Ayer Domingo de la Misericordia saludé al Santo Padre, el Papa Francisco, al término de la Misa y los tuve presentes a todos... Con su sencillez característica se alegró de mi tarea como Misionero de la Misericordia en México y en especial en la Basílica de Guadalupe... ¿Y confiesas mucho?, me preguntó. ¡Claro que sí Santo Padre!, ¡claro que sí! Le respondí con emoción mientras me estrechaba la mano con un gesto muy paternal... Pero realmente, qué difícil resulta hoy para mucha gente confesarse y qué difícil es para muchos buscar y mantener una vida de unión con Dios anhelando crecer en santidad. Precisamente hoy, a medio día, el Papa nos entregará una nueva exhortación apostólica que lleva el nombre de «Gaudete et exultate» y que toca el tema de la santidad de vida. Para nuestros antepasados era algo normal encomendarse al empezar el día santiguándose (Hacerse la señal de la cruz), signándose (Hacerse la señal de la cruz en la frente, en la boca y en el pecho) o persignándose (Signarse primero y luego santiguarse). La gente oraba a mediodía y al anochecer implorando la gracia y bendición del Señor. En la mayoría de las casas se bendecían los alimentos a veces con oraciones muy simples pero llenas de gratitud por los alimentos recibidos; la gente se confesaba con frecuencia y hablar de santidad era algo común. La búsqueda de la santidad era parte integrante de los acontecimientos que se iban viviendo a lo largo del día. Me vienen ahora, en este día solemne en que la Iglesia celebra la «Anunciación a María», unas palabras que san Cirilo de Alejandría dirige a la Santísima Virgen en el conocido como «El más famoso sermón mariano de la antigüedad» y que el santo pronunciara en el año 431, en la definición del Dogma de su Divina Maternidad: «Te saludamos, a ti que encerraste en tu seno virginal a aquel que es inmenso e inabarcable; a ti, por quién la Santa Trinidad es adorada y glorificada; por quien la cruz preciosa es celebrada y adorada en todo el orbe; por quien exulta el cielo; por quien se alegran los ángeles y arcángeles; por quien son puestos en fuga los demonios; por quien el diablo tentador cayó del cielo; por quien la criatura, caída en el pecado, es elevada al cielo, por quien toda la creación sujeta a la insensatez de la idolatría, llega al conocimiento de la verdad; por quien los creyentes obtienen la gracia del bautismo y el aceite de la alegría; por quien ha sido fundamentadas las Iglesias en todo el orbe de la tierra; por quien todos los hombres son llamados a la conversión».
Apenas cerrada la Octava de Pascua con la fiesta del Domingo de la Misericordia, celebramos este sagrado momento en que es concebido, en el que fueron creadas todas las cosas y son salvados los hombres. En el santuario del seno de María, el Dios omnipotente comienzó a vivir como ser humano. Allí, en María, la humilde sierva del Señor, comenzó Dios encarnado ese camino de llegar a ser hombre pleno: desde su concepción hasta su muerte salvadora, muerte que sería derrotada por su resurrección, que acabamos de celebrar y que seguimos anunciando vivamente en este tiempo de Pascua. La Iglesia nos invita, en este día, a situamos ante el pasaje de la Anunciación, momento en el que cambió la historia de toda la humanidad. Cristo, aunque era Dios, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, se hizo hombre para nuestra salvación cumpliendo así la voluntad del Padre. Como bien nos relata el pasaje evangélico, estaba María en su pequeña casa de Nazaret y no era consciente de lo que iba a ocurrir... Dios se iba a hacer hombre en su seno. El mismo Dios iba a tomar la carne de María para hacerse hombre. En ese momento el ángel entra en su presencia transmitiéndole lo más grande que Dios le ha podido conceder a una mujer, ser la llena de gracia «María has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,26-36). Él que es el Santo de los Santos tenía que nacer en un seno santo, el de María. Por eso es proclamada por el ángel como la llena de gracia.
María proclamó con solemnidad el hágase en mí lo que tú dices. Ese es el «Fíat» (Lc 1,38), la misteriosa palabra de María que en la Anunciación ha cambiado la historia de toda la humanidad. «Hágase en mí según tu palabra» dice la Virgen. «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). De esta manera, vale la pena recordar que estamos ante un día de acción de gracias a la Virgen santísima por tantos bienes concedidos, por haberse fiado, con sencillez, plenamente de Dios. María nos enseña que la santidad consiste en abandonarse siempre en las manos de Dios a pesar de que en algunos momentos de nuestra vida no lleguemos a comprender la voluntad de Dios en nuestro ser y quehacer. Dejemos con humildad, como ella, que sea él quien guie las riendas de nuestra vida, sabemos bien que nuestra vida sin el Señor carece de sentido y es imposible ser santos sin su gracia, la gracia que renovamos en la confesión. Hoy nos alegramos con la alegría de María. Hoy contemplamos en ella la vocación a la santidad de la Iglesia entera y nuestro compromiso de discípulos–misioneros de traer a Cristo a este mundo tan lleno de confusiones y sinsabores. Por eso, levantamos los ojos hacia ella, la «Puerta del cielo» y «Estrella de la mañana», buscando imitar su ejemplo de docilidad a la voluntad divina. Hoy le pedimos volvernos fecundos por obra del mismo Espíritu, por quien se continúa su misterio: engendrar a Jesús en los corazones de los fieles para que todos le conozcan y le amen. ¡Bendecido lunes y los Misioneros de la Misericordia nos encomendamos a sus oraciones para aprovechar este día de nuestro encuentro acá en Roma!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario