La fiesta de la conversión de San Pablo se celebra el 25 de enero, pero, como en el tiempo de Pascua leemos el libro de los Hechos, hoy nos topamos con el capítulo noveno (Hch 9,1-20) en donde se narra de la conversión de Saulo de Tarso. Como la mayoría sabemos, camino a Damasco este brillante personaje fue enviado al suelo por el mismo Jesús a través de una luz del cielo cegándolo por espacio de tres días (Hch 9,3-9). Saulo permaneció en casa de un judío llamado Judas, sin comer ni beber. El cristiano Ananías, por petición de Cristo, fue al encuentro de Saulo, quien recuperó la vista y se convirtió, accediendo al bautismo, recibiendo el nombre de Pablo y predicando sobre el Hijo de Dios. Así, el antiguo perseguidor se convirtió en apóstol y fue elegido por Dios como uno de sus principales instrumentos para la conversión del mundo. Como ya me he detenido en este «Gigante de la misión» precisamente el 25 de enero, hoy reflexiono ayudado de Ananías, que aparece en este relato como una especie de actor secundario. Me llama la atención que, cuando lo llama el Señor, sin saber para qué, responde sin vacilar diciendo: «Aquí estoy, Señor» (Hch 9,10; cf. 1 Sam 3,10). Seguro que Ananías se ha de haber quedado, como decimos «con los ojos cuadrados» cuando supo que se trataba de aquel Saulo que se dedicaba a perseguir a los cristianos. Sin embargo, en una obediencia «dialogada» (Hch 9,13-14) le hizo caso al Señor y se dirigió a la casa de Judas.
¡Qué importante es el «sí» que Dios nos pide!, aunque de momento no entendamos lo que quiere y el por qué o para qué. Indiscutiblemente que al ver a Ananías he pensado en el «sí» de Cristo, enviado por el Padre (Jn 6,57), en el «sí» de María (Lc 1,38) y en el de tantos que, como «actores secundarios» de una historia o de una misión, se han dejado llevar de la mano de Cristo. Por la imposición de las manos de Ananías, Pablo recobró la vista recibiendo la gracia del Espíritu Santo (Hch 9,17-18). Cristo también es un enviado para abrir los ojos no a uno, como en el caso de san Pablo, sino el de todos. «Qué todos te conozcan y te amen» dice Madre Inés en el «sí» que también ella ha pronunciado al haber sido llamada. El Hijo de Dios se hizo hombre, carne y sangre de nuestra raza, en el seno de María Virgen, por obra del Espíritu Santo para abrirnos los ojos al amor del Padre. Jesús dice «Nadie viene al Padre si no es por mí» (Jn 14,16). La lectura y meditación del Evangelio que la liturgia de la palabra nos propone para hoy (Jn 6,53-60), nos abre los ojos para ver y valorar que quien se alimenta de Jesús en la Eucaristía hace suya la Encarnación y la Redención que Dios nos ofrece en Cristo Jesús compartiendo con nuestro «sí» su misión. Como Ananías, como María, no somos los actores principales, por eso si no nos alimentamos de Él no tendremos vida en nosotros, pues sólo aquel que lo coma vivirá por Él y podrá sostener el «sí», ya que sólo Él es el verdadero Pan del cielo que nos da vida, y Vida eterna.
Pienso hoy, en mi reflexión, en mi respuesta al llamado que Dios me ha hecho y con el que me ha invitado a ser su discípulo– misionero yendo al encuentro de Cristo, no sólo para escucharle, no sólo para reconocerlo como nuestro Dios por medio de la fe, no sólo para arrodillarme y suplicarle que me socorra en mis necesidades, sino para hacerme uno con Él y entonces pienso en el «sí» de cada uno de los que lee mis mal hilvanados «pequeños pensamientos». Por ahora termino mi reflexión pensando en Fidel, un señor que anoche ungí con el óleo de los enfermos en el hospital de «La Raza» y que me hizo reflexionar en dos cosas: Primero, me recordó el «sí» de mi muy querida Almita (Almaminta) esa incansable misionera de Villa Universidad, brazo derecho en la parroquia de «Nuestra Señora del Rosario» por tantos años y mamá de varios de nuestros hermanos Vanclaristas (mamá de Joel González, coordinador nacional en México, a quien muchos conocen). Una mujer que vive un «sí» callado a la voluntad de Dios en una condición de salud que la tiene postrada y sin hablar en cama. Allí en «La Raza» la vi por primera vez en esas condiciones y percibí su respuesta a esa a veces «extraña» voluntad de Dios. Segundo, yo no iba a ver a Fidel, sino a Antonio, pero, al terminar de ungir a este papá de una de las personas de la parroquia, una señora, la esposa de Fidel, me llamó para que lo visitara. Al ver a Fidel, me vio y me dijo con voz serena y ayudado del oxigeno para respirar: «Aquí estoy, acompañando a Cristo»... ¿Qué más se puede decir? ¡Bendecido viernes ya de lleno en el ministerio sacerdotal aquí en la parroquia de Fátima en la vuelta a la realidad de cada día!
Padre Alfredo.
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