sábado, 28 de abril de 2018

«Mostrar el amor del Padre al mundo»... Un pequeño pensamiento para hoy


Quien contempla la vida del cristiano, debe ver, definitivamente, al mismo Cristo. Ir tras las huellas de Cristo significa caminar con su Iglesia, su esposa, su «amada» (Cf. Cant 5,2) que es la huella de su amor y de su entrega que Él ha dejado a la humanidad para que vaya, con seguridad, al encuentro definitivo del Padre Misericordioso y que se refleja de forma muy clara en la unión del hombre y la mujer en el sacramento del matrimonio. Hoy —por la desvelada de la boda de Pablo e Irina— he despertado mucho más tarde que de costumbre, y por eso mi reflexión llega tan tarde, pero estoy lleno de felicidad al recordar a este par de jovencitos gozando del «sí» que anoche dieron al Señor. Ojalá y quienes asistimos a su enlace matrimonial nos hayamos contagiado de ese testimonio de amor en Dios y vivamos nuestro compromiso bautismal amando como Cristo ama a su Iglesia, pues la fuerte decisión de casarse en nuestros días habla de que realmente se quiere permanecer en Dios para vivir conforme a las enseñanzas de la Iglesia desposada con Cristo. Ayer, en medio del bullicio de la fiesta, después de aquella Misa y de las palabras del padre Armando de León y del Padre Humberto García Badillo, tan cercanos a mi familia de sangre, reflexionaba que «el Camino» para llegar a gozar del amor del Padre es definitivamente Cristo. Entre otras cosas me queda claro que si a nuestro Dios lo confundimos con un diosito solamente de momentos especiales, nos quedaríamos muy pobres, pero, si somos conscientes de nuestra condición de discípulos–misioneros y entramos en comunión de vida con Cristo, nos podemos mantener en «el Camino», el único camino que, sea cual sea nuestra vocación, nos conduce al Padre haciéndonos uno con él (Cf Jn 17,21). 

Cuando Felipe le pide a Cristo que le muestre al Padre —relato que el Evangelio de hoy nos presenta (Jn 14,7-14)—, Cristo le responde que el Padre no es accesible a las miradas, a los ratitos pequeños, sino a la contemplación, y que esta última se apoya en el signo por excelencia del Padre: el Hijo (Jn 14,10) que es el camino, y sus obras, que son la forma de seguirlo (Jn 14,11). A todos nos falta redescubrir siempre el misterio del Hijo: percibir su relación con el Padre, su papel mediador y la significación divina de sus obras. Esta contemplación del Padre en la persona y la obra del Hijo se extiende además a las mismas obras del cristiano (Jn 14,12), que se convierte así en el signo de la presencia del Padre en el mundo. Es en esta búsqueda del Padre donde la vida cristiana adquiere su verdadero significado (Jn 14,13-14) de alabar, pedir, suplicar y agradecer «en el nombre de Jesús». Es curioso, pero, en el Evangelio que la liturgia del día de hoy nos presenta, Cristo no les revela, a Felipe y los demás, nada del Padre, sino que les remite ir al desvelamiento de Dios en él mismo: «Quien me ve a Mí, ve al Padre». Desde entonces, creer en Dios o creer en el Padre es confesar que hemos sido conocidos, amados y redimidos por Alguien a que apenas conocemos, pero que obra por nuestra salvación y hace llamadas a nuestra realización dándonos una vocación específica que implica un momento importantísimo de nuestra existencia en un «sí» que todos hemos de dar. 

Ayer en la Misa de la boda, mientras veía el rostro de los novios, de sus papás, de los concelebrantes y de tantos invitados —familiares y amigos— que colmaban el templo, pienso en tantos y tantos momentos en que «los discípulos quedaban llenos de alegría y de Espíritu Santo» como concluye la primera lectura de hoy (Hch 13,44-52). Nadie —ni siquiera los duros momentos de las persecuciones— les podía hacer callar ese gozo. Aunque parece que hoy es un poco complicado mostrar al mundo esa auténtica alegría de quien vive lleno de Dios, si la comunidad de los creyentes está viva —como pude palpar tan de cerca ayer—encontrará el modo de seguir anunciando a Cristo con celebraciones especiales y en la vida sencilla de cada día. Si no lo está, la culpa de su silencio o de su esterilidad no será de la persecución que siempre se da, sino de un corazón frío que se ha apartado del auténtico amor de Dios. Gracias Pablo, Irina, hermanos sacerdotes, familia, amigos, por ayudar a este padrecito a seguir creciendo en la fe y... ¡mil disculpas porque hoy amanecí más tarde! Isaías y Chacha me dijeron que hoy, aquí en Monterrey, se casa su hijo, seguro que la experiencia para estos amigos a quienes me unen lazos especiales, será como la de anoche, una grandísima oportunidad para vibrar con el amor, la alegría, la esperanza, el contento. Yo por lo pronto, luego de una esperada reunión con los padres que fuimos a Jerusalén en enero y con quienes hicieron posible esta bendición en nuestras vidas en un rato y de la Primera Comunión de Emmanuel, me dispongo para regresar por la noche a mi «Selva de Cemento» y, bajo el cobijo de la Madre de Dios, seguir palpando que en el mundo, tan lleno de confusión, somos de Dios, vivimos en la luz de Dios y estamos llamados a proclamar por doquier, la gloria de nuestro Dios. Pascua es luz, es belleza, es gloria, es semilla de esperanza. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

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