El domingo, la Pascua semanal, es el día que de una manera muy especial dedicamos a Cristo, o, mejor dicho, el día que Cristo Resucitado, presente en nuestra vida los siete días de la semana, nos muestra su cercanía de un modo más especial. Como a los apóstoles, nos da su Espíritu, nos comunica su paz, nos envía a anunciar la reconciliación y alaba nuestra fe. Durante estos días de la «Octava de Pascua» hemos celebrado, no sólo el triunfo pascual de Cristo, sino también la vida misma de sus discípulos reunidos por el Espíritu y fortalecidos por el mismo. Ellos son como la presencia continuada y mística del triunfo pascual presente en la historia como un fermento de transformación. Eso es posible porque el Espíritu ha sido derramado (Jn 20,19-31) y garantiza la presencia viva del Señor en medio de los suyos. Al cerrar hoy, con la fiesta de «La Divina Misericordia» esta Octava de Pascua, llegamos al culmen de nuestras esperanzas y se satisfacen todas nuestras ilusiones como creyentes, para lanzarnos a amar al estilo del Resucitado en un nuevo camino, en una vida nueva, en una lucha nueva de nuestro diario devenir.
Por designio del Papa san Juan Pablo II «Apóstol de la miseridordia», este domingo, desde el 30 de abril de 2000, se llama «Domingo de la Divina Misericordia» y desde el 2002, el mismo santo estableció que esta fiesta se enriqueciera con indulgencias, con las que se pueden beneficiar también los enfermos, navegantes de altamar o aquellos que por causa justa no puedan abandonar su casa o desempeñan una actividad impostergable. San Juan Pablo II murió el 2 de abril de 2005, vísperas del «Domingo de la Divina Misericordia». Benedicto XVI lo beatificó el 1 de mayo de 2011, «Domingo de la Divina Misericordia» y el Papa Francisco lo canonizó el 27 de abril de 2014, también Fiesta de la Divina Misericordia. En su encíclica «Dives in misericordia», san Juan Pablo había explicado que la «Divina Misericordia» es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado, recordándonos que «Misericordia» proviene de dos palabras: «Miseria» y «Cor». Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado, en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios, de tal manera que a la luz de este domingo, nos queda claro que Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia.
Precisamente la vivencia de la misericordia, en la primera comunidad de los creyentes es el primer fruto de la resurrección (Hch 4,32-35). El relato que hoy escuchamos como primera lectura, nos presenta la imagen ideal de la Iglesia, y es una especie de proyecto a alcanzar para toda comunidad cristiana que ha captado lo que es «La Divina Misericordia». La comunidad piensa y siente lo mismo, como algo que se concreta en el compartir y en el atender unos de los otros: «Todo el que ama a un padre, ama también a los hijos de este» afirma san Juan en su primera carta que hoy escuchamos también (1 Jn 5,1-6). Por su parte, la página del Evangelio de Juan que leemos hoy, es también muy significativa (Jn 20,19-31). El evangelista insiste en que Jesús, a pesar de la incredulidad de los apóstoles, ejerce una real presencia en la comunidad reunida, y lleno de misericordia se acerca con paciencia al que ha dudado. La misericordia es el signo de la presencia de Cristo resucitado aún hasta nuestros días, aunque algunos cristianos no están muy convencidos de ello o no lo han comprendido del todo, a juzgar por sus actitudes y conducta. La misericordia es el don que brota de la Pascua; casi es una orden de Cristo que hoy, el Papa Francisco, ha querido celebrar de una manera muy especial con una jornada de este fin de semana y nos ha invitado a compartir con él a los Misioneros de la Misericordia. Ayer me tocó confesar aquí, en el corazón de la Iglesia, en la sede de este encuentro en la Iglesia del Santo Spiritu donde está la imagen del Señor de la Misericordia, y hoy, bajo la mirada amorosa de María, Madre del Amor Misericordioso y concelebrando la Santa Misa con el Vicario de Cristo aquí en la tierra, los saludo y les mando la bendición que el Santo Padre nos da en nombre de «La Divina Misericordia». Como dice el salmista: «¡Cantaré eternamente las misericordias del Señor!» (Sal 88).
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario