Hemos terminado el primer mes del año y empezamos éste, que es el más corto de todo el año, en esta ocasión con un día más porque es bisiesto. Me encontré por allí una frase que decía: «El tiempo pasa tan de prisa, que el alma no tiene tiempo de envejecer» y eso me parece una gran verdad. Con razón la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento hablaba de «juventud acumulada» y por eso los santos son siempre tan alegres a cualquier edad de sus vidas y son siempre fecundos espiritualmente. Hoy quiero hablar de un beato, sacerdote salesiano italiano, cuya obra se desarrolló mayormente en la población colombiana de Agua de Dios, en donde estuvo trabajando con los leprosos, causa a la que consagró su vida. Fue beatificado el 14 de abril de 2002 por el papa Juan Pablo II. Se trata de el beato Luis Variara que nació en Viarigi en la provincia de Asti el 15 de enero de 1875 en una familia profundamente cristiana. Su papá había escuchado a Don Bosco en 1856 cuando éste fue al pueblo a predicar una misión. Decidió llevar a Luis a Valdocco para continuar allí sus estudios. San Juan Bosco murió cuatro meses después de su llegada. Pero lo que Luis aprendió de él en esos contados días, fue suficiente para dejarle una marca para toda la vida. Cuando finalizó sus estudios secundarios, solicitó ser Salesiano. Entró al noviciado y luego hizo sus estudios de filosofía en Valsalice, donde conoció a Andrés Beltrami —a la fecha Venerable— y se quedó impresionado por la alegría con que Beltrami enfrentó los sufrimientos de su enfermedad. En 1894 el Padre Unia —un famoso misionero de los leprosos en Agua de Dios— fue a Valsalice a elegir un clérigo que pudiera encargarse de los jóvenes leprosos. Fijando su vista en Variara, entre los otros 188 que tenían la misma intención, él dijo: «Este es mío».
Luis llegó a Agua de Dios el 6 de agosto de 1894. La misión contaba con 2000 personas, de las cuales 800 eran leprosos. La alegría y la fe se unieron en el corazón de este santo varón y aprendiendo de Jesús, que había preguntado a sus Apóstoles: «¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe?» (Mc 4,35-41) se lanzó a la aventura en el nombre del Señor a vivir entre los leprosos. Al llegar, Luis Variara se convirtió en la vida y alma de los que allí vivían, especialmente los niños. Organizó una banda, y alegró la vida de la gente con fiestas sorpresivas. En 1895, el Padre Unia murió y Luis quedó solo con otro sacerdote, el Padre Crippa. En 1898 fue ordenado sacerdote y se convirtió en un excelente director espiritual. En Agua de Dios las Hermanas de la Providencia habían creado la Asociación de Hijas de María, un grupo de unas 200 niñas. Él era su confesor. Identificó a algunas en el grupo que estaban llamadas a la vida religiosa. Así nació un valiente proyecto —algo único en la Iglesia— un Instituto al que se le permitiera aceptar el ingreso de aquéllos que tuvieran lepra. Inspirado por la espiritualidad del Padre Beltrami, desarrolló el carisma Salesiano de sacrificio y fundó la Congregación de «Hijas de los Sagrados Corazones de Jesús y María», que hoy cuenta con 600 mujeres religiosas.
Después, por algún tiempo, debido a que el padre Luis no fue comprendido completamente por haber hecho esa fundación que le marcó el inicio de una vida turbulenta de incomprensiones, fue enviado a Bogotá, Mosquera y Barranquilla con el fin de alejarlo del campo de su misión entre los enfermos de lepra, por fin fue transferido a su último sitio en Táriba, una población de Venezuela cerca de la frontera con Colombia, pero, al verlo muy enfermo, a los apenas 48 años de edad, lo trasladaron a Cúcuta no sólo porque allí residía una familia italiana conocida que lo pudiera atender, sino porque fue deseo del beato morir en Colombia, la tierra que lo vio luchar y de la que no se alejó desde que llegó siendo un muchacho. Murió el 1 de febrero de 1923. Sepultado en Cúcuta, sus restos fueron transferidos posteriormente a Agua de Dios, a la capilla de la Casa Madre del Instituto por él fundado. San Juan Pablo II lo beatificó el 14 de abril de 2002. Que este humilde y alegre sacerdote, enamorado de María, como debemos estarlo todos, nos alcance del Señor el dejar un legado como el del padre Luis de quien han quedado sus cartas dirigidas a las hermanas, que constituyen además un rico contenido del género epistolar y que evidencian la profundidad y seriedad con la que aquel jovencito italiano alegre y lleno de fe, asumió la cultura del lugar a donde llegó y sin miedo se lanzó a una aventura que dejó una herencia espiritual que aún subsiste y con muchos frutos. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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