En nuestro camino pascual, aún sumergidos en esta pandemia que a las veces resulta agobiante, hay siempre mucho que aprender. El Evangelio nos habla cada día y nos deja enseñanzas que han de penetrar en lo hondo del corazón para que, tanto del tiempo pascual, como de la pandemia, salgamos siendo otros, con un nuevo corazón y una nueva visión de la vida tanto interior como exterior. La perícopa evangélica de este sábado (Jn 15,18-21) es muy bonita y alentadora. Dice Jesús: «Al elegirlos, yo los he separado del mundo». Todo discípulo–misionero ha de entender que «no es del mundo», que ha pasado ya «de la muerte a la vida», por lo cual se han despojado de su naturaleza mundana. Para el mundo, los hombres y mujeres de fe ya no son «lo suyo», sino que pertenecen a Jesús. Él los ha hecho suyos mediante su elección. Porque ya no pertenecen al mundo, tampoco el mundo les demuestra su amor, habiendo perdido a sus ojos todo interés. Y por esta pertenencia a Jesús los cristianos han entrado lógicamente en esa oposición tensa y radical que hay entre Dios y el mundo. San Pablo llegará a decir «estoy crucificado con Cristo» (Gal 2,20).
La relación del discípulo–misionero de Cristo con las cosas mundanas, es difícil como lo fue para Cristo Jesús. Así ha sido a lo largo de los dos mil años de la historia para la comunidad cristiana. Incluso situaciones tan terribles, como la pandemia que vivimos, tiene una visión muy diversa desde los ojos del discípulo–misionero que sabe que va de paso por este mundo que de aquellos que se sienten «instalados» en él. El mundo, en el evangelio de Juan, como creo que todos lo captamos, es sinónimo de todo un sistema ideológico, político y social que aliena al ser humano y lo convierte en un esclavo. Los seguidores de Jesús provienen del mundo, pero ya no pertenecen a él (Jn 15,19). El seguimiento de Jesús, la amistad personal con el Maestro, los ha llevado a romper con la mentalidad alienada que impone el mundo. Pero esa ruptura con el mundo no es un asunto fácil. Por el contrario, resulta un conflicto. La vida de san Juan Nepomuceno nos deja ver con claridad esto de lo que el Evangelio nos habla, y hoy la Iglesia celebra a este santo.
Juan nació en Checoslovaquia entre los años 1340 - 1350, en un pueblo llamado Nopomuc, de ahí el sobrenombre de Nepomuceno. Fue párroco de Praga y ocupó el alto puesto de Vicario General del Arzobispado. El rey de Praga, se dejaba llevar por dos terribles pasiones mundanas: la cólera y los celos. Dicen las antiguas crónicas que siendo Juan Nepomuceno confesor de la reina, el rey quería que el santo le contara los pecados de la reina, y al no conseguir que le revelara estos secretos, se propuso matarlo. El rey, además, lleno de ambición, se proponía apoderarse de un convento. Juan Nepomuceno se opuso, ya que esos bienes pertenecían a la Iglesia y el rey, lleno de cólera, mandó torturar al padre Juan y que arrojaran su cuerpo al río Mondalva. Era 1393. Los vecinos recogieron el cadáver y le dieron sepultura. En 1725, más de 300 años después del suceso, una comisión de sacerdotes, médicos y especialistas encontraron que la lengua del mártir se encontraba incorrupta, como de una persona viva. Todos se pusieron de rodillas ante este milagro. San Juan Nepomuceno había entendido que al ser discípulo–misionero de Cristo ya no pertenecía al mundo y no podía dejarse llevar por criterios mundanos. Es considerado patrono de los confesores, porque prefirió morir antes que revelar los secretos de la confesión. Que San Juan Nepomuceno y María Santísima nos ayuden a nosotros también a entender que ya no pertenecemos al mundo. Que su ejemplo nos ayude a comprender que para buscar y alcanzar un reino de los cielos hay que hacer a un lado la mundanidad. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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