En menos de cinco días, han sido asesinados dos sacerdotes en nuestro México lindo y querido; el miércoles, el padre Rubén Alcántara Díaz en Cuautitlán Izcalli y ayer en la tarde el padre Juan Miguel Contreras García en Tlajomulco de Zuñiga, Jalisco. Por supuesto que, estos hechos, no quedan fuera de mis momentos de reflexión. Igual que como sucedía en los tiempos de los primeros cristianos, la vida de quien ha decidido seguir a Cristo transcurre sencillamente, entre la pena y la alegría... en la persecución y en la paz... Hemos de ir caminando en la confianza como aquellos primeros que vivían todo como venido del Señor, aprovechando incluso las persecuciones y el martirio para «edificar», avanzando hacia metas más altas de santidad. Los «hechos» de los apóstoles de aquel y de este tiempo, reproducen los «hechos» de Jesús: ¡Los tullidos andan, los muertos resucitan! (Lc 7,22). La vida surge donde el decaimiento y la muerte parecen hacer su obra. La resurrección de Jesús es de hoy, de ayer y de siempre, continúa y trabaja a la humanidad desde el interior del que se ha dejado seducir por el Señor.
En el Evangelio, hoy llegamos al final del capítulo 6 de san Juan y nos encontramos con que Jesús, en el texto (Jn 6,60-69) nos dice: «El espíritu es quien da la vida; la carne nada aprovecha». ¿Así, o más claro? Nos encontrarnos situados en el núcleo del evangelio. Jesús habla claro y por eso «desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con él» (Jn 6,66) y dijo a los Doce: «¿También ustedes quieren dejarme? (Jn 6,67) y Pedro respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). Esa convicción es la que mantuvo fieles a los primeros miembros de la Iglesia y debe ser la que a nosotros también nos mantenga en pie. Jesús, desde su existencia gloriosa, sigue presente en su Iglesia, la llena de fuerza por su Espíritu y sigue así actuando a través de ella. En medio de momentos de paz, como los que san Lucas describe en la primera lectura de hoy, y también en momentos de dolor y persecución, como tantos que describe el mismo autor sagrado en otros pasajes de su fascinante libro de los Hechos de los Apóstoles.
Nosotros, gracias a la bondad de Dios, somos de los que han hecho una opción por seguir a Cristo. ¡No le hemos abandonado! Como fruto de cada Eucaristía, en la que acogemos con fe su Palabra en las lecturas y le recibimos a él mismo como alimento de vida en la Comunión, buscamos imitar la actitud de Pedro: «¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna». Los verdaderos discípulos–misioneros no lo abandonaron, aunque en aquel momento inicial pudiera ser que la mayoría no tuviera claro lo que representaba la propuesta de Jesús ni el confesarse seguidores de su proyecto. Jesús vivió con ellos sus más hondas experiencias, se les reveló como Hijo de Dios. Los llenó de elementos que los hicieron comprender la misericordia, movió sus conciencias hacia el bien, les abrió los ojos a una nueva realidad. Cuando Jesús se alejó de ellos para volver al Padre, con el paso de los días se iban maravillando del ser que permanecía vivo entre ellos con más fuerza que antes y se convencieron sin dudar —aún en medio de persecuciones cruentas— que sus palabras eran «Palabra de vida eterna». Hoy y siempre muchas fuerzas contrarias se oponen a la propuesta de Jesús. Ayer, hoy y siempre, algunos perseguirán a sus seguidores, tratarán de llenarlos de temores, buscarán acorralarlos, pero aun matándolos, no lograrán acabar con la raíz de este sueño que siempre retoñará en realidad de la humanidad. El sueño de vivir en justicia y paz con la alegría de compartir lo mucho o lo poco que se tenga; el sueño de mirarnos a los ojos y sentirnos hermanos. El un sueño que no tiene fin ni aun con la pesadilla diaria de la muerte diabólica que tortura y persigue. Hoy es sábado y pienso como cada sábado, de manera muy especial en María, ella también experimentó con Cristo la persecución, ella fue siempre fiel, ella es nuestra Señora de la paz. A ella me viene orarle hoy repitiendo un hermosa oración que encontré por ahí: "Santísima Madre de Dios, nos dirigimos a ti como Madre de la Iglesia, madre de todos los cristianos que sufren y de todas las minorías perseguidas. Te suplicamos, por tu ardiente intercesión, que hagas caer ese muro, los muros de nuestros corazones, y los muros que producen odio, violencia, miedo e indiferencia, entre los hombres y entre los pueblos. Tú, que mediante tu Fiat aplastaste a la serpiente antigua, congréganos y únenos bajo tu manto virginal, protégenos de todo mal, y abre para siempre en nuestras vidas la puerta de la esperanza. Haz que nazca en nosotros y en este mundo la civilización del amor que pende de la cruz y de la resurrección de tu Divino Hijo, Jesucristo, Nuestro Salvador, que vive y reina, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos. Amén. ¡Ofrezcamos como cada sábado, algún regalito especial a María!
Padre Alfredo.
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