viernes, 6 de abril de 2018

«¿Qué vamos a hacer con estos hombres?»... Un pequeño pensamiento para hoy


En estos días de la Octava de Pascua, hemos sido testigos del impacto que tuvo el milagro de una curación de un hombre paralítico. El milagro, junto al gozo del que recobró la salud y el gozo de los que se convirtieron a la fe, se hizo piedra de tropiezo para los sumos sacerdotes que llegaban a decir cosas como: «¿Qué vamos a hacer con estos hombres? Han hecho un milagro evidente, que todo Jerusalén conoce y que no podemos negar...» (Hch 4,16) ¡El poder sanador de Dios se ha convertido en un problema para ellos que poco entienden de lo que es el amor divino! Seguro aquel hombre no se callaba y su sanación iba de boca en boca, pero es que si somos conscientes, como él, de que Jesús nos ha sanado, ¿podremos guardar silencio para no proclamarlo ante todas las naciones, sin ser culpables de que ellos continúen viviendo lejos del Señor y de la salvación que nos ofrece? La Palabra de Dios debe llegar a todos los corazones para sanar las heridas que dejó el pecado y hacer que todos nos pongamos en camino como testigos de un mundo que, día a día y por el poder del Señor, se va renovando gracias al poder del Resucitado. La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Todo tiene razón de existir con la resurrección de Cristo. 

«El mensaje que se les comunica —afirma san Juan Crisóstomo— no va destinado a ustedes solos, sino que deben de transmitirlo a todo el mundo. Porque no los envío a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte; ni tan siquiera los envío a toda una nación, como sucedió en otro tiempo con los profetas; sino a la tierra, al mar y a todo el mundo, y a un mundo, por cierto muy mal dispuesto» (Homilía sobre San Mateo 15, 6). Lo único importante es que Cristo sea anunciado, conocido y amado. «Que todos te conozcan y te amen» decía la beata Madre María Inés. El Amado es el que actúa por medio de los apóstoles de aquel entonces y de ahora. Así lo expresa San Agustín: «Podemos amonestar con el sonido de nuestra voz, pero si dentro no está el que enseña, vano es nuestro sonido... Les hable Él, pues, interiormente, ya que ningún hombre está allí de maestro» (In 1 Jn. 2,4). «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» dicen llenos de valor Pedro y Juan (Hch 4,20) y se niegan a hacer caso a las prohibiciones de los jefes del Sanedrín, puesto que, como ellos mismos dicen, tienen que «obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 4,19). 

Pedro y Juan, y con ellos todos los demás discípulos–misioneros junto con María la Madre del Señor, a pesar de todas las amenazas que se pudieran presentar, proclamaban el mensaje de la resurrección de Jesús con entusiasmo, porque ellos habían creído y le habían seguido. Así manifiesta el nombre de Jesús toda la plenitud de su poder salvífico; no sólo salva de la enfermedad, sino que es la única fuente de salvación, que infunde una valentía, un poder superior, contra el que chocan todos los planes humanos que intentan destruirlo. Entre aquellos primeros seguidores estaba la Magdalena «Apóstol de los apóstoles», a quien al principio cuando llevó el mensaje de la resurrección a los apóstoles, no le había creído (Mc 16,9-15). Pero al final, la presencia del resucitado se impone por la evidencia y los llena de valentía para anunciar el Evangelio y conformar nuevas comunidades de discípulos–misioneros de Jesús. Ojalá tuviéramos ahora nosotros la valentía de Pedro y Juan, y diéramos en todo momento testimonio vivencial de Cristo. Para eso hace falta que hayamos tenido la experiencia del encuentro con el Resucitado como la tuvo María Magdalena, como la tuvieron los apóstoles, como la tuvo María a quien hoy, dentro de esta Octava de Pascua, por ser sábado, recordamos de manera especial. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen, que nos conceda la gracia de anunciar sin cansarnos el gozo de la resurrección del Señor. Que en esa forma colaboremos, desde nuestra propia condición de discípulos–misioneros, con lo que a cada uno nos toca realizar, para que a todos llegue, con eficacia, el anuncio del Evangelio para salvación del mundo entero. ¡Feliz sábado, lleno de la bendición de Dios! 

Padre Alfredo.

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