No sólo los apóstoles protagonizaron la historia de la primera comunidad de los creyentes. Hoy aparece en escena Esteban, uno de los diáconos recién ordenados, que, dando testimonio de Cristo, con la misma valentía y lucidez que Pedro y los demás apóstoles nos deja su ejemplo de valentía en el seguimiento de Cristo. El libro de los Hechos da a este diácono mucha importancia: le dedica los capítulos 6 y 7. Además se sabe que Esteban fue el primer mártir cristiano. Esteban, lleno del Espíritu mostraba con su elocuencia, cómo Jesús, el Resucitado, era el portador de la salvación como verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso le acusan: «Éste habla contra el Templo y contra las tradiciones que hemos recibido de Moisés». Sí, se cumple una vez más el anuncio que hizo Jesús a sus discípulos: de que cuando fueran llevados ante los tribunales, el Espíritu les sugeriría lo qué tenían que decir. También a nosotros nos pasará, muchas veces como a Esteban, porque nos encontramos en medio de un mundo hostil al mensaje cristiano y no es extraño que nos asalte la tentación de ocultar nuestro testimonio, para no tener dificultades. Haremos bien en rezar con convicción el salmo que la liturgia de hoy nos propone: «Dichoso el que camina con vida intachable».
Todo discípulo–misionero, que quiera ser auténtico, tiene que seguir el camino del Evangelio con fidelidad, y no los caminos tan diversos y algunas veces atrayentes que presenta de este mundo y que muchas veces son opuestos: «aunque los nobles se sientan a murmurar de mí, tu siervo medita tus leyes... apártame del camino falso y dame la gracia de tu voluntad». Hoy y mañana vamos a recordar el arresto y la muerte de Esteban, este discípulo que fue —según la tradición— el primero en derramar su sangre, no sólo por Jesús, sino como Jesús. Lucas describe el final de la vida de Esteban en claro paralelismo con el final de la de Jesús. Ambos son detenidos como consecuencia de un tumulto popular. Ambos son acusados de poner en cuestión la institución más sacrosanta de los judíos: el templo. Ambos reaccionan de manera no violenta. Oran, incluso, por aquellos que los condenan. Ambos ponen sus vidas en manos de Dios en el momento de la muerte. Esteban muere como Jesús. Su muerte, como la del Maestro, no queda estéril. La muerte de Esteban desencadena una persecución contra la comunidad cristiana de Jerusalén. Los creyentes se ven obligados a huir y dispersarse. Pero esta dispersión no significa la muerte de la Iglesia sino todo lo contrario: el nacimiento de una Iglesia multicultural, que anuncia el nombre de Jesús, como se anuncia en el comienzo de los Hechos, en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra.
Probablemente nosotros no correremos la misma suerte de Esteban —aunque no lo podemos descartar— y no tendremos ocasión de pronunciar discursos elocuentes ante las autoridades o las multitudes. Nuestra vida ordinaria, con las pequeñas cosas que realizamos día con día, es el mejor testimonio y el más elocuente discurso para el mundo de hoy, si nos dejamos conducir por el Señor y si de veras «rechazamos lo que es indigno del nombre cristiano y cumplimos lo que en él se significa» sin hacer mucha alharaca... Hoy en el Evangelio Jesús habla fuerte y nos recuerda lo que debe ser nuestro ser y quehacer para seguirle: «Me buscan, no porque han visto signos, sino porque comieron pan hasta saciarse. Trabajen no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura» (Jn 6,22-29). Hay que preguntarnos cuáles son las motivaciones que nos impulsan a creer en Jesús hoy con la misma fuerza de Esteban y los demás miembros de aquella primera comunidad cristiana. La «lógica del mundo» supone el libre comercio de los deseos de la carne, de los ojos y de la vida material. Y un hombre como Esteban, amador de la gloria divina, se sale de ese esquema y se convierte en una denuncia viva de todo ese sistema de esclavitudes conectadas. Por eso fue odiado y perseguido, pero su rostro —dice la Escritura— «parecía el de un ángel" (Hch 6,15). Según vamos tomando conciencia de lo efímeros que son los sueños de juventud, de lo perecederas que son muchas realidades de las que en otro tiempo nos hemos alimentado, vamos centrándonos en lo esencial y vamos, como María, guardando lo que vale la pena en el corazón para meditarlo y hacerlo vida, como hizo Esteban y los demás que, en torno a la Madre de Dios, daban aquellos primeros pasos en una forma de vivir diferente en la que no había tiempo que perder... Ayer hacía referencia a lo rápido que pasa el tiempo y ahora me quedo pensando... ¡qué lento es el camino!... pero como dice la canción: «¡Se hace camino al andar!» Te deseo que tengas un lunes lleno de bendiciones.
Padre Alfredo.
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