domingo, 31 de mayo de 2020

«Pentecostés y la coronación de María»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy se juntan en el calendario dos fiestas maravillosas que calan hondamente en el corazón de todo discípulo­–misionero de Cristo. Estamos celebrando Pentecostés y con ello cerrando el tiempo de Pascua y por ser 31 de mayo la fiesta de la Coronación de Nuestra Señora como Reina de cielos y tierra. Obviamente en la Liturgia quien lleva la primacía es el Espíritu Santo, pues sabemos que con la exaltación del Resucitado pasamos del tiempo de Cristo al tiempo del Espíritu. El resucitado actúa en la comunidad con el poder y la actividad del Espíritu Santo. Este poder y esta actividad manifiestan al mundo la misión que los apóstoles han recibido de Cristo. Con ocasión del bautismo de Jesús, el Espíritu Santo había consagrado de manera oficial al Mesías y había inaugurado su actividad pública. Pero ese Espíritu es el mismo que cubrió con su sombra a María Santísima para que fuera la madre de Jesús y por consiguiente la Madre de Dios. En Pentecostés el Espíritu hace que el pequeño núcleo de discípulos se presente en público, asuma el lugar que le toca en la historia de la salvación bajo la mirada dulce de María y que no abandone el lugar que le corresponde en el mundo y en la historia hasta el retorno del Señor. La misión de los discípulos será en adelante, sin interrupción alguna, anunciar el don de la reconciliación y de la paz a todos y en todas partes.

El texto evangélico de hoy (Jn 20,19-23), es especialmente significativo para la Iglesia por cuanto que marca el comienzo y el sentido de su andadura. La misión de la Iglesia es ser reveladora de Jesús y, en última instancia, de Dios. La misión la realiza en la medida en que es portadora del Espíritu de Jesús y de Dios. Vistas las cosas en sus comienzos históricos, este Espíritu, que en razón de su origen se llama santo, está en los antagonismos del espíritu que reina en los responsables de la Ley de Dios. Los retos no le vienen a la Iglesia desde el exterior. El auténtico reto es su capacidad de apertura al Espíritu de Jesús. Este Espíritu cambia mucho las cosas, las renueva siempre. De aquí que habrá un contraste muy marcado ya de aquí en adelante entre lo viejo y lo nuevo en cuanto a la vivencia de la fe. Por eso los apóstoles serán perseguidos y calumniados, no los comprenderán y los mandarán hasta la cárcel, pero con el Don del Espíritu Santo, la Iglesia crecerá y nadie perderá la paz. El saludo pascual del resucitado en el Evangelio de hoy es «¡Paz!» y su don es la alegría. Ambas cosas son frutos del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22); él es el gran don pascual que encierra en sí todos los demás dones.

El Espíritu une para siempre a todos los discípulos con su Maestro, con su Señor resucitado; reúne a todos entre sí e inaugura un mundo nuevo por medio del perdón de los pecados. Lo dicho anteriormente se expresa en la narración de Juan con un gesto: el soplo de Jesús sobre sus discípulos. Esto evoca el episodio del Génesis (2,7), donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre Adán y éste comenzó a vivir. Aquí también se trata de una creación, una nueva vida, que es posible al hombre después de la resurrección. Jesús enviará a sus discípulos–misioneros, acompañados de su Madre la Reina de cielos y tierra al mundo, lo mismo que él fue enviado por el Padre. Pero la misión de los discípulos, la evangelización, no será posible sin la fuerza del Espíritu Santo. Los discípulos–misioneros, animados por el Espíritu, somos continuadores de la obra de Jesús y hemos de hacer presente a Jesús. Esta tarea será relativamente fácil si la hacemos con María, porque el Espíritu que ahora llega, y el que ella la cubrió con su sombra, es el mismo. Quien recibe este Espíritu no sólo se santifica, sino que es capaz de santificar, de perdonar pecados, de trabajar por un mundo nuevo. Hay que alentar sobre toda muerte y toda impureza. Hay que dejarlo todo lleno de limpieza y hermosura. Hay que llenarlo todo del Espíritu de Jesús. Que María, la Reina de cielos y tierra nos ayude a dejarnos guiar por el Espíritu. ¡Bendecido domingo de Pentecostés!

Padre Alfredo.

sábado, 30 de mayo de 2020

«Cada uno tenemos una misión especial»... Un pequeño pensamiento para hoy

Todos somos peregrinos en este mundo y además todos somos débiles, y tendemos a mezclar en nuestro diario vivir motivos espirituales y otros muy humanos y no tan revelables. La escena de Pedro en el Evangelio de hoy (Jn 21,20-25) en donde aparece preocupado por Juan, bien pudo también ser debida a unos ciertos celos, cosa que nos demuestra que la fe va madurando en nosotros lentamente. Es volviendo a meditar constantemente el Evangelio, es decir, las palabras de Jesús, que nos damos cuenta de que estamos hechos de barro y necesitamos crecer en humildad y en docilidad a esta misma Palabra. Nosotros mismos, en el día de hoy, estamos «rodeados de flaqueza» (Hb 5, 2). Pedro maduró su fe por obra del Espíritu Santo, y nos dio más tarde magníficos testimonios de su amor a Jesús. Él todavía, en este momento en que pregunta qué pasará con Juan, no sabe que él, el mismo Pedro, irá a Roma y que allí, después de un apostolado lleno de valentía y de entrega, confesará con su vida a Cristo ante las autoridades romanas, él que le había negado.

San Pedro había recibido una especie de insinuación de Jesús sobre su futuro personal: sería, por el martirio, testigo de Jesús. A partir de esta insinuación, el Apóstol entró en curiosidad para saber el futuro de Juan, su compañero en aquel momento. Con esto Pedro podía caer en la tentación de saber el futuro de los demás, descuidando así el papel que jugarán y las sorpresas que ofrecerán, a lo largo de la historia, la libertad y la gracia. Es grande la tentación que ordinariamente se tiene de creer en las premoniciones del futuro. Nos parece que una premonición de esta clase da seguridad y tranquilidad. Pero se nos olvida también el gran daño que hace tener en la mente aferrado el futuro. Por eso lo respuesta de Jesús a Pedro, sobre el destino de Juan, es sabia. No se lo revela, le dice: «Si yo quiero que este permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme». De esta manera Pedro, frente a cualquier hermano, queda abierto al amor, al servicio, a la ayuda diaria que hay que prestar, sin saber el camino que tomará la historia, es decir, vivirá «a la sorpresa de Dios». El determinar el futuro enfría o destruye al amor. Es mejor que el amor esté vivo, aunque se tenga que vivir en incertidumbre. La incertidumbre compromete más la libertad, le da mayores posibilidades a la gracia y le abre siempre nuevos caminos al amor. Muchos años después, en Francia, santa Juana de Arco creció en el campo y nunca aprendió a leer ni a escribir. Pero su madre que era muy piadosa le infundió una gran confianza en el Padre Celestial y una tierna devoción hacia la Virgen María. Cada sábado, siendo niña, recogía flores del campo para llevarlas al altar de Nuestra Señora. Cada mes se confesaba y comulgaba, y su gran deseo era llegar a la santidad y no cometer nunca ningún pecado. Era tan buena y bondadosa que todos en el pueblo la querían. Su patria estaba en muy grave situación porque la habían invadido los ingleses que se iban posesionando rápidamente de muchas ciudades y hacían grandes estragos.

A los catorce años, esta jovencita, empezó a sentir unas voces que la llamaban. Al principio no sabía de quién se trataba, pero después empezó a ver resplandores y que se le aparecían el Arcángel San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita y le decían: «Tú debes salvar a la nación y al rey». Juana hubo de obedecer lo que Dios le pedía a ella, aunque era, a primera vista, muy diferente de lo que el Señor pedía a las demás jovencitas de su misma edad. A los 17 años llegó a ser heroína nacional y mártir de la religión. En medio de la guerra, fue capturada por un grupo de nobles franceses aliados con los ingleses y entregada a éstos para ser​ procesada por el obispo Pierre Cauchon por varias acusaciones.​ Declarada culpable, el duque Juan de Bedford la quemó en la hoguera e el 30 de mayo de 1431. Tenía alrededor de 19 años. En 1456 un tribunal inquisitorial autorizado por el papa Calixto III examinó su juicio, desmintió los cargos en su contra, la declaró inocente y la nombró mártir.​ En el siglo XVI la convirtieron en símbolo de la Liga Católica y en 1803 fue declarada símbolo nacional de Francia por decisión de Napoleón Bonaparte. Fue beatificada muchísimos años después, en 1909 y canonizada en 1920. Así, como Pedro, ella entendió que cada uno tenemos una misión única e irrepetible por la que hay que responder viviendo a la sorpresa de Dios. Que María Santísima a quien tanto amó santa Juana de Arco, nos ayude a descubrir siempre esa misión y a entender que cada quien tiene la suya. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 29 de mayo de 2020

«Cecilia Morita, una misionera coreana entre japoneses»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo LVIII

Cecilia Morita Takako nació en Corea el 10 de marzo de 1943. Años después ingresó en Japón a la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento el 18 de abril de 1965 en donde fue aspirante hasta el 10 de enero de 1966 en que inició su postulantado, ese periodo en el cual la joven que quiere consagrarse como religiosa participa de las actividades de la comunidad. Allí Cecilia fue encontrando el  tiempo ideal para la oración personal y comunitaria y para la dirección de su vida. El 18 de septiembre de 1966 pasó a la siguiente etapa de la formación inicial que es el noviciado. Allí recibió formación religiosa con clases y conferencias que le ayudaron a discernir su vocación y a fortalecer su vida espiritual iniciándose en la vida de intimidad con Jesucristo, en el amor a María y en el gozo de consagrarse para la vida misionera.

