Ayer pude estar, gracias a Dios, gozando de un momento de silencio rezando Laudes y el Oficio de Lecturas en la Basílica de san Pablo extra muros y hoy me encuentro, en la primera lectura de Misa, con Gamaliel, quien fuera maestro de san Pablo antes de su conversión, un hombre que, en su intervención, encierra dos mensajes que me parecen importantes: Por una parte, me anima a secundar la voluntad de Dios, y, al mismo tiempo, me alerta sobre la dificultad que todos tenemos en acertar qué obras son de Dios y cuáles no. Su notable intervención convence a los miembros del Sanedrín a dar libertad a los Apóstoles, aunque éstos no se libraron de azotes y amenazas, pero salieron de ahí gozosos por haber sufrido a causa del nombre de Jesús. ¡Qué situación tan contrastante! Para los miembros del Sanedrín, compuesto por judíos que se sentían «plus cuam perfectos» y sumamente conocedores de las Escrituras, el nombre de Jesús se convierte en causa de rabia, de envidia y de venganza; mientras que para los seguidores de Cristo es fuerza, valentía, liberación y gozo en el sufrir por Él. El sentido de la alegría de los Apóstoles por padecer por Cristo nos lo da san Juan Pablo II en una de sus alocuciones: «La alegría cristiana es una realidad que no se puede describir fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo... ¡No apaguen esa alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimonien su alegría! ¡Habitúense a gozar de esta alegría!» (Alocución del 24 de marzo de 1979).
Gamaliel, sin ser cristiano, pero sí un hombre de Dios y sumamente inteligente, en su condición de maestro de la ley, alcanza a ver que la predicación de los apóstoles no perseguía ningún fin político ni invitaba a retirarse a nadie a la austeridad del desierto; sino que era un mensaje que se dirigía al corazón del hombre y pretendía dar respuesta a las preguntas que éste se plantea. Este hombre ve que ese anuncio de la llamada «Buena Nueva» que hablaba de un «Reino», estaba animado por el Espíritu, y veía en la cruz de Cristo —sin entender él por qué— todo el amor con que el corazón de Dios se desborda por el hombre. Gracias a su intervención, se iba a comprobar que, aquello que había dicho Jesús de que un poco de levadura es suficiente para que la masa crezca (Mt 13,33. Cf. Gal 5,9), se haría realidad. Nada impedirá a los primeros cristianos hablar y continuar predicando. Ellos tienen —como nosotros hoy—muchas cosas buenas y hermosas por decir. Son portadores de una «Buena Nueva» y se sienten felices de comunicarla a pesar de ser azotados... «Salieron del Gran Consejo muy contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
¿Es así como concebimos los discípulos–misioneros de hoy nuestro apostolado? Dice la lectura: «Y no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Nueva de Cristo Jesús cada día en el Templo y por las casas» (Hch 5,42). Los auténticos discípulos–misioneros del Señor Jesús viven de él, viven con él, viven para él, para ese Jesús que es Amor, nos revela la misericordia infinita de Dios. Los auténticos discípulos–misioneros viven para Jesús que ve las necesidades de los hombres, que se preocupa de la felicidad de los hombres, que tiene presente la vida de los hombres. Su milagro de la multiplicación de los panes, como su sacramento de la Eucaristía son gestos de amor (Jn 6,1-15). Jesús quiere alimentar a la multitud, y prueba a sus discípulos preguntándoles de dónde van a sacar dinero para comprar el alimento necesario para tanta gente. Alguien señala algo desproporcionado: cinco panes de cebada —el pan de los pobres— y dos peces, que son puestos a disposición por un muchacho. ¡Cinco panes para cinco mil hombres! Los discípulos hacen de intermediarios entre Jesús y la multitud que se sienta en pleno campo y, mientras tanto, Jesús mismo prepara la cena, hace la bendición y comienza a repartir los panes, luego los peces. Todos comen hasta saciarse. ¡Todos contentos!... como estarán luego los Apóstoles en medio de la persecución, porque con Jesús, el Pan de Vida, todo es eso: vida y vitalidad. ¡Hoy me viene pedir al Señor la gracia de estar contento aún en medio de las situaciones que a veces no entiendo o no logro asumir del todo! Le pido que de a su Iglesia, bajo la mirada amorosa de su Madre, «Causa de nuestra alegría» esa misma vitalidad que dio a san Pablo y a los Apóstoles. Señor: Auméntanos la fe... la fe en la vida, la fe en la Resurrección, la fe en Ti que todo lo puedes. Amén. ¡Bendecido viernes desde la Roma eterna de mártires y santos!
Padre Alfredo.
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