¡Pero qué rápido es domingo nuevamente y la alegría de la Pascua continúa! En Roma, como en todo el mundo, el tiempo vuela y cada oportunidad que Dios nos da para santificarnos no se vuelve a repetir... ¡No perdamos el tiempo! Que no se nos vaya en teorizar o en cosas vanas, porque en el momento menos pensado llegará la tarde y seremos juzgados en el amor... ¡No perdamos el tiempo! Porque cuando se pierde el tiempo, se pierde, como consecuencia, también la paz interior... ¡No perdamos el tiempo! Todo esto me viene leyendo la lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch 3,13-15.17-19), en donde siempre está de trasfondo una invitación serena, pero, sin vacilaciones: «¡Arrepiéntanse y conviértanse!», no hay tiempo que perder. Los primeros cristianos no describen nunca la resurrección de Jesús como una invitación a quedarse estáticos. Su atención se centra en el gesto creador de Dios que ha vuelto a Jesús a la vida y éste exige gastar el tiempo en él y en sus intereses. La resurrección, aunque es algo que le ha sucedido a Jesús y no a los discípulos, los compromete a dedicarse en alma, vida y corazón a hacer de esto una vida, un anuncio, un compromiso que engloba la vida y su tiempo total. No es que Jesús permanece ahora vivo en el recuerdo de los suyos, él está vivo y actuante a través de su testimonio y acción.
Hoy todos hablan de la búsqueda de la paz, de la necesidad de construirla, pero, mientras no se «gaste el tiempo» en Jesús y sus intereses, la paz no llegará y menos a través del lanzamiento de bombas y el uso de armas biológicas y químicas. Todos desean la paz, pero pierden tiempo, y lo malo es que sin Jesús y malgastando el tiempo en juntas inútiles y acuerdos innecesarios en donde el gran ausente es Cristo «nuestra paz», nadie, o muy pocos entienden lo que es la paz. Muchos, cuando piden la paz, no desean sino mantener sea como sea el orden establecido para poder seguir perdiendo el tiempo. Basta pensar en artistas y organizaciones que, disque son promotores de la paz y no tienen su corazón en paz, porque no está el Señor ahí. Otros, como algunos mandatarios o gente de poder, cuando defienden la paz, defienden solamente su situación privilegiada. Los más, si desean la paz, se contentan con que los dejen tranquilos y en paz. La paz que Cristo ha traído a este mundo (Lc 24,35-48), no se realiza tampoco en un mero tratado de no-agresión, ni se conquista a costa de millones de muertos o para beneficio de algunos que se pasan de vivos. Esa paz ha de instalarse primero en el corazón de cada uno para que, sin perder el tiempo, se haga «sembrador de paz» para que todos, en el mundo entero podemos vivir en paz. También ahora, como a los apóstoles, el Señor Jesús, que nos ve perder el tiempo en tanta cosa nos pregunta: «¿Por qué se turban, y por qué se suscitan dudas en su corazón?» (Lc 24,38).
Ayer, acompañando a mis hermanas Misioneras Clarisas, celebramos la Eucaristía en la Basílica de Nuestra Señora de Loreto, considerado por muchos el santuario mariano más importante de Italia, porque ahí está la casita de Nazareth, donde, según la tradición, la Virgen recibió el anuncio de su maternidad divina y donde vivió la Sagrada Familia. Cuando en 1994 san Juan Pablo II, visitó el lugar, expresó: «La casa de Nazaret es el lugar donde se formó la primera “iglesia doméstica” constituida por la Sagrada Familia». Ahora, relacionando esta visita con el tema de mi reflexión de hoy en torno a la paz y la pérdida de tiempo me pregunto: ¿Cómo y en qué gastó el tiempo la Sagrada Familia? ¿Qué recursos buscaron para mantener sus corazones en paz? Sabemos que la ociosidad es la causa más frecuente que provoca que las personas pierdan el tiempo y con ello pierdan la paz. Cuando alguien, que puede ser cualquiera de nosotros por ejemplo, se encuentra con que no tiene nada que hacer —cuando debería de estar estudiando, rezando, jugando, ayudando a alguien o trabajando— y se pone a navegar en internet sin ton ni son... ¡qué fácil llega la pérdida de la paz! Sí, así de sencillo es que el enemigo logra quitarnos la paz, arrebatarla del corazón para hacer la guerra, que siempre empieza ahí, en el interior del corazón que pierde el tiempo despojando a las personas de los anhelos de santidad. «La Palabra de Dios —dice el Papa en Gaudete et Exultate 162— nos invita claramente a “afrontar las asechanzas del diablo” (Ef 6,11) y a detener “las flechas incendiarias del maligno” (Ef 6,16)» que nos hace perder el tiempo que no vuelve a llegar. ¡Qué ejemplo y qué motivación silenciosa me dejó ayer la visita a la «Casita de Nazareth» para entender la liturgia de hoy domingo! José vivió poco en realidad, Jesús también y la Virgen... no lo se, pero sí se que la paz que Jesús pudo dejar a los suyos se cultivó ahí, entre el diario quehacer como el nuestro, que nunca se acaba y que, ofrecido a Dios nos hace, como decía la beata María Inés: «almas pacíficas y pacificadoras». ¡Bendecido domingo a todos!
Padre Alfredo.
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