Después de este tiempo de formación se llegó para la hermana Cecilia el día de su primera profesión religiosa el 16 de marzo de 1969, donde con los votos de castidad, pobreza y obediencia inició su caminar más comprometida en el desposorio con Cristo. Fiel y puntual en todo aquello que se le encomendaba, fue desarrollando un gran espíritu de responsabilidad y de piedad que se conjugaban muy bien en los diversos actos de comunidad.

El 22 de junio de 1976, en el XXV aniversario de la fundación de ls Misioneras Clarisas, la hermana hizo su compromiso de por vida con la Profesión Perpetua como esposa de Cristo.

La hermana Cecilia fue una mujer muy alegre, que dejaba ver esta virtud en su jocosidad y en su espíritu de servicio. Era considerada por las demás religiosas como «el ángel de los pequeños servicios» y fue admirada por su amor y dedicación a los enfermos, los ancianos y ls personas necesitadas. Para todo el mundo tenía siempre una palabra de aliento dejando un buen consejo, tenía, además, un cariño muy especial a los niños.

Precisamente, la mayor parte de su vida, ejerció su apostolado como maestra de kinder, ganándose el cariño no solo de los pequeñitos, sino de sus familias.

En 1985, cuando ya había sido designada a partir a su tierra natal para fundar allá la misión en Corea del Sur, el Señor la visitó inesperadamente con la enfermedad del Lupus que hizo que los planes cambiaran y se quedara en Japón en donde la enfermedad no le quitó su alegría y su buen ánimo de ofrecer todo al Señor por la apertura de la misión en su país de origen. Ya con esa enfermedad, tuvo más oportunidad de disponer tiempo para hacer un apostolado especial de visitar a las familias del barrio llevando consuelo a quien necesitara y siendo ella misma, un testimonio viviente de como se va por este mundo con la enfermedad encima.

La enfermedad la acompañó por años y pudo seguir adelante, pero el 28 de octubre de 1996 se empezó a sentir muy mal y tuvo que ser internada en el hospital. Su corazón se había dilatado mucho a causa de insuficiencia cardiaca y murió el 6 de noviembre dejando una huella, la huella de las pisadas de Cristo que, en la entrega y generosidad de su vida, quedó plasmada en el corazón de mucha gente.

Padre Alfredo.

El «sí» incondicional de María*... Un tema para un retiro mariano


Una frase del mensaje del 27 de marzo pasado, que el Papa Francisco, en esa homilía impactante y sin precedentes en la bendición extraordinaria Urbi et Orbi por la pandemia del coronavirus, me da la pauta para abrir esta plática sencilla con todos ustedes. El Santo Padre, en aquella plaza vacía oscura e impregnada por la lluvia decía: «mirar a María, “Salud de su Pueblo y Estrella del mar tempestuoso”, y pedirle que nos enseñe a decir “sí” cada día y a ser disponibles concreta y generosamente».

Hablaremos de el «sí» incondicional de María y nuestro «sí». El mismo Papa Francisco, en el ángelus del día de la Inmaculada Concepción en el año 2016, hablando de este tema recordaba que cada «sí» a Dios da origen a historias de salvación para nosotros y para los demás. Pero hablaba de un «sí» muchas veces común en los hombres y mujeres de hoy y de siempre, nuestros: «sí Señor pero…», esos «sí» a medias que nos alejan de Dios y nos llevan al «no» del pecado de la mediocridad. ¡Cuánto tenemos que aprender de María cuyo «sí» fue siempre y del todo un «sí incondicional»!

Quiero ahora, con ustedes, queridos hermanos, hacer un recorrido por la vida de María en las Sagradas Escrituras, que inicio en el pasaje de la anunciación, ese trozo del Evangelio que todos conocemos y que se centra en el anuncio del Ángel a María, invitándola a ser la Madre del Mesías Redentor. El texto está en Lc 1,26-38. La anunciación a María fue una cosa discreta, sencilla como suelen ser todas las cosas grandes de Dios. No hubo trompetas, ni una legión de ángeles, ni bombos ni platillos. Una virgen quizá en oración u ocupada en las tareas domésticas de la mujer de sus tiempos. Un lugar: Nazaret, una ciudad de Palestina y el arcángel Gabriel como embajador de Dios. Un saludo: «—¡Dios te salve María, llena eres de gracia!» Y con este saludo, una petición de colaboración.

El Misterio de amor y de misericordia, prometido al género humano miles de años atrás y anunciado por tantos profetas, se iba a hacer realidad. Los labios de la virgen se movieron luego del anuncio, primero para aclarar una duda, pero una vez que esta fue disipada, volvió a hablar para dar su consentimiento a esa misión celestial. María, la llena de gracia, aceptaba humildemente el gran designio amoroso para el que se le pedía su cooperación, sin envanecimiento porque sabía que la realeza y la gloria de su gracia pertenecían a Dios, venía de Dios. Y María dijo: «—He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según Tu Palabra». Y así, la Virgen dio su «sí».

María instaura un vínculo de parentesco con Jesús antes aún de darle a luz: se convierte en discípula y madre de su Hijo en el momento en que acoge las palabras del Ángel. El «sí» de María, no es sólo un sí de aceptación momentánea, sino también un sí con una apertura confiada al futuro. ¡Este «sí» es esperanza! El Papa Francisco, en el ángelus al que he hecho referencia decía: «María responde a la propuesta de Dios diciendo: “Aquí está la esclava del Señor”. No dice: “Bueno, esta vez haré la voluntad de Dios, me vuelvo disponible, después veré...” No, —continúa diciendo el Papa— el suyo es un “sí” que es pleno y sin condiciones... El “sí” de María ha abierto el camino de Dios entre nosotros. Es el “sí” más importante de la historia, el “sí” humilde... el “sí” fiel... el “sí” disponible». El «Sí» de María es el «Sí» al plan que Dios ha trazado sobre Ella. Y es también, el modelo del «Sí» que nosotros debemos pronunciar a Dios.

María dice «Sí» al Padre, entregándose totalmente, sin condiciones: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc. 1, 26-39). María dice «Sí» al Hijo, porque al aceptar la voluntad del Padre, está aceptando el ser Madre del Hijo. Está diciendo Sí a Jesucristo en la misión de ser la madre que lo alimenta, lo educa, lo ayuda y lo acompañará hasta la cruz. María dice «Sí» al Espíritu Santo: sí a la plenitud de la gracia, consecuentemente, sí a la fidelidad en la virtud, sí a ser conducida por los dones del mismo Espíritu.

El «Sí» de María en la Anunciación, la convierte en Madre de Dios y es un «sí» que hipoteca la vida. Ello conlleva el «Sí» a la Iglesia, porque al aceptar el ser Madre de la Cabeza del Cuerpo místico, está aceptando a ser Madre de todo el Cuerpo que es la Iglesia. María dice «Sí» a la Iglesia.

Este «sí» de María, en la anunciación, marca la pauta para todas las páginas de su vida, las claras y las oscuras, las conocidas y las ocultas, serán un homenaje de amor a Dios, un «sí» pronunciado en Nazaret y sostenido hasta el Calvario por la intensidad de cada momento, por la disponibilidad para hacer lo que Dios le pedía a cada instante.

Como Dios quiso necesitar de María, ha querido contar con la ayuda que nosotros podemos prestarle. Así como Dios anhelaba escuchar de sus labios purísimos el «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), Dios quiere que de nuestra boca y de nuestro corazón brote también un «sí» generoso. Del «fiat» de María dependía la salvación de todos los hombres. Del nuestro, ciertamente no. Pero es verdad que la salvación de muchas almas, la felicidad de muchos hombres está íntimamente ligada a nuestra generosidad.

Cada día de nuestra existencia, es una oportunidad para que nosotros también pronunciemos un «sí» lleno de amor a Dios, en las pequeñas y grandes cosas. Siempre decirle que sí, siempre agradarle. El ejemplo de María, no sólo en la anunciación, sino durante toda su vida, nos ilumina y nos guía. Nos da la certeza de que aunque a veces sea difícil aceptar la voluntad de Dios, el decir «sí» nos llena de felicidad y de paz. Cuando Dios nos pida algo, no pensemos si nos cuesta o no, preguntemos al Señor lo que necesitamos saber, como María y consideremos la dicha de que el Señor nos visita y nos habla para pedirnos algo, una sonrisa, un pequeño favor, un desprendernos de algo. Recordemos que con esta sencilla palabra: «sí», dicha con amor, Dios puede hacer maravillas a través de nosotros, como lo hizo en María.


La Sagrada Escritura nos narra que después de aquel acontecimiento de la anunciación, María se encaminó «presurosa» a las montañas de Judea para ayudar en las tareas de la vida diaria a su parienta Isabel, que ya entrada en años, estaba embarazada por milagro de Dios. El texto está en Lc 1,39-56. María vuelve a decir «sí», no ahora a las palabras del Ángel, que, por cierto, no volverá a escuchar nunca más ni a verle en absoluto. Esa, la de la anunciación, será la única ocasión en que directamente ella podrá ver lo que Dios le pide, después, habrá de ir renovando su «sí» escuchando la llamada a través de mediaciones. Esta vez, el «sí» deberá ser respuesta a una intuición que viene de lo alto: «Tu parienta Isabel, ya entrada en años, está esperando un hijo»...

Y entonces María, comprende que habrá de dar un nuevo «sí» que a la vez es prolongación del mismo que había pronunciado. El «sí» a Dios tendrá que darse muchas veces como a ella le sucede. No hay un mandato externo con una indicación vocal, no hay ni ángel, ni voces, ni nada... simplemente una intuición.

Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: «¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre!... ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Lc 1,42-43). Juan el Bautista nonnato en el seno de Isabel se estremece... (Lc 1,41). Y la humildad de María se vierte en el Magníficat, ese canto hermoso en el que vuelve a resonar el «sí» a la voluntad de Dios». Todo el cántico de María forma una gran celebración de alabanza. Parece la descripción de una solemne liturgia. Así, san Lucas evoca el ambiente litúrgico y celebrativo, en el cual Jesús fue formado y en el cual las comunidades han de vivir su fe.

