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Jesús preveía lúcidamente la extrema dificultad de ser cristiano. En este tiempo pascual, en la primera lectura, que siempre ha sido tomada —y así será hasta que termine el tiempo pascual— del libro de los Hechos de los Apóstoles, hemos escuchado innumerables veces de qué modo Pablo y los primeros cristianos, han sido perseguidos, tenidos por sospechosos, azotados, encarcelados, martirizados. Todavía hoy, el desarrollo en profundidad del Evangelio tropieza con las mismas oposiciones, las mismas tentativas de ahogo. El cristiano auténtico, el discípulo–misionero comprometido con Cristo, es a menudo tenido por sospechoso. Pero aún con todo, el encargo fundamental para los cristianos de todo tiempo y lugar, es que den testimonio de Jesús. Para esto hay un factor muy importante: para esa hora del mal y del odio, Cristo nos promete la fuerza de su Espíritu, que vamos a necesitar para poder dar ese testimonio. Al Espíritu —de quien desde ahora hasta Pentecostés las lecturas van a hablar con más frecuencia— le llama«Paráclito», palabra griega («para-cletos»), que significa defensor o abogado (la palabra latina que mejor traduce el «para-cletos» griego es «ad-vocatus»). Le llama también «Espíritu de la Verdad», que va a dar testimonio de Jesús. Con la ayuda de ese Abogado sí que podremos dar testimonio en este mundo.
Los santos se han empeñado en ser portadores de esta fuerza del Paráclito. Dejándose conducir siempre por Él. Hoy tenemos el caso de la beata Blandina Merten, una religiosa que nació en Duppennweiler de Saarland, Alemania y que estudió para maestra en el Instituto Magisterial de Marienau, donde recibió su título profesional. Blandina inició su labor pedagógica en Tréveris y siempre se distinguió por su misticismo, por dejarse guiar por el Espíritu Santo y por su devoción a la Eucaristía, a la Pasión del Señor y a la Santísima Virgen. En el magisterio, iluminada por el Espíritu, unía la formación intelectual con la espiritual. A las alumnas les instruyó siempre con notable afecto. Dedicaba especial cuidado a la educación de pobres, a quienes les procuraba alimento y vestido. Ingresó luego en la congregación de Santa Úrsula (ursulinas). Ya como religiosa se le ordenó ir a la escuela de Saarbrucken, donde al poco tiempo se enfrentó con la enfermedad que le ocasionaría la muerte: la tuberculosis. A causa de su mal regresó a Tréveris, donde —con la admiración de sus discípulas y hermanas— continuó su ardua y fecunda labor docente hasta su muerte. Su santidad Juan Pablo II la proclamó beata en 1987. Por cierto, hoy 18 de mayo, día que mi padre celebraba su cumpleaños, cumplía años también san Juan Pablo II de quien en este año se celebra el centenario de su nacimiento. A él, a la beata Blandina y por supuesto a la Santísima Virgen María nos encomendamos, para ser siempre dóciles al Espíritu Santo. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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