martes, 24 de abril de 2018

«Y recibieron el nombre de cristianos»... Un pequeño pensamiento para hoy


La dispersión causada por la muerte de Esteban hizo que algunos de los creyentes llegaran a Antioquía, en aquel entonces la tercera ciudad más importante del imperio, después de Roma y Alejandría. Con medio millón de habitantes, aquella era una ciudad cosmopolita conocida como «La reina de Oriente» o «La dorada Antioquía». Al expandirse el cristianismo, esta próspera ciudad fue una de las sedes de los cinco patriarcados originales, en los que figuraban también Roma, Constantinopla, Alejandría y Jerusalén. Allí suceden dos hechos memorables: La iglesia comienza a anunciar al Señor Jesús «también a los griegos» (Hch 11,20) y los creyentes comienzan a ser llamados por primera vez «cristianos» (Hch 11,26). En Antioquía surge un tipo de comunidad muy diferente a la inicial de Jerusalén. Como se puede ver en la primera lectura de hoy (Hch 11,19-26) los cristianos se lanzan a anunciar a Jesús a «los otros», tendiendo puentes en medio de la diversidad usando de una gran intensidad ascética y litúrgica, así como de una caridad y fantasía que permeaba el corazón de quienes se adherían a la fe con un espíritu de comunión y de oración. 

La comunidad creyente, Jesús y el Padre, vienen a ser una misma familia desde que él predicaba en el Templo de Salomón (Jn 10,22-30) hasta nuestros días. Los que son de Jesús lo escuchan comprometiéndose con él y como él a entregarse sin reservas a dar vida. El don de Jesús es el Espíritu y con él la vida que supera la muerte; estarán al seguro, pues Jesús es el pastor que defiende a los suyos hasta dar la vida (Jn ,11). El reino espiritual que el Buen Pastor revelaba en sus palabras requería una grande confianza en Dios desde que él mismo predicaba. El párrafo que hoy toma el evangelio nos muestra que en algunas ocasiones había gente —en especial judíos fundamentalistas, escribas y fariseos— que quedaban sorprendidos por los gestos y signos de Jesús, pues llegaban a cuestionarse si Él sería el Mesías, y le preguntaban: ¿por qué nos tienes en vilo y no nos hablas claramente diciéndonos quién eres? Si tú eres el Mesías, dínoslo (Jn 10,24). Un cuestionamiento que parece estar en paralelo con el de los discípulos de Juan que le preguntaban también: ¿Eres tú el Mesías o debemos esperar a otro? (Cf. Mt 11,3; Lc 7,19). La respuesta fue distinta en cada caso, por la diversa actitud de los interlocutores. A los discípulos de Juan les dijo: vengan y juzguen; a los judíos sospechosos y titubeantes les dijo: es inútil complacerlos, porque no están dispuestos a creer. Así, aprendemos la doble lección para el día de hoy: Cristo vino para todos y cuenta con todos; pero es necesario estar abiertos a su gracia para creer en él. 

Tanto el Evangelio como el libro de los Hechos, nos hacen recordar que el Señor no es un personaje que lucha para que progresemos en nuestro estado de «bienestar» Los judíos eran adinerados en general y los de Antioquía también. Cristo nos conoce, y espera por nuestra parte que demos testimonio de Él. Y la prueba la encontramos, cada día, en medio de lo que calificamos: insignificante, aburrido, monótono o cansino, aunque tengamos lo necesario para alcanzar «bienestar». Es bueno que resuene en nuestra memoria, una y otra vez, que la recompensa que esperamos de Dios no es un aumento de sueldo, ni una gratificación extraordinaria, ni una casa más grande, ni un carro del año o un viaje a un paraíso vacacional. Jesús «sólo» nos promete, si le escuchamos y le seguimos, la vida eterna: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10,27-28). Si acudimos a la Virgen, con la confianza de un niño, seguro que al pedirle «bienestar», ella nos centraría y nos daría una sonrisa y una caricia recordándonos que su Hijo Jesús cargó con la Cruz, con esa cruz que ella sostuvo en su corazón. ¿Hay algo más entrañable en la señal del cristiano? ¿Por qué nos vamos a quedar enredados en un mundo material? Que Dios nos conceda, en estos días pascuales, por intercesión de su Madre santísima, la gracia de saber abrir los oídos de nuestro corazón para que aumente en nosotros la alegría de ser reconocidos como «cristianos» dejándonos guiar por Cristo como aquellos de Antioquía para que, fortalecidos por el Espíritu Santo, seamos un signo del amor salvador de Dios para nuestros hermanos en medio de este mundo que parece quererse instalar en el pasajero «bienestar» que algún día tendremos que dejar. ¡Es martes y me toca ir a confesar a la Basílica, los encomiendo a los pies de la Morenita y encomiendo al Papa, que me lo pidió expresamente el Domingo de la Misericordia! 

Padre Alfredo.

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