San Lucas acentúa la prontitud de María en atender las exigencias de la Palabra de Dios que le está pidiendo dar un «sí». El ángel le habló de que Isabel estaba embarazada e, inmediatamente, María se levanta y sale de casa para ir a ayudar a una persona necesitada. De Nazaret hasta las montañas de Judá son más de 100 kilómetros que ella no dudó en recorrer en aquellos años.

En esta escena, Isabel representa el Antiguo Testamento que termina. María, el Nuevo que empieza. El Antiguo Testamento acoge el «Sí» del Nuevo Testamento con gratitud y confianza, reconociendo en él el don gratuito de Dios que viene a realizar y completar toda la expectativa de la gente. En el encuentro de las dos mujeres se manifiesta el don del Espíritu que hace saltar al niño en el seno de Isabel. La Buena Nueva de Dios revela su presencia en una de las cosas más comunes de la vida humana: dos mujeres de casa visitándose para ayudarse. Visita, alegría, embarazo, ropita de bebé, ayuda mutua, casa, familia: es aquí donde san Lucas quiere que las comunidades y nosotros todos percibamos y descubramos la presencia del Reino por un «sí». Las palabras de Isabel, hasta hoy, forman parte de la oración mariana más conocida y más rezada en todo el mundo, que es el Ave María.

En el Magnificat (Lc 1,46-55) quedará plasmado el gozo, la alegría, la felicidad de haber dicho «sí». María empieza proclamando la mutación que ha acontecido en su propia vida bajo la mirada amorosa de Dios, lleno de misericordia. Por esto canta feliz: «Exulto de alegría en Dios, mi Salvador». Después, canta la fidelidad de Dios para con su pueblo y proclama el cambio que el brazo de Yavé estaba realizando a favor de los pobres y de los hambrientos, la fuerza salvadora de Dios que hace acontecer la mutación- Él dispersa a los orgullosos (1,51), destrona a los poderosos y eleva a los humildes (1,52), manda a los ricos con las manos vacías y llena de bienes a los hambrientos (1,53). Al final recuerda que todo esto es expresión de la misericordia de Dios para con su pueblo y expresión de su fidelidad a las promesas hechas a Abrahán. La Buena Nueva viene no como recompensa por la observancia de la Ley, sino como expresión de la bondad y de la fidelidad de Dios que espera no sólo de María, sino de todos, un «sí» incondicional. Eso será lo que san Pablo enseñará en las cartas a los Gálatas y a los Romanos.

María, embarazada de Jesús, es como el Arca de la Alianza que, en el Antiguo Testamento, visitaba las casas de las personas distribuyendo beneficios a las casas y a las personas. Va hacia la casa de Isabel y se queda allí tres meses. En cuanto entra en casa de Isabel, ella y toda la familia es bendecida por Dios gracias al «sí» de María. Por eso la comunidad y cada una de nuestras casas, debe ser como la Nueva Arca de la Alianza en donde se mantiene vivo el sí.


Quiero pasar ahora con ustedes a otro texto del Evangelio. Está en Jn 2,1-11. Es el episodio de las bodas de Caná en el cual, san Juan presenta la primera intervención de María en la vida pública de Jesús y pone de relieve la cooperación de su «sí» en la misión de su Hijo. En Caná, como en el acontecimiento fundamental de la Encarnación, María es quien introduce al Salvador.

El significado y el papel que asume la presencia de la Virgen se manifiestan cuando llega a faltar el vino. Ella, como solícita ama de casa, inmediatamente se da cuenta e interviene para que no decaiga la alegría de todos y, en primer lugar, para ayudar a los esposos en su dificultad. Dirigiéndose a Jesús con las palabras: «No tienen vino» (Jn 2,3), María le expresa su preocupación, esperando una intervención que la resuelva. Más precisamente, según algunos expertos en el tema, la Madre espera un signo extraordinario, dado que Jesús no disponía de vino ni de dinero para comprarlo.

La exhortación de María: «Hagan lo que él les diga», conserva un valor siempre actual para los cristianos de todos los tiempos, y está destinada a renovar su efecto maravilloso en la vida de cada uno. Es el «sí» que cada uno debe dar a Jesús para que Él libremente pueda actuar a través de nosotros. María, que mantiene siempre su «sí» incondicional, invita a una confianza sin vacilaciones, sobre todo cuando no se entienden el sentido y la utilidad de lo que Cristo pide.

Este es el mensaje de María a todo cristiano, ¡las palabras más sabias! María se dirige a los criados y ellos obedecen; María igual se dirige a cada uno de nosotros «Hagan lo que Él les dice.» Gracias a la intercesión de la Virgen Santísima, que se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones y sufrimientos, Jesús se dirige a los criados y les pide que llenen los recipientes hasta el borde. Jesús realiza su primer milagro público convirtiendo el agua en vino; y no en cualquier vino sino en el mejor, ¡porque todo lo que Jesús hace es perfecto! el pasaje termina diciéndonos algo importantísimo: ¡Los discípulos creyeron en Cristo! Gracias al «sí» de María a lo que el Padre Dios pedía en su corazón para solicitarle al Hijo el primer milagro, ellos son confirmados en su fe.

De acuerdo con lo que refieren los evangelios, es posible que María acompañara a su Hijo también en otras circunstancias. Ante todo en Cafarnaúm, adonde Jesús se dirigió después de las bodas de Caná, «con su madre y sus hermanos y sus discípulos» (Jn 2,12). Además, es probable que lo haya seguido también, con ocasión de la Pascua, a Jerusalén, al templo, que Jesús define como casa de su Padre, cuyo celo lo devoraba (cf. Jn 2, 16-17). Ella se encuentra asimismo entre la multitud cuando, sin lograr acercarse a Jesús, escucha que él responde a quien le anuncia la presencia suya y de sus parientes: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 8, 21).


Voy ahora al pasaje de Mc 3,31-35: «Tu madre y tus hermanos están afuera, y te buscan... mi Madre y mis hermanos son aquellos que cumplen la voluntad de mi Padre». ¡Qué exaltación tan grande del «sí» de María a la voluntad de Dios! Entre todos, Ella es la primera que acata la voluntad del Padre y la pone en práctica con ese «sí» incondicional. El Papa Francisco, comentando este pasaje en el ángelus del 18 de agosto de 2013 afirma: «María su Madre siguió siempre fielmente a su Hijo, manteniendo fija la mirada de su corazón en Jesús, el Hijo del Altísimo, y en su misterio. Y al final, gracias a la fe de María, los familiares de Jesús entraron a formar parte de la primera comunidad cristiana. Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a mantener la mirada bien fija en Jesús y a seguirle siempre, incluso cuando cueste». «Mantener la mirada bien fija en Jesús» dice el Santo Padre, y es que sólo así, se puede sostener el «sí» que a nosotros también se nos pide.

¿Quién cumplió mejor en esta tierra esa Voluntad de Dios sino María? Su Madre, Ella, la Siempre Fiel, la mujer del «sí» incondicional. Por eso la puso de modelo. Todo aquel que llegue a cumplir los deseos de su Padre podrá asemejarse a aquella Dulce Madre, Fidelísima a quien se le confiaron tesoros tan grandes. Y así como una vez fue presentada en el Templo para consagrarla totalmente al Señor ahora Ella, de labios de su Hijo, fue confirmada en su ofrenda total ante el Padre celestial, porque sólo Ella ha logrado vivir consagrada plenamente a los deseos del Señor.


Si todo el «sí» incondicional de María es impresionante en todos estos pasajes, lo es también de una manera muy particular cuando María está a los pies de la Cruz contemplando a su Hijo crucificado. María, con su «sí», está cerca no tanto de la cruz como del Crucificado: "Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre..." (Jn 19,25). María hace suyo, desde dentro, el misterio desconcertante del amor de Dios revelado en Jesús. Al pie de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (ib., 58).

Al contemplar a la Virgen junto a la cruz, uno recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. El «sí» incondicional es por eso en todo momento. Como dicen los que se casan, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio Vaticano II nos recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).

En este supremo «sí» de María, resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31), resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección.

La esperanza de la Virgen María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.

De esta manera, el «sí» de María es modelo y estímulo para todo el pueblo cristiano. Abierta al querer de Dios, toda disponible a su voluntad, sin comprender acepta lo que el Señor le va pidiendo en el día a día, sin medir las consecuencias de su sí.

Seguro que en nuestra vida cotidiana encontramos muchos momentos como los de María y nos decimos: No puedo más, me es imposible aguantar todo esto. En estos momentos hay que recordar el «sí» de María y recurrir a Ella, ¿cómo pudo aguantar todos los acontecimientos y sobrellevar el peso de tantas cosas? Porque ella, la madre de Jesús guardaba todas estas cosas en su corazón. Por esta razón es modelo y estímulo para el pueblo cristiano. Debemos acudir a ella con confianza de hijos, ella nos ayudará a vivir con serenidad los acontecimientos difíciles de nuestra vida y aceptar los gozosos con agradecimiento. Por esta razón todos los pueblos acuden a María y celebran con gozo sus diversas advocaciones.


Finalmente, para terminar, quiero invitarlos nuevamente a volver a la Escritura, encontramos de nuevo la presencia de María en oración junto a sus discípulos, que esperan la venida del Espíritu Santo (Hch 1,14). Presente con su «sí» como protagonista en los comienzos de la vida terrena del Hijo con la disponibilidad total de su fe, María está ahora igualmente presente con la comunidad orante de la Iglesia naciente, sobre la que desciende el Espíritu Santo. Los discípulos viven con María la experiencia del Espíritu Santo, que ella ya ha tenido en la Anunciación.

María, plasmada por el Espíritu Santo, es la mujer del «sí» incondicional. Ya la escena de la Anunciación revelaba cómo está envuelta en el misterio de Dios, al acoger en sí misma por obra del Espíritu Santo al Hijo del Padre.

