domingo, 2 de febrero de 2020

«Simeón y Ana en la presentación del Señor al Templo»... Un pequeño pensamiento para hoy

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Simeón y Ana son dos ancianos que junto a la Sagrada Familia protagonizan la escena evangélica de este domingo al celebrar, 40 días después de la Navidad, la presentación del Señor (Lc 2, 22-40). Y, aunque esta fiesta se celebra fuera del tiempo de la Navidad, nos devuelve, por así decir, a ese tiempo litúrgico como colofón del relato de navidad. Es una chispa de fuego de navidad, una epifanía del día cuadragésimo. Navidad, Epifanía y la presentación del Señor son tres paneles de un tríptico litúrgico. La fiesta de la Presentación celebra una llegada y un encuentro; la llegada del anhelado Salvador, núcleo de la vida religiosa del pueblo —por eso hoy es la jornada de la Vida Consagrada— y la bienvenida concedida a él por dos representantes dignos de la raza elegida, Simeón y Ana. Por su provecta edad, estos dos personajes simbolizan los siglos de espera y de anhelo ferviente de los hombres y mujeres devotos de la antigua alianza. En realidad, ellos representan la esperanza y el anhelo de la raza humana. Al revivir este misterio en la fe, la Iglesia da de nuevo la bienvenida a Cristo. Ese es el verdadero sentido de la fiesta. Es la «Fiesta del Encuentro«, el encuentro de Cristo, el Mesías esperado y su Iglesia. Esto vale para cualquier celebración litúrgica, pero especialmente para la fiesta del día de hoy. 

Al dramatizar de esta manera el recuerdo de este encuentro de Jesús niño con Simeón y Ana, la Iglesia nos pide que profesemos públicamente nuestra fe en Cristo Luz del mundo, luz de revelación para todos los pueblos y todas las gentes. Pro eso, en este rato de reflexión, me detengo en ellos. El horizonte vital de Simeón es muy limitado. Lleva a la espalda sus muchos años. La tradición nos lo presenta como el prototipo de toda ancianidad. Docto con la sabiduría que dan los años y por la oculta enseñanza que le brinda la voz secreta del Espíritu: «le había revelado que no vería la muerte hasta haber visto al Mesías del Señor» (Lc 2,26), el anciano está atado al pasado por el vínculo de los recuerdos. La esperanza, sin embargo, le mantiene en vida. Él sabe que cualquier día puede ser el último de su existencia, si ese día es atendida su esperanza. Su mismo nombre —que significa «Dios ha visto»— es un constante memorial ante sus ojos. Un día Dios escuchará el anhelo de ser consolado representando la fe de todos aquellos que esperan el consuelo de Israel (Lc 2,25). 

Por su parte, Ana —una anciana también— escucha lo que el anciano Simeón proclama: «Mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2,30). Sus siete años de casada representan un tiempo muy breve comparados con los ochenta y cuatro que lleva viviendo como viuda. La Ana que se asoma al Nuevo Testamento ha soportado ochenta y cuatro años de soledad estéril. Sostenida igual que Simeón, por la esperanza, suspira por el día en que llegue el consuelo, la liberación de Israel (Lc 2,38). La esperanza corre por las venas de esta venerable anciana, como lo proclaman sus apellidos. Es hija de Fanuel, es decir del «rostro-de-Dios» y pertenece a la tribu de Aser, la tribu «afortunada». Así, el Nuevo Testamento, se abre para nosotros con dos ancianos, un hombre y una mujer cargados de años humanidad que se niegan a morir hasta que sus manos toquen lo que su corazón esperó durante tanto tiempo: el consuelo de Israel. Cuando sus ojos cansados vean al Salvador, entonarán la canción de despedida, no sin antes haber hablado de Aquél que se ha puesto al alcance de sus manos (cf Lc 2,28. 34-35. 38), de aquella «Luz» que ha iluminado el atardecer de sus vidas. Jesucristo es la luz para nosotros y para todos los hombres. María y la Iglesia son los portadores de esa luz y hoy, a través sobre todo de los consagrados, esa luz sigue llegando a muchos. No olvidemos pedir hoy por todos los consagrados, religiosos, religiosas, misioneros que conocemos. ¡Bendecido domingo, fiesta de la Presentación del Señor y jornada de la Vida Consagrada! 

Padre Alfredo.

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