La experiencia de la resurrección de Jesús y el don de su Espíritu transformó radicalmente a los Apóstoles, que en el momento de la crucifixión de Cristo estaban escondidos, arrejonados a puerta cerrada llenos de miedo, hoy, en su comparecencia ante el sanedrín —el supremo consejo religioso de los judíos, presidido por el sumo sacerdote— se muestran valientes, hablando con entera autoridad (Hch 5,27-33). Las autoridades judías les interrogaban sobre su desobediencia, porque se les había prohibido predicar en el nombre de Jesús y ellos responden lo que debiéramos responder siempre: «es necesario obedecer a Dios, antes que a los hombres» (Hch 5,29). Por mi parte creo que a mí también el Señor por la fuerza de su Espíritu me ha transformado, aunque sea un poquito con esta experiencia de renovación como Misionero de la Misericordia y la confirmación que el Papa hizo de nuestro ministerio recordándonos que es un servicio temporal y con mucho amor que prestamos a la Iglesia. Los apóstoles aprovecharon aquella oportunidad para evangelizar hasta a sus perseguidores, anunciándoles solemnemente la resurrección de Jesucristo y su exaltación como Señor y salvador presentándose como testigos autorizados —junto con el Espíritu Santo que actuaba en ellos— de la intervención definitiva de Dios en nuestra historia a través de Jesús y nosotros de Misioneros también hemos de encontrar muchas oportunidades para llevar el perdón y la misericordia del Señor.
Pero, ¿cuál es la raíz de ese comportamiento heroico que se da en los apóstoles? Esa raíz la descubrimos en la condición de ser «testigos vivientes» de la vida, muerte y resurrección del Señor Jesús. A eso nos ha invitado el papa Francisco a los Misioneros de la Misericordia en estos días, a «ser testigos vivientes» de la misericordia de Dios, para «testificar en forma irrefutable» que el Señor vive y su misericordia es eterna: «Testigos de la resurrección y vida de Cristo somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios nos ha dado» (Hch 5,32). El Espíritu y nuestra conciencia de testigos nos tienen a nosotros que decir lo mismo: «Jesús es el Señor de nuestras vidas, Jesús es el Señor de nuestra historia». Pero esa fe y seguridad, además de ser obra humana, es un don que viene de lo alto, no una mera conquista de la fuerza o de la ciencia. Esto se puede captar leyendo detenidamente la parte final del discurso de Jesús a Nicodemo (Jn 3,31-36). Tal vez palabras difíciles de asimilar por su profundidad. Pero palabras que tienen algunas afirmaciones muy asequibles: quien es de la tierra habla y piensa desde el polvo, desde los intereses mundanos; y quien es de arriba, del cielo, de lo alto, piensa y habla como hijo de Dios, con pensamientos de Dios. Entendamos bien que Jesús es el enviado de Dios, su enviado por excelencia; y que su Palabra y corazón proyectan hacia nosotros la intimidad del Padre que le ama a él y nos ama a nosotros. ¡Eso nos hace ser valientes y misericordiosos a la vez!
Para ser así —empezando por los Misioneros de la Misericordia— necesitamos dejar de ser «terrenales», dejar de ser gente que sólo habla de cosas frívolas y fútiles, para hablar y movernos como «el que viene de arriba» (Jn 3,31), que es Jesús. En el evangelio de hoy vemos que en la radicalidad evangélica no hay término medio. Es necesario que en todo momento y circunstancia nos esforcemos por tener el pensamiento de Dios... «los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2,5) para aspirar a mirar a los hombres y las circunstancias del diario vivir con la misma mirada del Verbo encarnado... ¡con ojos de misericordia! Si actuamos como «el que viene de arriba» descubriremos el cúmulo de cosas y situaciones positivas que se suceden continuamente a nuestro alrededor, porque el amor de Dios es acción continua a favor del hombre. Si venimos de lo alto amaremos a todo el mundo sin excepción, siendo nuestra vida una tarjeta de invitación para hacer lo mismo, porque nuestro corazón y nuestra mirada están en el Resucitado, en el Jesús de la Eucaristía. Así vivieron aquellos primeros creyentes en torno a María, así han vivido los santos invocándola a ella, que ve siempre a lo alto, así podemos vivir nosotros. Dice san Pablo: «Si han resucitado con Cristo, busquen los bienes de allá arriba» (Col 3, 1). Ante nuestros ojos se ha abierto la eternidad, con todo el Amor de Cristo esperándonos allí. Por eso nuestro tesoro está en el cielo, y nadie nos lo puede robar. ¡Bendecido jueves buscando al Señor en la Eucaristía
Padre Alfredo.
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