Así, dejamos a María con su «sí» en Pentecostés. En Pentecostés, María queda inmersa en el fuego del Espíritu Santo. Ya no está sólo cubierta por la sombra del Espíritu Santo, sino penetrada por su fuego junto con los discípulos, fundida con ellos, transformada en el único cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Ella, en el corazón de la Iglesia, transfigurada por el Espíritu Santo, es la memoria viva, testimonio singular del misterio de Cristo con su «sí». Y hasta el final de los tiempos María permanece en el corazón de la Iglesia «implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo» (LG 59). Imploremos su protección y que el «sí» incondicional de María nos ayude a hacer de toda nuestra vida un «sí» a Dios, un «sí» hecho de adoración a Él y de gestos diarios de amor y de servicio. Amén.

P. Alfredo.

* Conferencia para el Liceo de Apodaca el 25 de mayo de 2020 vía Facebook Live.

«Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy y mañana, los últimos días feriales de la Pascua, cambiamos de escenario. Lo que leemos (Jn 21,15-19) no pertenece ya a la Última Cena, como habíamos estado leyendo en estos días, sino a la aparición del Resucitado a siete discípulos a orillas del lago de Genesaret. El Señor Jesús llama a Pedro por su nombre original: «Simón hijo de Juan». Y Pedro escucha atento la voz de su Señor. El corazón del Apóstol ha ido madurando, y ahora comprende que Jesús no es el Mesías político que él y otros esperaban (Jn 13,37; 18,10), sino el ser humano generoso que da su vida en servicio a la humanidad deprimida y agobiada (Jn 15,13.15). San Pedro había sido muy insistente en manifestarle su adhesión en cuanto se ajustaba a sus expectativas (Jn 6,68s). El Señor va sacándole a Pedro por primera, segunda y tercera vez una confesión de amor. Y acto seguido va haciendo, por primera, segunda y tercera vez, un encargo, el encargo de los suyos. Porque Jesús sabe que el que lo ama guarda sus mandamientos, que el que lo quiere cumple su encargo. Así, nos damos cuenta de que el amor es la raíz en que se alimenta toda verdadera y buena obediencia y la obediencia es el sello de todo verdadero amor.

No cabe duda de que la experiencia de la resurrección ha caldeado los ánimos y ha madurado las ideas de los Doce. Pedro se encuentra disponible para seguir el «camino» no ya bajo sus caprichos y exaltaciones, sino animado por el Espíritu del Resucitado. La triple pregunta y afirmación es una rememoración del itinerario del discípulo. Ha partido de una adhesión fervorosa, ha llegado a la negación (Jn 18,27), ha pasado por la dura experiencia de la muerte de Jesús y ahora llega a un nuevo punto de partida. La adhesión de san Pedro no es simple militancia o un quedar bien del momento, es amor entrañable por quien les enseñó el verdadero camino hacia el Padre. Amor que se manifiesta en la dedicación exclusiva al servicio a la comunidad: «apacienta mis ovejas». Apacentar, en este hermoso relato, equivale a procurar el alimento, que, como el que da Jesús, es el don de la propia persona (Jn 14,15.21); corderos son los pequeños; ovejas, los grandes; de este modo se representa la totalidad del rebaño del Señor.

San Maximino de Tréveris, que fue obispo y a quien hoy celebramos, nació a comienzos del siglo IV, en la antigua Galia. Siendo muy joven, se mudó a Tréveris, atraído por la fama que en aquel entonces cosechaba san Agricio, obispo de la ciudad. Este le acogió le instruyó demostrando tener una gran inteligencia. Cuando murió su maestro, Maximino fue elegido de forma unánime como su sucesor en el año 332. En pleno gobierno del emperador Constantino el Grande, san Atanasio fue desterrado de Roma por ser contrario a la doctrina arriana —esta vertiente negaba la Santísima Trinidad—. El santo desterrado permaneció dos años bajo su amparo, en los que compartieron conocimientos y reflexiones sobre el problema al que se enfrentaba la Iglesia. Gracias a las palabras de san Maximino, el emperador Constantino ordenó la celebración del Concilio de Milán en el año 345 en el que se derrotó la teoría de los arrianos y san Atanasio pudo volver a Roma. Así vemos cómo san Maximino, con un gran amor a Jesús, pastoreó a Ovejas y Corderos para alcanzar la unidad. Que él, por intercesión de María Santísima, interceda para que nosotros también seamos capaces de amar así. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 28 de mayo de 2020

«Que todos sean uno»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Que todos sean uno». Es lo que pide Jesús en el Evangelio de hoy (Jn 17,20-26) a su Padre para los que le siguen y los que le seguirán en el futuro. El modelo es siempre el mismo, el que nos queda claro: «como tú, Padre, en mi y yo en ti». Este es el prototipo más profundo y misterioso de la unidad. Que los creyentes estén íntimamente unidos a Cristo —«que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy»—, y de ese modo estén también en unión con el Padre —«para que el amor que me tenías esté en ellos, como también yo estoy en ellos»—. Esa unidad con Cristo y con el Padre es la que hace posible la unidad entre todos los discípulos misioneros. Y a la vez es la condición para que la comunidad cristiana pueda realizar su trabajo misionero con un mínimo de credibilidad: «para que el mundo crea que tú me has enviado».

Por eso, la condición mundial por la pandemia que estamos viviendo, no puede ser ajena a ninguno de los discípulos–misioneros aunque esté en el lugar más recóndito y seguro para no infectarse. El tiempo de Pascua, centrado durante siete semanas en la nueva vida de Cristo y en el don de su Espíritu, produce, de por sí en nosotros, el fruto de la unidad y una situación extraordinaria, como esta pandemia de la Covid-19 nos hace ser uno con todos los que sufren la enfermedad o la pérdida de un ser querido. Así, la petición y el testamento de Cristo en su Última Cena, nos viene muy bien para meditar en la unidad: en nuestro confinamiento, en nuestra relación con familiares y amigos a quienes estamos unidos sobre todo en la oración. Necesitamos seguir centrándonos en Cristo y su Espíritu, sin que las diversas opiniones sobre la pandemia nos pongan a unos contra otros.

San Pablo Hanh, fue un hombre que fue bautizado en la fe católica en un lugar llamado Cho Quan, en la Conchinchina —en Vietnam del Sur—, pero que en cierta etapa de su vida se alejó de las costumbres cristianas y hasta dirigió una banda de ladrones. Apresado en tiempo del emperador Tu Duc, no pudo olvidar que la fe lo mantenía unido a una Iglesia a la que tenía que serle fiel y confesó allí mismo que era cristiano, y no siendo apartado de su fe por halagos, azotes, ni por laceraciones con tenazas, culminó su glorioso martirio con la decapitación entregando su vida como un miembro unido a toda la grey católica. «Que todos sean uno» había dicho Cristo y esto caló en el corazón de este santo hombre reconvertido a la fe. La unidad que Jesús busca es la «unidad del espíritu», es decir, que sea un mismo Espíritu —el que él ha revelado— el que anime a todos en todas sus iglesias. La unión se da al vivir todos con el mismo Espíritu, al abrazar todos la Causa que Jesús abrazó sabiendo que somos uno con él en el Padre. La Virgen María quiere siempre esa unidad, que ella interceda para que nos sintamos uno, como el Padre y Jesús son Uno en el Espíritu. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.

miércoles, 27 de mayo de 2020

«Somos y hacemos comunidad»... Un pequeño pensamiento para hoy

En este difícil y complicado tiempo de pandemia que afrontamos todos, es momento de sacar a relucir lo mejor de nosotros mismos dejándonos mover sobre todo por la compasión, que es una forma de dejar actuar al Espíritu en nosotros. En todas las naciones que afrontan actualmente esta pandemia del coronavirus, encontramos ejemplos de generosidad y entrega en favor de los más vulnerables de la sociedad. Hay que reconocer el trabajo de alto riesgo que afrontan los médicos y todo el personal sanitario, los responsables de los departamentos de limpia, los repartidores de la alimentación y tanta gente más. Todos tenemos la obligación de hacer una gran comunidad que lucha unida contra el mal, una comunidad en donde unos tienen que estar afuera en el frente de la batalla, otros en las salas de las estrategias y unos más, la mayoría, confinados obedeciendo las indicaciones que las autoridades civiles y religiosas van dictando, pero todos, todos, somos una gran comunidad virtual que sin los unos y los otros sería imposible vivir en medio de la adversidad. En este momento no hay más ni menos importantes, no hay ni más ni menos valiosos, todos, con un granito de arena o un bloque de concreto, según corresponda a cada quien, tenemos un lugar único en la batalla.

El Evangelio de este día (Jn 17,11-19) nos ayuda a ver que ninguno de los discípulos–misioneros puede permanecer un ser aparte. Incluso los monjes, que de por sí no salen aunque no haya pandemia, en cierta medida, no pueden vivir totalmente separados de los demás. Su vocación peculiar, indispensable, está inserta en el mundo donde realiza su misión orando por la humanidad ante esta situación tan inesperada. Igual que durante su vida, Jesús guardó a sus discípulos, para que no se perdiera ni uno —excepción hecha de Judas por su propio pie—, pide al Padre que les guarde de ahora en adelante: «no ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal». Los discípulos–misioneros de Jesús estamos «en el mundo», somos enviados «al mundo», a este mundo en concreto con su situación especial pero no debemos ser «del mundo». Tenemos la gracia de Dios que nos hace ver con ojos diferentes la realidad hostil que con este coronavirus nos presenta. Jesús nos quiere unidos —«para que sean uno, como nosotros»—, que estemos llenos de alegría —«para que ellos tengan mi alegría cumplida»— y que vayamos madurando en la verdad —«santifícalos en la verdad»—. Así que no podemos permanecer ni como meros espectadores, ni con una actitud de tristeza de esa que aniquila. No, los discípulos­–misioneros hacemos comunidad de muchas maneras y aunque separados físicamente por la situación de la «sana distancia», estamos unidos en una inmensa comunidad orante que rodea el mundo entero e invoca la gracia del Espíritu.

