La expresión de Jesús, en el Evangelio de hoy, deja ver muy en claro lo que cada uno de nosotros significamos para el Señor: «Me da lástima esta gente: ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer. Si los mando a sus casas en ayunas, se van a desmayar en el camino. Además, algunos han venido de lejos» (Mc 8,1-10). Estamos ante la segunda multiplicación de los alimentos que San Marcos nos presenta en su Evangelio. Jesús multiplica el alimento en beneficio de toda la multitud que se encuentra congregada; a partir de siete panes y de unos pocos pescados, el grupo de los discípulos es capaz de alimentar a una gran multitud que necesitaba también del alimento corporal, porque fueron ellos, sus discípulos quienes distribuyeron los panes. Jesús sabe perfectamente lo que tiene que hacer. Ya había sucedido en una ocasión, pero ahora quiere involucrar a sus discípulos, quiere educarles, quiere enseñarles lo que es el compartir. El pan se parte, se reparte y da vida. La palabra se hace pan; el Señor, pan de vida eterna, se entrega; la comunidad comparte su pan y hace presente al Señor; en la actitud del cristiano que se entrega al servicio de los demás, se reconoce también al Señor. En esta segunda multiplicación de los panes se destaca más la compasión de Jesús por la multitud hambrienta y en especial por los que vienen de lejos, porque se pueden desmayar en el camino.
Pueden verse aquí los paganos, la mujer sirofenicia, el sordomudo, los invitados a participar en el convite del «pan de los hijos» en la Iglesia... este pan alcanzará para todos. Los que comieron eran unos cuatro mil. Número múltiplo de cuatro que simboliza también totalidad y universalidad. La multitud, congregada de los cuatro puntos cardinales, ha de ser servida por los discípulos. «Vayan por todas partes», les dirá Jesús después. El Evangelio ha de ser predicado en todas las naciones, a los cuatro vientos. Si han de ser generosos hasta darlo todo —sus siete panes—, han de demostrar también un amor universal —a los cuatro mil—. Por eso aprender el significado del pan en el Evangelio, es fundamental para reconocer al Señor y para vivir la vida cristiana auténtica. Lo entendieron muy bien los primeros cristianos: Lo tenían todo en común; quienes tenían, propiedades o bienes los vendían y compartían con todos, según las necesidades de cada uno (Hech 2). Tenían un solo corazón y una sola alma y nadie consideraba como propio lo que tenía sino que todo lo tenían en común (Hech 4,32).
Entre aquellos primeros cristianos que vivían así estaba el beato Onésimo, Este esclavo, muerto en el año 90, lo nombra san Pablo brevemente en una de sus cartas: «Te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo, que en otro tiempo te fue inútil, pero ahora es muy útil para ti y para mí» (Flm 10-11). Se sabe que estaba al servicio de Filemón, el líder de la ciudad de Colosas. Tenía una amistad muy íntima con Pablo porque fue uno de sus conversos. Gozaba de una buena reputación como persona amable, generosa y hospitalaria. Había cometido el pecado de haber robado a su dueño, pero lo confesó y pidió perdón y, desde entonces, ya nunca dejaría los pasos de san Pablo, el apóstol de las gentes viviendo como aquellos primeros seguidores de Cristo, compartiéndolo todo y viendo por los más necesitados. Volvió de nuevo a casa de Filemón y éste lo aceptó como a un verdadero hermano, ya que san Pablo lo nombró de nuevo en la carta a los colosenses: «En cuanto a mí, de todo os informará Tíquico, el hermano querido, fiel ministro y consiervo en el Señor, a quien os envío expresamente para que sepáis de nosotros y consuele vuestros corazones. Y con él a Onésimo, el hermano fiel y querido compatriota vuestro. Ellos os informarán de todo cuanto aquí sucede» (Col. 4;7-9). Todo el resto de su vida es un tanto desconocido. Sin embargo, autores de la solvencia y garantía como san Jerónimo, afirman que Onésimo llegó a ser predicador de la Palabra de Dios, y algo más tarde fue consagrado obispo, posiblemente de Berea en Macedonia, y su anterior dueño fue también consagrado obispo de Colosas. Lo que realmente impactó a este beato fue la visita que le hizo a san Pablo cuando estaba encarcelado en Roma, en las prisiones Mamertinas, en el mismo Foro romano que hoy día se pueden ver. Este encuentro le dejó el alma tan llena, tan feliz y tan impresionada por la actitud de Pablo prisionero por Cristo, que fue el origen de su verdadera conversión a la fe de Cristo para toda su vida. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre y del beato Onésimo, la gracia de vivir como verdaderos hijos de Dios compartiendo los bienes que el Señor nos ha dado. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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