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Jesús no tiene afán de convencer a quienes miden la grandeza de las personas por su capacidad de mando o de dominio pidiendo cosas raras. Jesús con sus actos siempre quiso demostrar cómo la entrega y el servicio, dentro de un marco de amor y misericordia, son los principales requisitos para saberse sus discípulos–misioneros. Él no habló de un Dios que ostenta poderío y que está del lado de los fuertes haciendo espectáculos cósmicos que dejen a todos con la boca abierta, habló de un Dios que acompaña y apoya a los débiles, a los enfermos, a los pequeños. En el siglo XIII, siete jóvenes adinerados provenientes de Florencia decidieron abandonar sus riquezas para entregarse a Cristo, su Evangelio y a la Virgen María. Más tarde fundaron la Orden de los Siervos de María, cuya memoria conmemoramos hoy 17 de febrero. Este es el único caso en la historia de la Iglesia Católica en el que siete personas fundaron una orden religiosa.
El día 15 de agosto de 1233 (fiesta de la Asunción de María) la Virgen se les apareció a estos siete varones y les pidió que renunciaran al mundo y se dediquen exclusivamente a Dios. Fue entonces que Bonfilio, Bonayunta, Amadeo, Hugo, Maneto, Sosteño, y Alejo, quienes por ese entonces conformaban una cofradía de laicos con el nombre de Laudenses, repartieron todo su dinero a los pobres y se retiraron al Monte Senario, cerca de Florencia, a rezar y a hacer penitencia. Allí construyeron una Iglesia y una ermita, en la que llevaron una vida austera. Tiempo después fueron ordenados sacerdotes por petición del Cardenal, delegado del Sumo Pontífice. Todos excepto San Alejo, el menor de ellos, que por humildad quiso permanecer siempre como hermano. La vida de cada uno de ellos fue sencilla y ordinaria, con la única señal de invitar a la conversión y a darse a los demás en ese mismo dinamismo de Cristo de amor y misericordia Qué María Santísima nos ayude a nosotros también a vivir así. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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