San Agustín, obispo de Canterbury, en Inglaterra, es considerado uno de los más grandes evangelizadores, al lado de San Patricio de Irlanda y San Bonifacio en Alemania. Habiendo sido enviado junto con otros monjes por el Papa san Gregorio Magno para predicar la palabra de Dios a los anglos, fue acogido de buen grado por el rey Etelberto de Kent, e imitando la vida apostólica de la primitiva Iglesia, convirtió al mismo rey y a muchos otros a la fe cristiana y estableció algunas sedes episcopales en esta tierra. San Agustín escribía frecuentemente al Papa pidiéndole consejos en muchos casos importantes, y el Santo Padre le escribía advertencias muy prácticas para que siguiera evangelizando y construyendo la comunidad de creyentes. Después de haber trabajado por varios años con todas las fuerzas de su alma por convertir al cristianismo el mayor número posible de ingleses, y por organizar de la mejor manera que pudo, la Iglesia Católica en Inglaterra, San Agustín de Cantorbery murió santamente el 26 de mayo del año 605. Y un día como hoy fue su entierro y funeral. Que él y por supuesto María Santísima, la Madre de la comunidad de los que creemos en Cristo nos ayuden y alienten a seguir siendo y haciendo comunidad. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 26 de mayo de 2020

«San Felipe Neri»... Un pequeño pensamiento para hoy


San Felipe Neri, el santo que hoy celebramos y del que quiero escribir para esta reflexión, nació en Florencia, Italia, en el año de 1515. Desde pequeño era tan alegre y tan bueno, que la gente lo llamaba «Felipín el bueno». En su juventud también dejó fama de amabilidad y alegría. Habiendo quedado huérfano de madre, lo envió su padre a casa de un tío muy rico, el cual planeaba dejarlo heredero de todos sus bienes. Pero allá Felipe se dio cuenta de que las riquezas le podían impedir el dedicarse a Dios, y un día tuvo lo que él llamó su primera conversión. Y consistió en que se alejó de la casa del riquísimo tío y se fue para Roma llevando únicamente la ropa que llevaba puesta. En adelante quiso confiar solamente en Dios y no en riquezas o familiares pudientes. Al llegar a Roma se hospedó en casa de un paisano suyo de Florencia, el cual le ofreció casa y una comida al día si él les daba clases a sus hijos. La habitación de Felipe no tenía sino la cama y una sencilla mesa. El propietario de la casa, declaraba que desde que Felipe les daba clases a sus hijos, estos se comportaban como ángeles. Por inspiración de Dios, habiendo estudiado filosofía y teología, se dedicó por completo a enseñar catecismo a las gentes pobres. Como era tan simpático en su modo de tratar a la gente, fácilmente se hacía amigo de obreros, de empleados, de vendedores y niños de la calle y empezaba a hablarles del alma, de Dios y de la salvación. Desde la mañana hasta el anochecer estaba enseñando catecismo a los niños, visitando y atendiendo enfermos en los hospitales, y llevando grupos de gentes a las iglesias a rezar y meditar. Pero al anochecer se retiraba a algún sitio solitario a orar y a meditar. Le encantaba irse a rezar en las puertas de los templos o en las catacumbas o grandes cuevas subterráneas de Roma donde están encerrados los antiguos mártires.

Lo que más pedía Felipe al cielo era que se le concediera un gran amor hacia Dios. Y la vigilia de la fiesta de Pentecostés, estando rezando con gran fe, pidiendo a Dios el poder amarlo con todo su corazón, éste se creció y se le saltaron dos costillas. Felipe entusiasmado y casi muerto de la emoción exclamaba: «¡Basta Señor, basta! ¡Que me vas a matar de tanta alegría!» En 1458 fundó con los más fervorosos de sus seguidores una cofradía o hermandad para socorrer a los pobres y para dedicarse a orar y meditar. A los 34 años todavía era un simple seglar. Pero a su confesor le pareció que haría inmenso bien si se ordenaba de sacerdote y como había hecho ya los estudios necesarios, aunque él se sentía totalmente indigno, fue ordenado en el año 1551. Y apareció entonces en Felipe otro carisma o regalo generoso de Dios: su gran don de saber confesar muy bien. San Felipe quería irse de misionero pero su director espiritual le dijo que debía dedicarse a misionar en Roma. Entonces se reunió con un grupo de sacerdotes y formó una asociación llamada el «Oratorio», porque hacían sonar una campana para llamar a las gentes a que llegaran a orar. El santo les redactó a sus sacerdotes un sencillo reglamento y así nació la comunidad religiosa llamada de Padres Oratorianos o Filipenses. Esta congregación fue aprobada por el Papa en 1575 y ayudada por San Carlos Borromeo.

San Felipe tuvo siempre el don de la alegría. Los últimos años los dedicó a dar dirección espiritual. El Espíritu Santo le concedió el don de saber aconsejar muy bien, y aunque estaba muy débil de salud y no podía salir de su cuarto, por allí pasaban todos los días numerosas personas. Los Cardenales de Roma, obispos, sacerdotes, monjas, obreros, estudiantes, ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos querían pedirle un sabio consejo y volvían a sus casas llenos de paz y de deseos de ser mejores. El 25 de mayo de 1595 su médico lo vio tan extraordinariamente contento que le dijo: «Padre, jamás lo había encontrado tan alegre», y él le respondió: «Me alegré cuando me dijeron: vayamos a la casa del Señor». A la media noche le dio un ataque y levantando la mano para bendecir a sus sacerdotes que lo rodeaban, expiró dulcemente. Tenía 80 años. El Evangelio de hoy (Jn 17,1-11) nos presenta la «oración sacerdotal» de Jesús en la Ultima Cena que san Felipe Neri hizo vida. Jesús tiene conciencia de su absoluta fidelidad: ha revelado al mundo el misterio de Dios. Pero, como Él se va, ruega por sus colaboradores en la misión, es decir, por todos nosotros que, como san Felipe, hemos de seguir evangelizando. Que María Santísima, a quien san Felipe tanto amó, nos aliente para que nosotros también, con alegría y bondad, sigamos siendo portadores de la Buena Nueva. ¡Bendiciones!

Padre Alfredo.

lunes, 25 de mayo de 2020

«Creerle a Jesús»... Un pequeño pensamiento para hoy

El Evangelio de hoy (Jn 16,29-33) nos presenta un dato curioso, parece ser que los Apóstoles ya creen haber llegado a entender a Jesús: «Ahora sí nos estás hablando claro... creemos que has venido de Dios» le dicen. Pero Jesús parece ponerlo en duda: «¿de veras creen?». En efecto, él sabe muy bien que dentro de pocas horas le van a abandonar, asustados ante la apostura que toman las cosas y que llevarán a su Maestro a la muerte. Allí van a flaquearán. Jesús les quiere dar ánimos ya desde ahora, antes de que pase. Quiere fortalecer su fe, que va a sufrir muy pronto contrariedades graves. Pero la victoria es segura: «en el mundo tendrán tribulaciones, pero tengan valor, porque yo he vencido al mundo». El Señor sabe que nunca es segura nuestra adhesión a él. Sobre todo cuando se ve confrontada con las luchas que él nos anuncia y de las que tenemos amplia experiencia. ¿Hasta qué punto es sólida nuestra fe en Jesús? ¿Aceptamos también la cruz, o no quisiéramos que apareciera en nuestro camino? Nos puede pasar como a Pedro, antes de la Pascua. Todo lo iba aceptando, menos cuando el Maestro hablaba de la muerte, o cuando se humillaba para lavar los pies de los suyos. La cruz y la humillación no entraban en su mentalidad, y por tanto en su fe en Cristo. Luego maduró por obra del Espíritu, como hemos de madurar nosotros.

Estamos atravesando, definitivamente y no hay duda alguna, por momentos de cruz. La incertidumbre nos envuelve y las confusiones en los datos que escuchamos de esta pandemia están a la orden del día. Jesús nos quiere dar ánimos: ninguna dificultad, ni externa ni interna, debería hacernos perder el valor. Unidos a él, participaremos de su victoria contra el mal y el mundo. La última palabra no es la cruz, sino la vida. Y ahí encontraremos la serenidad: «para que tengan paz en mí», dice en el Evangelio. Jesús, ante la soledad en que lo dejarán sus discípulos, recurrirá a la compañía del Padre. No debemos quedar aplastados por el aparente yermo en el que esta situación nos mantiene. Ante la amenaza de este coronavirus, Cristo nos invita a activar en nuestro interior la presencia del Padre, que no lo dejó a él solo ni nos dejará a nosotros tampoco. La situación incierta que vivimos trae consigo la carga negativa del abandono, de la amenaza, del límite, de la resistencia. Para Jesús, ante las adversidades, la solución está en saber vivir la presencia interior, amigable y tierna del Padre.

