltación del Resucitado pasamos del tiempo de Cristo al tiempo del Espíritu. El resucitado actúa en la comunidad con el poder y la actividad del Espíritu Santo. Este poder y esta actividad manifiestan al mundo la misión que los apóstoles han recibido de Cristo. Con ocasión del bautismo de Jesús, el Espíritu Santo había consagrado de manera oficial al Mesías y había inaugurado su actividad pública. Pero ese Espíritu es el mismo que cubrió con su sombra a María Santísima para que fuera la madre de Jesús y por consiguiente la Madre de Dios. En Pentecostés el Espíritu hace que el pequeño núcleo de discípulos se presente en público, asuma el lugar que le toca en la historia de la salvación bajo la mirada dulce de María y que no abandone el lugar que le corresponde en el mundo y en la historia hasta el retorno del Señor. La misión de los discípulos será en adelante, sin interrupción alguna, anunciar el don de la reconciliación y de la paz a todos y en todas partes.
El texto evangélico de hoy (Jn 20,19-23), es especialmente significativo para la Iglesia por cuanto que marca el comienzo y el sentido de su andadura. La misión de la Iglesia es ser reveladora de Jesús y, en última instancia, de Dios. La misión la realiza en la medida en que es portadora del Espíritu de Jesús y de Dios. Vistas las cosas en sus comienzos históricos, este Espíritu, que en razón de su origen se llama santo, está en los antagonismos del espíritu que reina en los responsables de la Ley de Dios. Los retos no le vienen a la Iglesia desde el exterior. El auténtico reto es su capacidad de apertura al Espíritu de Jesús. Este Espíritu cambia mucho las cosas, las renueva siempre. De aquí que habrá un contraste muy marcado ya de aquí en adelante entre lo viejo y lo nuevo en cuanto a la vivencia de la fe. Por eso los apóstoles serán perseguidos y calumniados, no los comprenderán y los mandarán hasta la cárcel, pero con el Don del Espíritu Santo, la Iglesia crecerá y nadie perderá la paz. El saludo pascual del resucitado en el Evangelio de hoy es «¡Paz!» y su don es la alegría. Ambas cosas son frutos del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22); él es el gran don pascual que encierra en sí todos los demás dones.
El Espíritu une para siempre a todos los discípulos con su Maestro, con su Señor resucitado; reúne a todos entre sí e inaugura un mundo nuevo por medio del perdón de los pecados. Lo dicho anteriormente se expresa en la narración de Juan con un gesto: el soplo de Jesús sobre sus discípulos. Esto evoca el episodio del Génesis (2,7), donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre Adán y éste comenzó a vivir. Aquí también se trata de una creación, una nueva vida, que es posible al hombre después de la resurrección. Jesús enviará a sus discípulos–misioneros, acompañados de su Madre la Reina de cielos y tierra al mundo, lo mismo que él fue enviado por el Padre. Pero la misión de los discípulos, la evangelización, no será posible sin la fuerza del Espíritu Santo. Los discípulos–misioneros, animados por el Espíritu, somos continuadores de la obra de Jesús y hemos de hacer presente a Jesús. Esta tarea será relativamente fácil si la hacemos con María, porque el Espíritu que ahora llega, y el que ella la cubrió con su sombra, es el mismo. Quien recibe este Espíritu no sólo se santifica, sino que es capaz de santificar, de perdonar pecados, de trabajar por un mundo nuevo. Hay que alentar sobre toda muerte y toda impureza. Hay que dejarlo todo lleno de limpieza y hermosura. Hay que llenarlo todo del Espíritu de Jesús. Que María, la Reina de cielos y tierra nos ayude a dejarnos guiar por el Espíritu. ¡Bendecido domingo de Pentecostés!
Padre Alfredo.
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