Cuando el Papa Benedicto XVI, en el año 2009 inauguró solemnemente un Año Sacerdotal, proclamado para conmemorar el 150º aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, yo me propuse vivirlo intensamente, ya que era muy significativo que ese día cumplía 20 años de haber sido ordenado sacerdote y que fuera precisamente la figura de San Juan María Vianney la que Benedicto XVI hubiera querido poner de relieve como modelo, me entusiasmaba más a vivir el gozo de ser sacerdote.
Ahora han pasado poco más de 18 años y estoy en Roma, convocado por el Papa Francisco como Misionero de la Misericordia. Y, ante estos tiempos en los que el sacerdocio católico pasa por una innegable crisis, desde mi pobreza me siento llamado a volver a reflexionar en la razón del ser y quehacer de mi sacerdocio y del de muchos otros que hemos sido llamados y que después de años y años, seguimos re–estrenando nuestra vocación sacerdotal.
Es de todos conocido que la Eucaristía y el sacerdocio van unidos y son, por así decirlo, consubstanciales, porque el sacerdocio es por y para la Eucaristía. Por eso Jesucristo instituyó en la Última Cena el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre e inmediatamente después el del orden sagrado. Sin el sacerdote no tendríamos Eucaristía, por eso en la beata María Inés teresa como en todos los santos y beatos, encontramos un amor intenso al sacerdocio. De allí, de ese amor viene uno de los fines de nuestra Familia Inesiana, que es pedir por la santificación de todos los sacerdotes.
El bautismo nos da la vida de la gracia, pero la gracia no puede mantenerse sin la Eucaristía: «si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes», dice Jesús el Sumo y Eterno Sacerdote (Jn 6,53). Toda la Iglesia reposa sobre la Eucaristía. Bossuet decía que «La Iglesia es Jesucristo extendido y comunicado». Es decir, que su misión consiste en hacer que todos tengan vida en Jesucristo y esto se realiza mediante la Eucaristía. Pero ella no es posible sin el sacerdocio al que Nuestro Señor ha vinculado la reproducción de su único sacrificio salvífico sobre nuestros altares, para ser ofrecido en todo tiempo y en todo lugar.
El sacerdote —nos recuerda la beata María Inés varias veces— es otro Cristo, pues actúa en su persona en virtud de la gracia unitiva, peculiar del sacramento del orden, y con poderes que hacen de él un hombre distinto de los demás, con un plus ontológico, de modo que no es ya simplemente «un hombre cualquiera», sino un «hombre–sacerdote», «secundum ordinem Melchisedec», y esto es, para siempre. La beata, escribiendo a uno de los primeros seminaristas Misioneros de Cristo le decía: «¡Qué hermosa vocación!, ser misionero, y misionero de Cristo, «otro Cristo» en la plenitud sacerdotal; misionero a ejemplo de Él que pasó por este mundo haciendo el bien, tú deberás asimilar al mismo Cristo para que seas transparencia de Él en todos los momentos de tu vida, ya sea que duermas o comas; que prediques la Palabra de Dios, que consagres, impartas cualquier sacramento, en cualquier momento deberás obrar como Él, esa es tu hermosa, vocación, con el espíritu propio del Evangelio y las características de tu familia misionera, entregado con generosidad, sencillez, alegría, abandonado completamente en Manos del Padre.» [1]
No podemos ni debemos ocultar que esta vocación al Sacerdocio le queda grande a cualquier hombre que se sienta llamado. Muchos sacerdotes han tenido —y tenemos, empezando por mí— limitaciones, defectos, fallas, carencias, como todos los humanos. Pero el vivir esta vocación, conlleva el buscar los medios naturales y sobrenaturales para remontar defectos, sinsabores, desilusiones. Yo veo con orgullo que a lo largo de mi vida, en líneas generales, han sido muchos los sacerdotes diocesanos y religiosos verdaderamente ejemplares y lo han dado todo. Han dado lo mejor de sí mismos.
El sacerdote católico es, por lo tanto, un hombre tomado de entre los hombres, que es puesto como sacrificador y ésa es su esencia. Es en este sentido en el que el sacerdote es fundamentalmente misionero, con frecuencia llamado a asumir ciertas responsabilidades pastorales. Cualquier otra noción distinta es, en todo caso, adjetiva y complementaria. Promotor de la comunidad, agente de desarrollo, asistente social, filántropo, monitor cultural, comunicador y tantas otras facetas en las que se desarrolla el trabajo humano de cara a los demás, pueden ser muy laudables y útiles, pero son accesorias por lo que a la misión del sacerdote se refiere. Por supuesto podrá éste darles un lugar en su apostolado, pero lo prioritario en su misión es su función sacrificadora.
Lo propio de un sacerdote es celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, predicar la palabra divina, administrar los sacramentos —especialmente la reconciliación, además de la Eucaristía— y guiar a los hombres en orden a conseguir la salvación eterna. El sacerdote actúa «en la persona de Cristo Cabeza», es decir, actúa en el nombre y con el poder de Cristo. La identidad del sacerdote no puede ser otra que la de Cristo: «Que los hombres nos consideren como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios», dice san Pablo (1 Cor 4,1). Depositarios y administradores de los misterios de Dios, instrumento de salvación para los hombres, testigos de un reino que se inicia en este mundo, pero que se completa en el más allá. Todo esto significa que, si cada fiel es otro Cristo, y Cristo mismo se identifica con los miembros de su Cuerpo Místico (cfr. Hch 9, 4-5) con mayor razón hay que afirmarlo del sacerdote, cuya consagración y misión son una específica identificación con Jesucristo, a quien representa.
