Con origen en el latín «perfectus», la palabra perfecto describe a la cosa, organismo o individuo que reúne «el más alto nivel posible de excelencia» en relación con los demás elementos de su misma especie o naturaleza. Si algo es perfecto, no hay posibilidades de hacerlo mejor, ya que no existe nada superior a lo que ya se ha conseguido. En el Evangelio de este domingo, al final de su discurso, escuchamos a Jesús decir a sus discípulos: «Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto». Sí, con esas palabras después de que Jesús invita a amar a todos, incluidos por supuesto los enemigos, hace esta invitación que a primera vista parece imposible: «Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto». Hay que entender bien el mensaje, hay que captar bien lo que Jesús quiere decir con esto. Por supuesto no quiere decir esto que la perfección de los discípulos tenga que ser igual que la perfección de Dios, porque sabemos que resulta imposible, lo que les quiere dar a entender a ellos —y por supuesto a nosotros— es que el discípulo–misionero también debe ser perfecto, porque su Padre celestial es perfecto. La perfección a la que debe aspirar todo discípulo–misionero será siempre una perfección humana, mientras que la perfección de Dios siempre será perfección divina.
La perfección humana será, pues, tener el mayor grado de bondad o excelencia humana, teniendo, eso sí, como modelo de nuestra perfección la perfección divina. Ser perfecto es ser totalmente grato ante Dios por la calidad del apego amoroso a Dios y por seguir sus mandatos de amor, que van mucho más allá de los convencionalismos sociales y que llevan a todos a ser lo más buenos que podamos ser, dentro de nuestras limitaciones y fragilidades humanas. Y para conseguir esto, nosotros, los cristianos, debemos tener siempre como modelo a Jesús, que fue un hombre semejante a nosotros en todo, menos en el pecado. Por nuestras propias fuerzas esto no lo podríamos conseguir nunca, pero sí podemos conseguirlo con la gracia de Dios. Ser perfecto es entonces lograr la integridad del propio ser, consigo mismo, con las demás personas y con el mundo, pero de forma dinámica y siempre caminando a metas más altas, porque el ser humano es criatura y no Dios. El día de hoy la Iglesia recuerda entre sus santos y beatos a san Policarpo de Esmirna, obispo y mártir, discípulo de san Juan y el último de los testigos de los tiempos apostólicos, que en tiempo de los emperadores Marco Antonino y Lucio Aurelio Cómodo, cuando contaba ya casi noventa años, fue quemado vivo en el anfiteatro de Esmirna, en Asia, en presencia del procónsul y del pueblo, mientras daba gracias a Dios Padre por haberle contado entre los mártires y dejado participar del cáliz de Cristo (c. 155). Policarpo buscó siempre la perfección desde su condición de discípulo–misionero y entre sus discípulos tuvo a San Ireneo y a varios santos más.
La historia cuenta que cuando iba a ser martirizado, el pueblo estaba reunido en el estadio y allá fue llevado san Policarpo para ser juzgado. El gobernador le dijo: «Declare que el César es el Señor». Policarpo respondió: «Yo sólo reconozco como mi Señor a Jesucristo, el Hijo de Dios». Añadió el gobernador: «¿Y qué pierde con echar un poco de incienso ante el altar del César? Renuncie a su Cristo y salvará su vida». A lo cual San Policarpo dio una respuesta admirable. Dijo así: «Ochenta y seis años llevo sirviendo a Jesucristo y Él nunca me ha fallado en nada. ¿Cómo le voy yo a fallar a El ahora? Yo seré siempre amigo de Cristo» e hizo una oración en voz alta antes de morir: «Señor Dios, Todopoderoso, Padre de Nuestro Señor Jesucristo: yo te bendigo porque me has permitido llegar a esta situación y me concedes la gracia de formar parte del grupo de tus mártires, y me das el gran honor de poder participar del cáliz de amargura que tu propio Hijo Jesús tuvo que tomar antes de llegar a su resurrección gloriosa. Concédeme la gracia de ser admitido entre el grupo de los que sacrifican su vida por Ti y haz que este sacrificio te sea totalmente agradable. Yo te alabo y te bendigo Padre Celestial por tu santísimo Hijo Jesucristo a quien sea dada la gloria junto al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos». Esta es la perfección a la que nos invita el Señor. Pidámosle a la Santísima Virgen que nos ayude a alcanzar esta gracia: «Ser perfectos como el Padre celestial es perfecto». ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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