martes, 10 de abril de 2018

«UN SOLO CORAZÓN Y UNA SOLA ALMA»... Un pequeño pensamiento para hoy


En el tercer milenio, el ideal que nos presenta hoy la primera lectura no ha caducado: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma...» (Hch 4,32-37), porque la Iglesia lo ha reafirmado una y otra vez: «No tener sino un solo corazón y una sola alma no es otra cosa que reproducir sobre la tierra las relaciones de amor de las tres personas divinas» ¡Esta es la definición misma de la Iglesia! Este debería ser el esfuerzo y el testimonio de toda comunidad de cristianos: aunque seamos muchos o pocos, no es sino uno... «una multitud, un corazón». Una de las consecuencias más visibles de la Pascua, para la primera comunidad cristiana era precisamente esta fraternidad maravillosa de la que nos habla san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles y que hemos estado viviendo los Misioneros de la Misericordia estos días en Roma. Hoy tendremos reunión con el Papa Francisco. El libro de los hechos de los Apóstoles nos presenta cómo debería ser una comunidad cristiana que cree en Cristo Jesús y sigue su estilo de vida: Unión de sentimientos —un solo corazón y una sola alma—, comunidad de bienes y respaldo que cobija a los más pobres con un impulso misionero que anuncia en todo momento la resurrección del Señor. Creo que todos soñamos con una comunidad así, una comunidad en donde nuestro testimonio de vida cristiana fuera más creíble mostrando al mundo una imagen clara de unidad y de solidaridad interna y externa... ¡empezando por los que somos sacerdotes! 

El testamento de Jesús en la última cena fue pedirle a su Padre: «que todos sean uno, como tú y yo somos uno, para que el mundo crea» (Jn 17,21). En nuestra familia o en nuestras comunidades hay siempre la manera de vivir más o menos así, pero... ¿sería reflejo puro aquella expresión de la realidad que vivía la comunidad? Casi con toda seguridad afirmaríamos que no, porque siempre hay, como se dice «el prietito en el arroz», pero sin duda era el ideal al que claramente querían aspirar. La resurrección de Cristo, en la que quedaban involucrados todos los cristianos de aquellos tiempos, exigía una nueva práctica de convivencia social, no basada ya en la propiedad de los bienes sino en un compartir en comunidad. Si hemos sido hechos hijos de Dios —pensarían como nosotros los primeros cristianos— y si todos somos hermanos, no puede haber entre nosotros ninguno que pase necesidad, y para lograr semejante meta no se les ocurrió nada mejor que poner sus bienes en común. Nosotros tampoco hemos alcanzado plenamente el ideal, pero hay, en nuestras comunidades —familiares, parroquiales, religiosas y de grupo—ciertos gestos, algunas vivencias, determinados acontecimientos, no pocos hermanos y hermanas que nos impulsan a soñar con aquel ideal que selló la primera Iglesia con un solo corazón y una sola alma. 

En la lectura del Evangelio de Juan (Jn 3,11-15), hoy escuchamos al mismo Jesucristo dándole a Nicodemo, magistrado y maestro en Israel, una lección de vida: hay que nacer de nuevo, al soplo del Espíritu que suscita hijos e hijas de Dios donde El quiere; de toda raza, lengua, condición social para compartir en comunidad, en familia de creyentes, la fe, rompiendo los estrechos límites de todo nacionalismo, de todo prejuicio social o cultural. Así como nadie puede detener el viento, nadie puede ponerle fronteras al Espíritu divino que ha irrumpido en el mundo con la resurrección de Jesucristo. Los letrados actuales, como los antiguos escribas fariseos de la estirpe de lo de Nicodemo, clasifican a los seres humanos y a los pueblos: dicen que hay primero, segundo y tercer mundo; se habla del Norte y del Sur; de los competitivos y los no competitivos; de los aprovechables y los descartados. Y en su carrera triunfal de millones de dólares dejan de lado a casi tres cuartas partes de la humanidad que también son, o deben ser, comunidad. No es así el Espíritu de Dios: Él da vida en abundancia; para Él contamos todos como familia, y nos valora con criterios diferentes a los que manejan los amos de este mundo. Por eso Jesús, en el lenguaje de Juan, distingue las cosas de la tierra de las del cielo: no se trata de lugares diferentes, se trata de valores distintos, porque Dios no nos juzga según nuestra condición económica terrena, sino según su bondad y misericordia infinitas que hacen de nosotros un pueblo, una comunidad, una familia llamada a caminar hacia el cielo, cobijados por la presencia materna de María en la Iglesia, con un solo corazón y una sola alma. ¡Bendecido martes a ti y a todos! 

Padre Alfredo.

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