Hoy 3 de febrero, celebramos, entre los santos, a un gran misionero que es el santo patrono de Escandinavia: San Oscar de Bremen que pasó de ser monje a ser el primer arzobispo de Hamburgo y después de Bremen. En el año 822 —según nos cuenta la historia— el joven monje Óscar fue uno de los fundadores del monasterio de Corvey en Sajonia, dependiente de la abadía de Corbie. Allí fue formador de los monjes que se dedicaban a la evangelización. Teología, latín, liturgia, sobre todo era lo que les impartía. Viviendo muy feliz como monje en su monasterio, este santo varón fue mandado por el Papa Gregorio IV a ayudar al rey Harald Klak a cristianizar Dinamarca y con el rey Björn på Håga para convertir al cristianismo a Suecia. Oscar inició una misión religiosa en todos los países eslavos y escandinavos (Dinamarca, Suecia y Noruega), siendo designado arzobispo de Hamburgo en el año 832. Sin embargo, Suecia y Dinamarca restituyeron el paganismo en el 845 y Oscar hubo de repetir todo su trabajo. Después frustró otra rebelión pagana y fue reconocido como un santo luego de que muriera agotado de tanto misionar, imitando a Jesús y de tanto trabajar por extender el reino de Cristo sobre todo en la ardua tarea de la conversión de los paganos.
Al ver la vida de San Oscar de Bremen, no puede negarse que conocía muy bien el Evangelio y buscaba hacerlo vida. Imagino cómo resonaría en su corazón el pasaje que hoy nos presenta el Evangelio (Mc 5,1-20) y como recrearía en sus meditaciones las situaciones que en esta narración se mezclan entre rasgos populares, pintorescos y no carentes de cierto humorismo que le animaban a seguir adelante en la misión que le había encomendado con tanta confianza el Papa; cómo leería este y otros pasajes con ojos penetrantes y con el deseo de descubrir allí un mensaje —y es ésta sin duda la intención de cada uno e los evangelistas—, entonces el relato le iba revelando, como a nosotros ciertos detalles sorprendentes y ricas intuiciones teológicas que le llevaban a ponerlo en práctica. El relato me hace pensar también en San Oscar y su tarea misionera porque Jesús se encuentra en tierra de gentiles. El Señor, acompañado de sus Apóstoles —como seguramente iría San Oscar acompañado de sus misioneros— después de haberse viene a perseguir al mal en una tierra en la que reina como dueño y señor.
¡Cuánto bien haría este santo misionero! Y además, cuántos quisieran haberlo seguido y definitivamente tuvo que hacer lo de Cristo en el Evangelio, dejara a algunos entre los suyos para que allí fueran misioneros del lugar, porque seguro sucedía como en el relato evangélico cuando el poseso se ve liberado de su alienación y pide a Jesús que le conceda el privilegio de ser admitido en el círculo de los discípulos. Jesús no accedió a su petición porque necesitaba que en las tierras convertidas fueran quedando «testigos» de la fe. Por eso le enviará a su casa con una misión: la de manifestar a los suyos la misericordia divina. San Oscar vería en este pasaje en el que era la primera vez que se anunciaba la Buena Noticia en tierra de gentiles, unas palabras de aliento para seguir con la conquista de las almas para Cristo. San Oscar murió el 3 de febrero de 865 a causa de la disentería. Su labor evangelizadora fue ingente, difícil y en ocasiones chocó con el fracaso y la comodidad de los prelados o monjes, que no veían con tranquilidad la evangelización de los bárbaros del norte. El Papa Nicolás I canonizó a Oscar a pocos años después de su muerte, reconociendo su santidad y entrega por el Evangelio. En el siglo XX la Iglesia Ortodoxa reconoció su culto y a pesar de la imposición de la herejía luterana en los países nórdicos, su memoria como apóstol de Dinamarca y Suecia se conserva. Que San Oscar y la Santísima Virgen, a quien siempre llevó en su corazón como aliada en la conquista de los corazones para Cristo, intercedan para que nosotros también seamos misioneros en donde quiera que estemos. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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