Santa María Magdalena de Pazzi, la santa virgen de la Orden del Carmelo, que hoy celebramos en la Iglesia; en Florencia, Italia, llevó una vida de oración escondida en Cristo, orando con empeño por la reforma de la Iglesia ante muchas adversidades que atravesaba el mundo en aquellos años, y habiendo sido distinguida por Dios con muchos dones, dirigió de un modo excelente a sus hermanas religiosas. Vivió en medio de muchas adversidades, empezando por una misteriosa enfermedad que los médicos declararon incurable. Luego le fueron impresos para siempre en el alma los estigmas invisibles y recibió del mismísimo Jesús un anillo que sellaba su místico desposorio con él. Fue llamada a la ardua empresa de la renovación de la Iglesia, cosa que le repugnaba, pero fue preciso obedecer. Escribió algunas cartas, mientras estaba arrobada su mente, al sumo Pontífice y a otros prelados, hablándoles de renovación. Tuvo muchos éxtasis de amor a Dios, pero también un largo período de padecimientos que se prolongó hasta su muerte. La vida es así, entre luces y sombras vamos descubriendo que el Padre nos ama, como lo asegura Jesús. El camino del crucificado nos muestra cuán débiles son nuestras opciones y cuán grande la infinita misericordia de nuestro Padre Dios. Que María Santísima nos ayude, como ayudó a Santa María Magdalena de Pazzi a asumir la divina voluntad y a vencer las adversidades para alcanzar el cielo. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 24 de mayo de 2020

«La Ascensión del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy

La ascensión del Señor resucitado a la gloria de Dios sólo se describe en el Nuevo Testamento como un suceso visible al final del evangelio de san Lucas y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles. Pero san Lucas ha condensado en una imagen de gran plasticidad lo que proclaman todos los escritores del Nuevo Testamento: que el Señor resucitado fue asumido en la forma existencial de Dios y desde ella está al lado de su Iglesia. Su narración es artísticamente destacada y teológicamente cierta hablando de algo que trasciende la historia, porque el Señor está vivo y resucitado a la derecha del Padre. La muerte de Jesús sí que es un hecho pasado que encaja en la historia, porque Jesús ya no vuelve a morir. Pero su resurrección es de una actualidad inmarcesible. Jesús sigue vivo y con nosotros según su promesa. La resurrección de Jesús no ha pasado, no pertenece al pasado, sino que es perennemente presente y actual. Jesús vive, está vivo, está presente, está con nosotros. El momento subraya la glorificación de Cristo Resucitado. La liturgia de este día, para la Misa, nos pone en el Evangelio las palabras finales del escrito inspirado de san Mateo (Mt 28,16-20). La Ascensión del Señor no significa su partida para no volverá estar con nosotros. Cristo permanece con nosotros «siempre hasta la consumación del mundo». Decía la beata María Inés Teresa que «hasta que se clausuren los siglos y comience la eternidad». Hemos de vivir la certeza de que Él «está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo».

La Ascensión el Señor nos recuerda que Él está, pero de otro modo diverso a cuando estuvo en la tierra. El hecho aparece no como una ausencia de Jesús que haría legítima su tristeza, sino como una modificación de su presencia. Jesús se hace inmediatamente presente a los que ama, y se une a ellos allí donde ellos son justamente ellos mismos, se hace interior a ellos. Y, por otra parte, se hace simultáneamente presente a todos, sin limitaciones espacio-temporales. Así, el misterio de Jesús aboliendo ciertas formas de presencia corporal para tener junto a nosotros una presencia más interior y más universal, es a la vez el sentido de una experiencia humana vivida y la promesa de que esta experiencia será salvada y colmada para los que la vivan en la fe. La Ascensión de Cristo es también nuestra elevación. En la Pascua celebrábamos la resurrección de Cristo y la nuestra; hoy, su exaltación y la nuestra: él es totalmente para nosotros, sus discípulos­–misioneros. Los cristianos fuimos incorporados a él por el bautismo. La segunda lectura de hoy (Ef 1,17-23) lo afirma claramente: «la extraordinaria grandeza de su poder (del Padre) para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha». Con su ascensión, Cristo nos deja una gran tarea, la de ir al mundo y hacer discípulos. Ese es el encargo que recoge san Mateo y del cual nos quiere contagiar. Y es también el que transmite san Lucas, que empieza los Hechos describiendo la ascensión, para centrarse enteramente en la predicación de Pedro y Pablo y los apóstoles. El mundo es nuestra responsabilidad y los hombres son nuestros interlocutores. La Iglesia no es un círculo de creyentes, sino un movimiento de acercamiento a todos para que puedan creer. Lo importante de la Iglesia no es ella mismo, sino Jesús, y la misión confiada por Jesús. Y esa misión es evangelizadora, animadora, motivadora.

Estamos atravesando una situación de vida nunca antes vista por nuestras generaciones, nos encontramos sumergidos en medio de una pandemia. Como ha dicho el Papa Francisco en uno de sus mensajes para esta solemnidad de la Ascensión del Señor: «Con esta situación inimaginable siento esta fiesta de la Ascensión más rica de sugerencias para el camino y la misión de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia». Tenemos nuevas formas de evangelizar, de vivir la fe, de transmitirla con el testimonio de vida en nuestras redes sociales. ¿Qué mensajes enviamos?... ¿Qué fotografías publicamos?... ¿Qué lenguaje utilizamos? ¿Qué hacemos en y con la Iglesia desde las redes sociales? ¿Participamos en la misión de la Iglesia? ¿En qué colaboramos con nuestra parroquia desde casa? ¿Estamos activos en nuestra vida de fe? ¿Cómo profesamos nuestra fe? «Cuando Cristo dejó a los Apóstoles —subraya el Papa— en vez de quedarse tristes, volvieron a Jerusalén “con gran alegría”». Este tiempo de confinamiento, de ver la vida y vivirla de manera diversa, es escuela para volver a la nueva normalidad con esa alegría de los hijos de Dios que nos alegramos de que Cristo ascienda a los cielos llevando nuestras súplicas, planes y proyectos al Padre y al mismo tiempo se haya quedado con nosotros. María Santísima se sentiría inundada de alegría con el hecho de la Ascensión de su Hijo, que Ella nos ayude a que no nos quedemos parados mirando al cielo, sino que actuemos haciendo vida nuestra fe en el Resucitado que hoy asciende al Cielo. ¡Bendecido domingo de la Ascensión del Señor!

Padre Alfredo.

sábado, 23 de mayo de 2020

«Pedir»... Un pequeño pensamiento para hoy

Pedir es una actitud muy común entre todos los seres humanos: pedimos favores, pedimos excusas, pedimos servicios, pedimos dinero cuando nos hace falta, pedimos responsabilidad a nuestros gobernantes, pedimos seguridad, pedimos pequeños servicios. Hoy, en el Evangelio, tomado de san Juan (Jn 16,23-28) en el marco de los discursos de despedida de Jesús durante su última cena, el Señor nos dice que pidamos seguros de que vamos a recibir. Que pidamos al Padre en su nombre, es decir, por mediación suya, confiándonos en sus méritos, que son los del Hijo muy amado de Dios, que entregó su vida para cumplir la voluntad del Padre dándonos la salvación. Pero hoy, en medio de una situación mucho muy adversa, no falta quién se cuestiona: ¿Para qué pedirle a Dios, si no conseguimos nada? ¿Para qué rezar, si a veces se siente un muro de soledad al alrededor? Es que hay que pedir con fe y hay que pedir lo que conviene.

Claro que vale la pena pedirle a Dios en estos días, como ha valido la pena siempre, pues sólo se ve la luz en medio de la oscuridad cuando miramos hacia delante, cuando descubrimos que Cristo pasó antes que nosotros por la prueba de la cruz, y ahora está con Dios Padre, y nos espera, y nos prepara un lugar. Hay que pedir, sobre todo, que como discípulos–misioneros no nos dejemos aplastar por el desaliento, la angustia y el miedo que en estos días de pandemia nos puede aquejar. Toca a Dios decidir si nos concede lo que pedimos desde lo más profundo del corazón. Pero incluso cuando no llega el regalo que pedimos de forma inmediata —como lo esperaríamos ahora en que milagrosamente acabara de una vez por todas esta pandemia en un abrir y cerrar de ojos—, no nos faltará el consuelo de saber que estamos en sus manos. ¿No es eso ya vivir en gracia seguros de que nuestra petición ha sido escuchada? Cristo nos asegura que el Padre escucha siempre nuestra oración. Pero hemos de comprender que no se trata tanto de que él responda a lo que le pedimos. Somos nosotros los que en este momento respondemos a lo que él quería ya antes. La oración de súplica y petición es como entrar en la esfera de Dios. De un Dios que quiere nuestra salvación, porque ya nos ama antes de que nosotros nos dirijamos a él. Como cuando salimos a tomar el sol, que ya estaba brillando. Como cuando entramos a bañarnos en el agua de un río o del mar, que ya estaba allí antes de que nosotros pensáramos en ella. Al entrar en sintonía con Dios, por medio de Cristo y su Espíritu, nuestra petición coincide con la voluntad salvadora de Dios, y en ese momento ya es eficaz.

San Juan Bautista de Rossi nació en 1698, cerca de Génova, Italia. Cuando era adolescente, llegó a su pueblo un matrimonio muy piadoso para vacacionar unos días. Ellos notaron la piedad del jovencito, por lo que pidieron permiso a sus padres para llevarlo a su casa en Génova para que estudiara. A la casa de este matrimonio iban frecuentemente de visita los padres capuchinos a pedir ayuda para los pobres. Éstos recomendaron al muchacho para que estudiase en Roma. En el Colegio Romano hizo estudios con gran aplicación, ganándose la simpatía de sus profesores y compañeros y fue ordenado sacerdote a los 23 años. Los primeros años de su sacerdocio no se atrevía casi a confesar porque le parecía que no sabría dar los debidos consejos. Pero un día un santo obispo le pidió que se dedicara por algún tiempo a confesar en su diócesis y él le pidió a Dios que le diera lo necesario para ser un buen confesor a pesar de su propia miseria. Allí descubrió que este era el oficio para el cual Dios lo tenía destinado. Al volver a Roma le dijo a un amigo: «Antes yo me preguntaba cuál sería el camino para lograr llegar al cielo y salvar muchas almas. He descubierto que la ayuda que yo puedo dar a los que se quieren salvar es confesarlos. Es increíble el gran bien que se puede hacer en la confesión». El 23 de mayo de 1764, sufrió un ataque al corazón y murió a los 66 años. Su pobreza era tal, que el entierro tuvieron que costeárselo de limosna. A su funeral asistieron 260 sacerdotes, un arzobispo, muchos religiosos y un inmenso gentío. La misa de réquiem la cantó el coro pontificio de la Basílica de Roma. Dice Jesús en el Evangelio: «Yo les aseguro: cuanto pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá». Sepamos pedir y esperemos que el Señor nos conceda lo que nos conviene y hagámoslo siempre que podamos, por intercesión de la Santísima Virgen María. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 22 de mayo de 2020

