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Cada uno de nosotros, como san Pablo fue predestinado y elegido por Dios para continuar la obra de Cristo (Hch 9,26-31). Y fue plenamente de Cristo, cuando quedó aceptado e incorporado a su Iglesia jerárquica y visible, como garantía de comunión con los demás cristianos en el bautismo. Pero lo que nos hace auténticos católicos q no es sólo el bautizarse, rezar y casarse por la Iglesia. Todo eso se ha de hacer para expresar la fe y celebrarla, pero es necesario traducir esa fe en buenas obras (1 Jn 3,18-24). Es imprescindible que vayamos mucho más allá para proclamar nuestra fe ante el mundo. Si la vivencia de nuestra fe es algo más que pura palabrería o ensoñaciones utópicas, entonces podemos transformar el mundo y transfigurar nuestra existencia. ¿Qué sentido tiene estar bautizado, si no se vive comprometido? ¿Qué significa la comunión eucarística, si no hay ni siquiera voluntad de compartir los bienes que confesamos haber recibido de Dios? ¿Para qué casarse por la Iglesia, si no se está dispuesto a amarse mutuamente como Cristo ama a su Iglesia? Ser cristiano no es una tarjeta de afiliación, un título o un diploma de buena conducta, sino un compromiso en la vida y de por vida. Tener fe en el mundo consumista de hoy no es tener un lujo o un plus, no es ganarse una clase premier o un privilegio de asenso, sino una tarea y una conquista de cada día. Y lo que legítimamente se espera del católico hoy, no es que diga que lo es —de esos hay montones—, sino que lo demuestre. No se esperan sólo palabras, gestos, símbolos, crucecistas colgadas por aquí y por allá, pensamientos bonitos en Facebook o en WhatsApp, sino obras, obras buenas y que contribuyan a hacer mejor el mundo y la convivencia.
El mundo, la Iglesia, mi familia, las personas que más quiero y más me quieren, mi comunidad, necesitan de mí, necesitan de mi aportación, de mis frutos como católico, es decir, como discípulo–misionero de Cristo (Jn 15,1-8). No puedo dejar de dar frutos, porque no se trata de una tarjeta para acumular puntos canjeables. La vida es una permanente y total donación de sí mismo por amor a Dios y al servicio de los hermanos. Dar frutos es una ley de vida cristiana. Es una exigencia para todo el que vive unido a Cristo. Quien más, quien menos, todos tenemos la posibilidad de dar frutos, unos tal vez una ciruela mientras que otros una sandía, pero frutos al fin. Pero ojo, que esos frutos a veces no los veremos nosotros. Decía la beata María Inés: «Si un misionero no logra ningún fruto a pesar de sus afanes y oraciones, no se desalienta, esos afanes y oraciones están fructificando, sin duda, en otras regiones, en donde otros misioneros recogen la cosecha. ¡Dios es siempre fiel!» (Consejos). A los pies de María, la Madre de Dios, caminando en la alegría de la Pascua, preguntémonos sinceramente: ¿Cómo vivo mi pertenencia a la Iglesia? ¿es una afiliación como a un programa de puntos o es un compromiso que impregna todo mi ser y quehacer? ¡Ya de vuelta en mi selva de cemento, les deseo un domingo lleno de bendiciones!
Padre Alfredo.
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