sábado, 7 de abril de 2018

«ANTE EL MISTERIO EUCARÍSTICO»... Alegría y adoración I. (Un tema para retiro)


Dios, que no cabe en el mundo, está en la Hostia Consagrada. Ante este gran sacramento, inclino mi cuerpo, doblo la rodilla: «Veneremur cernui», dice el canto del Tantum Ergo. Este Dios inmenso, que en el pesebre se hizo niño y en la cruz víctima, en la Hostia Consagrada se hace pan, sirviendo de antídoto contra los pecados veniales y defensor de los mortales. 

Quiero invitarte a reflexionar en la Eucaristía, en la alegría que irradia Jesús Eucaristía, y quiero empezar con unas palabras de la beata Madre María Inés: «¡Hablar de la Eucaristía!… qué grande cosa es esto, y cuán pequeñita la lengua para expresar, o mejor dicho, para balbucir algo sobre tan augusto Sacramento, sobre el sacramento que encierra el amor de un Dios que "habiendo amado a los suyos", con todo el fuego de su corazón divino, "les amó hasta el fin"… hasta la locura de la cruz, hasta las afrentas del Calvario, hasta la muerte… más aún, hasta.. ¡no poder! él, que todo lo puede, no poder… separarse de aquellos que ama». (La Eucaristía y las misiones, f. 1388). 

Si alguien, aun teniendo fe, dudara algún instante del amor de Jesucristo a los hombres, no tendría que hacer otra cosa que preguntarse: —Señor, ¿qué haces aquí, en este Sagrario, encerrado aquí?— Y Jesús respondería inmediatamente: —Estoy aquí por amor—. ¡Tantos siglos…! Pero el Señor no se ha marchado. El amor le trajo a la Eucaristía y el amor le mantiene aquí en todas sus Iglesias en donde está sacramentado. Y si Él late de amor por nosotros, nosotros debemos latir al calor de la Eucaristía. Los amigos tendríamos que tener un corazón con alas para volar a la Eucaristía, amarle y vivir de esta savia. Adoremos, agradezcamos, amemos a Señor en la Eucaristía en este día especial en que lo tenemos aquí solo para nosotros, en retiro. Rindamos nuestro cuerpo y nuestra alma en tributo de adoración por los que no le aman, por los que le odian. «No los dejaré huérfanos», dijo aquel Corazón que sabía, a la hora de entregar su Cuerpo, que se iban a cometer tantos pecados. A pesar de eso quiso quedarse con nosotros. 

Nuestra reflexión puede partir de una palabra: «¡GRACIAS!». Gracias Jesús, te agradezco con mi pequeño entendimiento este don de tu presencia eucarística. Y yo quiero que mi corazón corresponda. 

La Encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA de san Juan Pablo II, en el número 1, nos dice que «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: "He aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única».[1] 

El papa Francisco, en la Evangelii Gaudium (n. 13) nos dice que «Jesús nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir». «Resistan firmes en la fe» (1 Pe 5,9) nos dice el apóstol Pedro, el primer sucesor de Cristo y cuyo ministerio prolongan todos los Papas, estén fuertes en la fe. Este es el fallo de la hora presente: el de la fe que, en el mejor de los casos, es una fe floja, superficial, cobarde, una fe a medias a la que le falta fortaleza. Y como es floja, como es cobarde, como no es profunda, como no es de grandes convicciones, de ahí se deriva…todo lo que quieran imaginar. 

Una vez que se quitan a la fe esas profundas convicciones, esas profundas raíces, esos profundos porqués en que la última razón de ser es la fe –¡Dios lo ha dicho yno se necesita más!– , cualquier circunstancia, cualquier criatura, cualquier sacrificio de ideas, cualquier sacrificio de un capricho… cualquier cosa de estas hace tambalearse y se viene todo abajo. Muchos malos testimonios están haciendo polvo la fe de nuestro pueblo. ¡Pobre Iglesia, le faltan católicos fuertes! Y esto es tan cierto, estoy tan convencido de ello, que pienso que nuestra misión es hacer caer en la cuenta a los demás de que nuestra fe es verdadera y que hay que vivirla con alegría. Así, el cristiano, el católico, el misionero, permanece firme, no se viene abajo. Esto es lo que falla, la alegría de vivir la fe sin miramientos: la fortaleza de creer. Hoy se tiene una voluntad débil. Se evita todo tipo de esfuerzos. Para muchos solo interesan el placer, la comodidad, los caprichos, la superficialidad y el desorden. Se derrotan fácilmente antes las dificultades. Por donde quiera se pueden ver signos de inmadurez. Hay poco cultivo del autodominio y no se asumen las responsabilidades de los actos. Todo eso lleva a un apartamiento progresivo de Dios, aún en las almas consagradas que no buscan fortalecerse. 