«No perder la esperanza»... Un pequeño pensamiento para hoy

Quiero empezar mi reflexión con un cuento que ahora narro: «Un día, el sol desapareció por completo del cielo y empezó a llover con tanta fuerza, que el agua inundó y arrasó por completo la Tierra. Se escuchó un ruido atronador y los animales, las personas y todo tipo de enseres, aparecieron en unos minutos flotando por el agua, haciendo que en la tierra reinara un verdadero caos. Pero hubo algo que sobrevivió a tanta desgracia y calamidad: la esperanza. La esperanza fue la única que no se dejó vencer por la desolación, y empezó a buscar la manera de salir de allí con vida. Les dijo a las personas que se agarraran a tablones y ramas de los árboles y les gritó, animándolas, para que sacaran las fuerzas que ya no tenían. —¡Aquí, vengan aquí!— motivaba e indicaba llevándolas a los lugares más seguros. En medio de la tristeza y la desolación, la esperanza llamó a la solidaridad, que cuidó de los niños perdidos, ancianos y animales desvalidos. Más adelante, apareció la experiencia y, como no era la primera vez que vivía algo tan duro, supo indicar a todos lo que debían hacer, y dónde debían dirigirse para ponerse a salvo. Poco a poco, la solidaridad y la experiencia fueron venciendo al caos y la desolación, y aunque todos estaban muy tristes, lograron vislumbrar un rayo de sol gracias a la esperanza y poco a poco fue volviendo la alegría».

Hoy el Evangelio (Jn 16,20-23) subraya una frase que ayer ya mencionaba: «Les aseguro que ustedes llorarán y se entristecerán, mientras el mundo se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero su tristeza se transformará en alegría». Jesús dijo esto la víspera de morir, cuando las cosas se ponían más y más difíciles. Podemos, en ese contexto, imaginamos muy bien la tristeza de los discípulos en la ausencia de Jesús, por su muerte que ya veían inminente. No solamente los Apóstoles, sino la comunidad de creyentes, ante esto, se encontraba en el mundo sin el apoyo externo de Jesús, expuesta a los ataques, la tristeza, las acusaciones y el desconcierto, es decir, faltaba la esperanza. Así, el evangelista contempla con una sola mirada, la situación de los discípulos en la muerte de Jesús y la situación de los cristianos de todos los tiempos. «Su tristeza se convertirá en alegría» les dice Jesús llenándoles de esperanza y, cuando Jesús ya este resucitado, el mismo evangelista nos dirá: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20). Nada había cambiado en las circunstancias externas —el mal o la desgracia seguían y siguen existiendo, desgraciadamente, como ahora por la pandemia— y sin embargo la tristeza, no sólo para ellos, sino para todo discípulo­–misionero, se ha cambiado en gozo. Una alegría que brota misteriosamente como una fuente en el desierto.

Celebramos a una santa que pasó de la tristeza a la alegría llena de esperanza. Fue una hija obediente, una esposa fiel y maltratada, fue madre, luego viuda y finalmente religiosa, estigmatizada y ahora una santa incorrupta. Santa Rita lo experimentó todo pero llegó a la santidad porque en su corazón reinaba Jesucristo. ¡Qué importante es nunca perder la esperanza! Santa Rita nació cerca del pueblito de Cascia, cerca de Asís, en la Umbría Italiana. Su vida comenzó en tiempo de guerras, terremotos, conquistas y rebeliones. Los problemas del mundo parecían más grandes que lo que la política y los gobiernos pudieran resolver. Santa Rita es conocida como la santa de lo imposible, porque nunca perdió la esperanza, por sus impresionantes respuestas a las oraciones y por los notables sucesos de su propia vida. A pesar de que quería ser monja, cuando tenía 14 años​ la casaron con un hombre llamado Paolo Mancini. Con su esposo tuvo un mar de sufrimientos, pero se consolaba en la oración y le devolvió su crueldad con bondad, logrando su conversión a Cristo con el paso de los años y veló por sus hijos gemelos. Ya después al enviudar, pudo ser religiosa como ella quería. Santa Rita falleció un 22 de 1457 a los 76 años. La gente se agolpó al convento a despedirla. Innumerables milagros tuvieron lugar a través de su intercesión, y la devoción hacia ella se extendió a lo largo y a lo ancho. Que Santa Rita que tanto amó a María, a quien conocemos como Nuestra Señora de la Esperanza, nos ayude a mantener viva esta virtud. ¡Bendecido viernes!



Padre Alfredo.

jueves, 21 de mayo de 2020

«Ver, no ver, volver a ver»... Un pequeño pensamiento para hoy

El tono de la lectura del Evangelio de este día (Jn 16,16-20) está impregnado del mismo espíritu de despedida de Jesús, que, por otra parte, llena todo el discurso de la última cena y que hemos estado escuchando en estos días de esta sexta semana de Pascua. Los apóstoles no entienden de momento las palabras de Jesús: «dentro de poco ya no me verán», que luego ya se darían cuenta que se referían a su muerte inminente, «y dentro de otro poco me volverán a ver», esta vez con un anuncio de su resurrección, que más tarde entenderían mejor. Ante esta próxima despedida por la muerte, Jesús les dice que «ustedes llorarán y se lamentarán, y el mundo se alegrará». Pero no será ésa la última palabra: Dios, una vez más, va a escribir recto con líneas que parecen torcidas y que conducen al fracaso. Y Jesús va a seguir estando presente, aunque de un modo más misterioso, en medio de los suyos. Pero con todo esto, uno se pone a pensar que las aparentes ausencias de Jesús en nuestros tiempos, nos afectan también muchas veces a nosotros que lo sabemos vivo y resucitado. Y provocan que algunos se sientan como en la oscuridad de la noche y en el eclipse de sol. Así está pasando en estos días de la pandemia. Sumergidos en medio de la tecnología, es difícil pensar que un episodio dramático como este coronavirus que nos ha golpeado, pueda determinar y cambiar nuestras vidas.

La cultura digital nos lleva a ir más allá del espacio y el tiempo y nos permite sentir al Señor cerca aunque de momento parece que no se vea. La pandemia nos ha hecho comprender la necesidad de vivir de una manera diversa la experiencia de la fe. Me impresionó mucho que alguien me dice que en el Rosario que rezamos en Facebook todas las noches a las 9:00 están conectadas a mi muro más de 400 personas. Jesús visible no está, pero nos congrega en un encuentro virtual a muchos para proclamar nuestra fe y compartir el testimonio vivo de la caridad bajo la mirada de María. El virus ha demostrado lo fundamental que es para nosotros estar juntos y redescubrir lo que muchos habían perdido. Todo lo que pertenece a la vida humana también pertenece a la dimensión de la fe y la evangelización y por eso esta pandemia que nos atañe a todos nos hace aumentar nuestra fe. Sólo la fe nos asegura que la ausencia de Jesús es presencia, misteriosa pero real. También a nosotros, como a los apóstoles, nos resulta cuesta arriba entender por qué en el camino de una persona —sea Cristo mismo, o nosotros— tiene que entrar la muerte o la renuncia o el dolor como nos muestra esta pandemia. Nos gustaría una Pascua sólo de resurrección. Pero la Pascua la empezamos ya a celebrar el Viernes Santo, con su doble movimiento unitario: muerte y resurrección. Hay momentos en que «no vemos», y otros en que «volvemos a ver». Como el mismo Cristo, que también tuvo momentos en que no veía la presencia del Padre en su vida: «¿por qué me has abandonado?».

Hoy celebramos la memoria de varios mártires mexicanos. Ellos son Cristobal Magallanes y compañeros mártires. Veinticinco hombres que, en medio de la era de la persecución cristera, entregaron sus vidas a Cristo antes que renunciar a la fe. Los mártires mexicanos han sido modelo para tantos otros cientos de miles, millones de cristianos aplastados en nuestro siglo por la persecución en cualquiera de sus formas. La respuesta de aquellos católicos admirables, que con su sangre siguieron escribiendo los Hechos de los apóstoles en América es un legado que nos ha de animar a seguir adelante dando la vida a Cristo aún en los momentos en que todo parece estar oscuro, invadido de nublazón como el tiempo que ahora vivimos en que no comprendemos del todo lo que está sucediendo. San Juan Pablo II, en la Misa de canonización de estos santos, dijo en la homilía que los verdaderos seguidores y discípulos de Jesús son aquellos que cumplen la voluntad de Dios y que están unidos a Él mediante la fe y la gracia. Así queremos estarlo nosotros en medio de esta adversidad de un virus microscópico que amenaza nuestras vidas. Estamos firmes en la fe y buscamos la manera de seguir creciendo en gracia. Nuestras vidas están en las manos de Dios. Que San Cristobal Magallanes, sus compañeros mártires y María Santísima a quien invocamos día a día en el rezo del Santo Rosario nos ayuden. ¡Viva Cristo Rey! ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.

miércoles, 20 de mayo de 2020

«San Bernardino de Siena»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy quiero hablar de Bernardino Albizzeschi —conocido como San Bernardino de Siena— el santo que el día de hoy celebra la Iglesia y que me parece que todos debemos conocer más a fondo. Bernardino nació en 1380 como hijo de la familia noble de Albizeschi en Massa Marittima en la Toscana italiana. Su padre fue gobernador de esta ciudad. En la ciudad de Siena, estudió derecho y con la aparición de la peste hacia el 1400, trabajó en el hospital de Santa María della Scala abandonando la vida de reclusión y oración que ya había abrazado. Apoyado por diez compañeros, se echó a cuestas la dirección del hospital y, a pesar de su juventud, Bernardino hizo frente exitosamente a la tarea, pero su dedicación incansable y heroica a esta tarea quebrantó su salud de tal manera que jamás logró recuperarse por completo. En el año 1402 o 1404, entró en la Orden Franciscana de la observancia donando todos sus bienes a los pobres. Fue ordenado sacerdote el 8 de septiembre de 1404. Alrededor de 1406, mientras predicaba en Alejandría, en el Piamonte, predijo que su manto descendería sobre un hombre que le escuchaba en ese momento y que esa persona volvería a Francia y España dejando a Bernardino la tarea de evangelizar el resto de los pueblos italianos. Derivado de esto, se dedicó a predicar diario hasta el día de su muerte.

