Este es mi último día en Roma, por esta vez puedo decir que, agradecido con nuestro Señor, regreso a mi querida «selva de cemento» con el corazón lleno de gratitud. Vine convocado por el Papa junto con mis demás hermanos sacerdotes que poniendo nuestro granito de arena colaboramos como misioneros de la misericordia en el Consejo de la Nueva Evangelización y puedo decir que me voy lleno del Señor, luego también de haber estado trabajando un poquito en la promoción de la causa de canonización de Nuestra Madre la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, cuyo mausoleo me ofreció varios momentos de oración muy especiales en estos días. Llegué a Roma desde el día 4 casi a media noche y he gozado día tras días de las bondades de nuestras hermanas Misioneras Clarisas con finos detalles de la Madre General Martha Gabriela y de cada una de ellas en Garampi y en La Casita, empezando por la hermana Susana a quien me unen lazos de familia y amistad de años y años y hasta las acompañé a su visita a Loreto (La Basílica de la Santa Casa de Nazareth) y a saludar a la Madre Julia a Pisoniano. Saludé al Santo Padre el Papa Francisco dos veces y recibí su bendición. Platiqué con Monseñor Rino Fisichella y Monseñor Octavio Ruiz; cené una noche con el padre Erick Leal que me llenó de su entusiasmo juvenil; pasé ayer un rato muy agradable con el Gobernador del Estado de la Ciudad del Vaticano, Monseñor Giuseppe Bertello con quien me unen ya muchos años de amistad y, por si fuera poco, cada día de estos tuve el privilegio de gozar a mi padrino Monseñor Juan Esquerda aprendiendo momento tras momento de su ser y quehacer como misionero incansable. ¿Cómo pagar al Señor tantas bendiciones inmerecidas?
Nuestro Buen Dios nunca se deja ganar en generosidad y conforme va pasando la vida, más y más, agranda nuestros corazones a las dimensiones de su proyecto universal de salvación para que el Evangelio sea proclamado hasta los últimos confines de la tierra. El Papa nos recordaba a los misioneros de la misericordia el pasado martes, que no somos poseedores privilegiados de una gracia especial que nos ha confiado, sino responsables de que la misericordia del Señor llegue hasta los rincones más alejados del planeta. La palabra de Dios hoy nos recuerda que «los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra» (Hch 8,1-8) y repartiendo el «Pan de Vida». ¡Cómo resuenan hoy en mi pobre corazón las palabras de Jesús: «Yo soy el pan de vida... El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed»! (Jn 6,35-40 ¡Qué ganas de volver a reestrenarme en mi sacerdocio y en mi vocación como misionero! ¡Cuánto hay por hacer para que muchos tengan este «Pan», sobre todo quienes viven una vida devaluada por la depresión, la ansiedad, la tristeza, la agresividad o la injusticia de hoy!
Mientras yo tengo la riqueza de este gozo que no termino de agradecer, se que muchos se quedan en el materialismo; muchos ignoran aún el proyecto de Jesús; muchos renuncian a la grandeza de la libertad de los hijos de Dios, y con ello a su crecimiento en la fe y en la vocación de seguimiento de Cristo. El Padre nos ha destinado, a sus discípulos–misioneros, a esta vida eterna que su Hijo Jesucristo alimenta con su eucaristía. Somos discípulos–misioneros de Cristo por voluntad del Padre y Cristo mismo no nos dejará de lado. Su misión en la tierra es no perder nada de lo que el Padre le ha dado sino, al contrario, darle vida eterna por la resurrección. En nuestros tiempos la vida de los seres humanos se agota y se pierde en bienes de consumo, caprichos sin sentido, placeres momentáneos. Cristo nos ofrece llevar a la plenitud nuestra existencia si abrimos nuestro corazón a la misericordia, haciéndonos capaces de compartir lo que tenemos, no solo el pan, sino todo lo que somos y hacemos en su nombre. A la profunda angustia de un mundo que se debate entre guerras, rencores y competencias inútiles; Dios ha respondido mostrándome su amor de Padre dando a mi corazón el deseo de seguir más fielmente a Jesús, de conocerlo, de amarlo, de tenerlo como Señor, y hacerlo amar del mundo entero. Ahora soy más consciente de que depende de mí el caminar y no estancarme; es decir, el orar, el profundizar su Palabra, el darlo y recibirlo verdaderamente como Pan de Vida, el dispensar su misericordia con bondad en el confesionario —la cajita feliz—, el celebrar los sacramentos con más devoción, el valorar más las pequeñas acciones de cada día en mi ser y quehacer sacerdotal. ¡Qué tarea tan comprometedora me dejan estos quince días que pasaron como agua, para ver cuán generosa está siendo mi respuesta a la tarea de ser un misionero de la misericordia! Que la resurrección de Cristo llene de amor mi corazón y el de cada uno de ustedes y que, bajo la mirada amorosa de su Madre, trabajemos y por supuesto yo el primero, para que todos le conozcan y le amen... ¡Recen, recen mucho por mi conversión para que sepa absolver, perdonar y restaurar en nombre del Señor...! Amén.
Padre Alfredo.
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