Las funciones que desempeña el sacerdote se resumen en una triple potestad: enseñar, santificar y regir. Como hemos dicho siempre y lo sabemos, de los sacerdotes —otros Cristos— depende en gran parte la vida sobrenatural de los fieles, ya que solamente el sacerdote puede hacer presente a Jesucristo sobre el altar y perdonar los pecados. Aunque éstas son las dos funciones principales del ministerio sacerdotal, su misión no se agota ahí: administra también los otros sacramentos, predica la palabra divina, dirige espiritualmente, etc. Es decir, participa del triple poder de Cristo: Poder de santificar, administrando los sacramentos, sobre todo el de la Penitencia y el de la Eucaristía; poder de regir, dirigiendo a las almas, orientando su vida hacia la santidad; y poder de enseñar, anunciando a los hombres el Evangelio. Según el grado de cada uno significa que el sacramento consta de diversos grados, y por eso se llama orden. Diaconado, Presbiterado y Episcopado.
Los Estatutos de los Misioneros de Cristo se inician con una frase que nos ayuda a ver esto que hemos dicho: «Llamados a vivir el espíritu misionero en la alegría y sencillez unidos a Jesús Sacerdote y Víctima» [2]. Para ilustrar esto, tomo ahora unas palabras de la homilía que Mons. Rafael Bello Ruiz, padre, hermano, amigo nuestro hoy de feliz memoria, pronunció el día de mi ordenación sacerdotal: «Para este joven generoso, la ordenación sacerdotal significa ante todo una transformación. Desde el día de hoy él va a estar unido de tal manera a Cristo, que entre él y los fieles laicos se producirá una diferencia que no es simplemente de grado, sino de naturaleza (L.G. 62). Esa diferencia significa el lugar distinto que desde hoy ocuparás en la Iglesia, estimado Alfredo, pero, no solamente un cambio interior, sino una manera distinta de dejarte poseer por el Espíritu Santo, esto es lo que se llama "consagración". El individuo deja de vivir por sí mismo, porque Cristo vive en él y pueda decir con san Pablo: "Es Cristo que vive en mí"». Los amores de Cristo Sacerdote por su esposa la Iglesia son los amores del sacerdote.
Así, «La vida sacerdotal es una vigorosa experiencia de encuentro con el Padre de las Misericordias en Cristo. Es literalmente una "vivencia". El verdadero sacerdote, como nos diría la beata María Inés, es un enamorado de Cristo que, como san Pablo, pretende alcanzar a Cristo, porque se sabe previamente alcanzado por él» [3].
Ante el amor infinito de nuestro Padre Dios, vemos como Él toma la incapacidad de responderle con radicalidad del que es llamado y que está lleno de fragilidad humana y le confina al círculo de los pequeños y vulnerables. La respuesta se convierte en gozo de llevarle a todos, porque si todos creemos firmemente que Dios nos mantiene en la palma de su mano, imaginen ustedes lo que un sacerdote pueda experimentar. El sacerdote vive para Jesús, hace las obras de Jesús, vive injertado en Jesús a pesar de su miseria. Dios va más allá de las debilidades humanas y lo hace su presencia en la tierra como enviado, como misionero de su misericordia. Así, se entiende que en el sacerdote hay una doble polaridad (hacia Dios y hacia los hombres). Los sacerdotes son «abogados por el pueblo de Dios, ofreciendo al unigénito Hijo delante del alto tribunal del Padre... maestros y edificadores de las almas"» 4].
Dentro de la Iglesia, el ministerio sacerdotal (profético, litúrgico y de presidencia de la caridad) ocupa un puesto que reclama santidad: «El sacerdote, como Orígenes dice, es el rostro de la Iglesia; y como en el rostro resplandece la hermosura de todo el cuerpo, así la clerecía ha de ser la principal hermosura de toda la Iglesia» [5]. En la Eucaristía es donde se ve mejor toda la dinámica de la vida y ministerio sacerdotal. El sacerdote representa en la misa a Jesucristo nuestro Señor. Es allí principalmente donde el Señor pone en manos de ellos su poder, su honra, su riqueza y su misma persona.
Muchos de los aspectos del ministerio y de la espiritualidad sacerdotal están relacionados con María como modelo y Madre especial de los sacerdotes, especialmente al hablar de la Eucaristía. Por ejemplo San Juan de Ávila dice: «Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hechos semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trujo a Dios a su vientre... Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración» [6].
El sacerdote debe ser un enamorado de la Virgen. Con razón el Papa Benedicto XVI terminaba aquella carta con la que convocó al Año Sacerdotal —inolvidable para mí y para muchos—, con estas palabras con las que yo también termino mi reflexión: «Confío este año sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendrán luchas; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con ustedes. A ejemplo del Santo Cura de Ars, déjense conquistar por Él y serán también ustedes, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz» [7].
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
[1] Roma, 7 de Julio de 1980
[2] Frase que aparece sola como prólogo.
[3] Delgado Rangel, Alfredo L. Gpe., M.C.I.U., "La expresión de un único sí", manuscrito, 1994.
[4] Concilio de Trento I, n.12, 317ss
[5] San Juan de Ávila, Tratado sobre el sacerdocio n.11, 396ss; cfr. Orígenes, In Lev. homil. 5,3.4
[6] Plática 1ª, 111ss.
[7] Vaticano, 16 de junio de 2009.
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