A partir de entonces varias ciudades se disputaban el honor de escucharlo, viéndose él obligado a predicar en los mercados, ante auditorios de más de 30,000 personas. Paulatinamente Bernardino fue ejerciendo cada vez mayor influencia en las turbulentas y lujosas ciudades italianas. Pio II, que en su juventud quedó más de una vez fascinado por la elocuencia de Bernardino, describía cómo el santo era escuchado como si se tratara de otro San Pablo, y Vespasiano de Bisticci, un biógrafo renombrado de Florencia, comenta que a través de sus sermones Bernardino «limpió a toda Italia de la gran cantidad de pecados de que adolecía». Se cuenta que los penitentes acudían a la confesión «como hormigas». Sus sermones sirvieron de modelos de predicación para muchos oradores en los siglos siguientes. Recorrió todo Italia a pie, predicando. Cada día predicaba bastantes horas y varios sermones. A todos y siempre les recomendaba que se arrepintieran de sus pecados y que hicieran penitencia por su vida mala pasada. Atacaba sin compasión los vicios y las malas costumbres e invitaba con gran vehemencia a tener un intenso amor a Jesucristo y la Virgen María.

Algunos envidiosos acusaron a fray Bernardino ante el Papa diciendo que diciendo que recomendaba supersticiones. El Papa le prohibió predicar, pero luego lo invitó a Roma y lo examinó delante de los cardenales y quedó tan conmovido que le dio orden para que pudiera predicar por todas partes. Durante 80 días predicó en Roma e hizo allí 114 sermones con enorme éxito. El Papa quiso nombrarlo arzobispo, pero el santo no se atrevió a aceptar. Entonces lo nombraron superior de los franciscanos, porque era el que más vocaciones había conseguido para esa comunidad. Dejándose guiar siempre por el Espíritu Santo, como sugiere el Evangelio de hoy (Jn 16,12-15) fue un gran predicador hasta sus últimos días. Se conservan 45 sermones que predicó en Siena. En 1444, mientras viajaba por los pueblos predicando, con muy poca salud pero con un inmenso entusiasmo, se sintió muy débil y al llegar al convento de los franciscanos en Aquila, murió santamente el 20 de mayo. Que san Bernardino, con su gran elocuencia y María Santísima, a quien tanto amó, nos ayuden a nosotros también para que no nos cansemos de anunciar la Buena Nueva. La historia cuenta que cuando murió san Bernardino, en su sepulcro, se obraron numerosos milagros y el Papa Nicolás V ante la petición de todo el pueblo, lo declaró santo en 1450 a los 6 años de haber muerto. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 19 de mayo de 2020

LETANÍAS DE LOS DOLORES DE MARÍA SANTÍSIMA...

Señor, ten piedad de nosotros.
Cristo, ten piedad de nosotros.
Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos.

Dios, Padre celestial, ten piedad de nosotros.
Dios, Hijo, Redentor del mundo, ten piedad de nosotros.
Dios, Espíritu Santo, ten piedad de nosotros.
Santa Trinidad y un solo Dios, ten piedad de nosotros.

Santa María
Ruega por nosotros

Santa Madre de Dios
Ruega por nosotros

Santa Virgen de las Vírgenes
Ruega por nosotros

Madre crucificada
Ruega por nosotros

Madre dolorosa
Ruega por nosotros

Madre lacrimosa
Ruega por nosotros

Madre afligida
Ruega por nosotros

Madre abandonada
Ruega por nosotros

Madre desolada
Ruega por nosotros

Madre privada de Hijo
Ruega por nosotros

Madre traspasada por la espada
Ruega por nosotros

Madre abrumada de dolores
Ruega por nosotros

Madre llena de angustias
Ruega por nosotros

Madre clavada a la cruz en su corazón
Ruega por nosotros

Madre tristísima
Ruega por nosotros

Fuente de lágrimas
Ruega por nosotros

Cúmulo de sufrimientos
Ruega por nosotros

Espejo de paciencia
Ruega por nosotros

Roca de constancia
Ruega por nosotros

Ancora del que confía
Ruega por nosotros

Refugio de los abandonados
Ruega por nosotros

Escudo de los oprimidos
Ruega por nosotros

Derrota de los incrédulos
Ruega por nosotros

Consuelo de los míseros
Ruega por nosotros

Medicina de los enfermos
Ruega por nosotros

Fortaleza de los débiles
Ruega por nosotros

Puerto de los náufragos
Ruega por nosotros

Apaciguadora de las tormentas
Ruega por nosotros

Auxiliadora de los necesitados
Ruega por nosotros

Terror de los que incitan al mal
Ruega por nosotros

Tesoro de los fieles
Ruega por nosotros

Inspiración de los profetas
Ruega por nosotros

Sostén de los apóstoles
Ruega por nosotros

Corona de los mártires
Ruega por nosotros

Luz de los confesores
Ruega por nosotros

Flor de las vírgenes
Ruega por nosotros

Consuelo de las viudas
Ruega por nosotros

Alegría de todos los Santos
Ruega por nosotros

Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo,
perdónanos Señor

Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo
escúchanos Señor

Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo
ten piedad de nosotros.

Oración:

Oh Dios, en cuya Pasión fue traspasada de dolor el alma dulcísima de la gloriosa Virgen y Madre María, según la profecía de Simeón; concédenos propicio, que cuantos veneramos sus dolores y hacemos memoria de ellos, consigamos el feliz efecto de tu sagrada Pasión. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

«Dejarse guiar por el Espíritu»... Un pequeño pensamiento para hoy

Está claro, en el Evangelio de hoy (Jn 16,5-11) que nuestro Señor no quiere dejar sin la presencia del Espíritu a la humanidad, en especial a todos los que han creído en el mensaje de su anuncio. Hoy en la perícopa que tenemos, Jesús promete que apenas se vaya enviará al Protector, que es el Espíritu, el que será encargado de hacer justicia y dinamizar el encuentro con el Padre para todos aquellos que de una manera u otra lo buscan con un corazón sincero. El Espíritu será capaz de una vez por todas de identificar y destruir al Maligno y realzar el proyecto del Reino que a ratos parece opacado. El legado que deja Cristo a toda la humanidad no puede ser nada mejor que la presencia de ese don gratuito que es el Espíritu; que se hace presente entre las personas que lo activan haciéndose conscientes de su filiación de Dios.

El discípulo–misionero sabe que ha de ser valiente y no temer al Maligno porque ya éste ha sido derrotado por Jesús con la redención. Él nos enseñó a hacernos hijos de Dios entregando la propia vida, no acaparando nada para sí mismo, sino destruyendo el egoísmo y apoyándonos en la fuerza del Espíritu. Cuando se entiende la acción del Espíritu Santo como Defensor en nuestras vidas, entonces ya no existe ninguna posibilidad de caer en una tentación que nos aparte del Reino. Jesús es consciente de la misión que se le ha encomendado: dar testimonio del Padre. Toda su acción y sus palabras son la expresión de la voluntad de Dios. Después de su muerte, los discípulos continúan su obra bajo la dirección del Espíritu. Ellos saben que continuar la obra no es repetir milimétricamente los gestos de Jesús. La repetición, la imitación, constituyen una acción puramente exterior. Los discípulos se abren al Espíritu del Resucitado para que los transforme y los configure con el Hijo. De este modo, su acción y sus palabras se convierten en una fuerza creativa que actualiza la presencia de Jesús en nuestra historia humana. Eso es lo que sucede con las vidas de los santos, así van haciendo presente el reino dejándose guiar por el Espíritu.

Hoy celebramos a san Pedro Celestino V, Papa, un buscador de Dios desde jovencito. Su nombre de pila fue Pedro Angeleri de Morone. Nacido en una familia campesina en Isernia en 1215, atraído por la vida monástica, ingresó en la Orden benedictina. A los 24 años se convirtió en sacerdote, pero pronto eligió la vida eremítica en Los Abruzos italianos. La oración, la penitencia y el ayuno marcaban sus días de ermitaño. Pronto se extendió su fama como hombre de Dios y llegaban a él gentes de todas partes, para recibir consejos y sanaciones. A todos les indicaba la conversión del corazón como camino hacia la paz, en un momento histórico desgarrado por tensiones, conflictos —incluso dentro de la Iglesia— y epidemias de peste. Inesperadamente a los 73 años de edad, en medio de todo eso, fue elegido Papa. La Iglesia llevaba nada menos que dos años sin Papa. Al ser nombrado Pontífice, se puso el nombre de Celestino V. Imitando a Jesús, entró montado en un burro. Tras bajarse, los cardenales lo recibieron con alegría, pero en lugar de irse al Vaticano, se marchó a Nápoles y mandó construir una cabaña para vivir mejor en soledad. Al no tener experiencia diplomática y dejándose llevar por la acción del Espíritu Santo presentó su renuncia. Duró en el Papado tan sólo 5 meses. Así es la vida de los santos, no dejarse guiar más que por el Espíritu Santo, que va dirigiendo la vida para hacer la voluntad de Dios. Que su intercesión y la de María Santísima nos ayuden a nosotros también a dejarnos guiar por el Espíritu Santo. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.