El Papa Francisco nos recuerda que del encuentro con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (E.G. n.1). El Santo Padre dice además: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos». 

La alegría es la virtud mediante la cual nos sabemos amados por el Señor que nos invita a mantenemos firmes y fieles capaces de soportar y vencer los obstáculos que se oponen al bien y a nuestro progreso espiritual. La alegría nos ayuda a hacer de las pequeñas cosas de cada día una suma de esfuerzos, de actos de generosidad, que pueden llegar a ser algo grande. Dice la beata María Inés Teresa: «La alegría no consiste en hablar y reír sin medida; sino en esa alegría íntima del alma que se sabe amada de Dios». (Carta colectiva de marzo 14 de 1960, f. 3406). Si fijo mi mirada en la Hostia consagrada, veré siempre a primera vista un poco de pan. ¡Los ojos ven un poco de pan!, ¡un poco de pan!... Y sin embargo, la fe me dice que aquí está todo Jesucristo, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Claro, ¡esto no se demuestra con matemáticas! ¡Tengo que hacer un acto de fe! 

Los mártires ¿se hubieran dejado matar si no hubieran vivido una alegre convicción de su fe en Jesús Eucaristía? La alegría de ellos los mantuvo firmes hasta el último momento: una profundidad de fe con alegría y fortaleza, un arraigo firme en la fe. Creer con la fe que hace mártires, como decía San Pablo: «Sé perfectamente de quién me he fiado» (2 Tim 1, 12). Con esta alegre entrega, ¡hasta el martirio merece la pena! 

Dice el Papa Francisco (E.G. n. 6): «Reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: "Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor" (Lm 3,17.21-23.26).» 

La alegría de la presencia de Jesús en la Eucaristía, llena al alma de una fuerza interior, de tal modo que sabemos reconocer ante su presencia nuestras posibilidades, y la situación real que nos rodea para resistir y acometer todas las acciones que se presentan en nuestro devenir, haciendo de nuestras vidas algo noble, entero y provechoso que se entrega con sencillez por Dios y por las almas. 

Mucho cuidado con tener la alegría del mundo, que no estamos hablando de esa; estamos hablando de la alegría de Jesús en la Eucaristía, que es, como decía la Beata María Inés: «Fuerza y sostén de nuestras almas». Es curioso, pero entre más tomamos nuestra vida en serio y estamos firmes en la fe, la alegría no nos faltará. Es necesario contemplar a Jesús en la Eucaristía y ver en Él la virtud de la alegría. Cuando parece que se acumulan dificultades, los cobardes huyen y dejan el campo abandonado; los valientes, en cambio, se llenan de alegría en el sufrimiento y crecen en las luchas, resisten. Precisamente cuando surgen contrariedades intrínsecas o extrínsecas, y estamos azotados por vientos, hielos, nieves... que nos impiden caminar o detienen la marcha, entonces ¡sí que hace falta la alegría! para que no pasen sobre nosotros como una apisonadora que nos aplasta, sino que, con energía de carácter, con fortaleza, las superemos… entonces hay que ir a Jesús Eucaristía 

Señor, en mi diario vivir, cuando veo esas dificultades grandes, debo estar seguro de que detrás de todo estás tú, mi Dios, ayudándome a vencerlas y a vivir con alegría. Esta mañana quiero renovar mi esfuerzo para ser fuerte y sé que la victoria se conseguirá con la gracia que viene de ti. Y si, además de la virtud, se desarrolla en mi alma del don de la fortaleza del Espíritu Santo, ante graves conflictos del tipo que sean, como por instinto, haré cosas difíciles con alegría. Éste es el que llevó a los mártires, sobre todo a ciertos mártires, con serenidad al martirio; San Lorenzo, por ejemplo, o San Maximiliano Kolbe... Esto lo hace la alegría de tu presencia eucarística... ¡Dame, Señor, de tu alegría! Las grandes obras cristianas que han emprendido los grandes santos han necesitado, no sólo de la virtud de la fortaleza, sino del don de fortaleza. 

Termino, antes de invitarte a dedicar un momento a la oración, con unas palabras de la beata María Inés: «Que la alegría reine en sus corazones, en sus almas y en sus rostros. Así debe ser siempre un hijo de Dios». (Carta a dos religiosas. Cuernavaca, septiembre 6 de 1955).

Padre Alfredo.

[1] Juan Pablo II publicó catorce encíclicas, la primera en 1979, Redemptor Hominis, en la que trazó los principios de su ministerio papal; y la última en 2003, Ecclesia de Eucharistia, sobre la Eucaristía. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario