lunes, 16 de abril de 2018

«Gaudete et Exultate»... Un tema de retiro basado en el documento del Santo Padre


En medio de la reunión con el Santo Padre como Misionero de la Misericordia y en este tiempo privilegiado del Año Litúrgico, el Papa Francisco nos lanza su nueva exhortación: «Gaudete et Exultate» invitándonos a buscar la santidad amando al Señor con todo el corazón y con toda la vida sin dejar enfriar el amor de la llamada a la santidad. 

El Papa inicia su exhortación con la frase evangélica «Alégrense y regocíjense» (Mt 5,12). Una frase que se encuentra en el discurso de las Bienaventuranzas. «Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, —nos dice el Santo Padre— y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3- 12; Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas. (Cf. Homilía en la Misa de la Casa Santa Marta del 9 de junio de 2014: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española del 13 de junio de 2014, p. 11). En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas (Cf. GE n. 63). 

Entre otras cosas, el Santo Padre nos recuerda que las Bienaventuranzas nos ayudan a vivir el protocolo sobre el cual seremos juzgados al final de nuestras vidas: «Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, fui forastero y me hospedaste, estuve desnudo y me vestiste, enfermo y me visitaste, en la cárcel y viniste a verme» (Mt 25,35-36). Francisco —como le gusta que le llamen— nos alerta acerca del peligro de quedarse con las exigencias del Evangelio sin vivir una relación personal con Dios, y «convertir el cristianismo en una especie de ONG» (GE n. 100); como también de «sospechar del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, comunista, populista (…) como si solo interesara una determinada ética o defender una causa» (GE n. 101). 

El Papa nos recuerda que «no se puede esperar, para vivir el Evangelio, que todo a nuestro alrededor sea favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos juegan en contra nuestra» (GE n. 91) y aquí quiero detenerme yo un poco, porque esa realidad que vemos y que nos toca aquí incluso a unos cuantos metros, no debe ser algo que enfríe en nuestras personas y en nuestras comunidades el anhelo de santidad. Él Papa, en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium nos describía las cosas más tremendas que nos pueden llevar a la mediocridad apagando los deseos de ser santos y a las que hemos de estar atentos. Francisco habla en ese documento de la acedia egoísta (EG 81), el pesimismo estéril (EG 84), la tentación de aislarse (EG (89) y de entablar continuas guerras fratricidas (EG 98) y la mentalidad mundana (EG 93) que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo de ser santos. El Papa apunta que nuestro camino hacia la santidad es una lucha constante. «Quien no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la mediocridad. Para el combate tenemos las armas poderosas que el Señor nos da: la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la Misa, la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero. Si nos descuidamos —dice el Santo Padre— nos seducirán fácilmente las falsas promesas del mal, porque, como decía el santo cura Brochero, «¿qué importa que Lucifer os prometa liberar y aun os arroje al seno de todos sus bienes, si son bienes engañosos, si son bienes envenenados?». Ver S. José Gabriel del Rosario Brochero, plática de las banderas, en Conferencia Episcopal Argentina, El Cura Brochero. Cartas y Sermones, Buenos Aires 1999, 71. 123 Exhort. Ap. Evangelii gaudium del 24 de noviembre de 2013 n. 85: AAS 105, 2013,1056 (GE 162). 

Francisco nos recuerda explícitamente que el diablo existe (GE n. 160) y que es algo más que un mito. «No pensemos que es un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea. Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más expuestos. Él no necesita poseernos. Nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades, porque «como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (GE n. 161). 

Yo creo que, entre otras cosas, el día de retiro nos va ofreciendo mes con mes, momentos especiales capaces de modificar progresivamente nuestra conducta personal y comunitaria alejándonos de las asechanzas del enemigo que se quieren inmiscuir en nuestro camino de santificación y que se pueden ir analizando, a la luz de la fe, de la palabra, del magisterio de la Iglesia y de la doctrina de los santos, en mi caso la doctrina inesiana en ese día de manera mensual. Todo esto contribuye a ese reblandecimiento el corazón que todos necesitamos para hacerlo más sensible a la llamada que el Señor nos hace a ser santos, para amarlo y para hacerlo amar del mundo entero. Por eso es tan importante que todos busquemos, mes a mes, ese día de reflexión especial.

1. La acedia. 

En el número 30 de la exhortación Gaudete et Exultate, el Papa Francisco formula una pregunta: «¿Puede ser sano un fervor espiritual que conviva con una acedia en la acción evangelizadora o en el servicio a los otros?». En el número 111, hablando de algunos riesgos y límites de la cultura de hoy, Francisco recalca que en el mundo de hoy «se manifiestan: la ansiedad nerviosa y violenta que nos dispersa y nos debilita; la negatividad y la tristeza; la acedia cómoda, consumista y egoísta; el individualismo, y tantas formas de falsa espiritualidad sin encuentro con Dios que reinan en el mercado religioso actual». 

Tanto en la Evangelii Gaudium, como en el mensaje de la Cuaresma de 2018, el Papa había ya hablado de este vocablo. Pero, la «Acedia» es un término del que casi no se habla hoy, un concepto que no se conoce, que raramente se nombra, que no aparece en la lista de los pecados capitales, siendo que ciertamente dentro del pecado capital de la envidia la acedia ocupa un puesto preponderante, porque la acedia misma es una envidia, una envidia contra Dios y contra todas las cosas de Dios, contra la obra misma de Dios, contra la creación, contra los santos... un fenómeno demoníaco opuesto al Espíritu Santo. Pero es que no se habla de la acedia como no se habla —en muchos ambientes, incluso religiosos— acerca de los siete pecados capitales que conocemos por el catecismo, y de los cuales los santos padres del desierto preferían decir que se trataba de «pensamientos» y los llamaban «demonios». Algunos de ellos reconocían a la acedia como «el terrible demonio del mediodía, torpor, modorra y aburrimiento». 

Los Santos Padres y los autores eclesiásticos dan a la acedia una gran importancia en la lucha espiritual. La acedia —nos enseñan— actúa en primer lugar como una serie de pensamientos que se inscriben como datos de la inteligencia que van dominando el alma y determinando su voluntad para que actúe habitualmente haciendo el mal. 

La acedia es un hecho que todos debemos conocer y que, por ser tan desconocido o conocido sólo teóricamente, no se identifican los hechos concretos en que se manifiesta, provocando un desconocimiento muy grande tanto de la teoría como de la práctica de la misma. Este fenómeno de la acedia se encuentra por todas partes, continuamente acecha el alma del bautizado y de la comunidad de la que forma parte. En la persona se presenta como una tentación, como una tristeza que si uno acepta se puede convertir en pecado, y si uno acepta habitualmente el pecado se puede convertir en un hábito. De cierta manera pudiéramos decir que en la cultura actual, gran parte de la acedia «cómoda, consumista y egoísta» —como la llama el Papa— puede acechar casi sin darse cuenta, permeando la vida en forma de pensamientos y teorías, pero también en forma de comportamientos acédicos, teorías acédicas con comportamientos equivocados, como si fueran verdaderos. 

¿Qué nos dice la Iglesia acerca de la acedia?, ¿qué nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica acerca de la acedia que nos puede apartar de esos deseos de ser santos?, ¿qué nos dice Madre Inés acerca de la acedia? El catecismo de la Iglesia Católica nos presenta a la acedia entre los pecados contra la caridad, porque es una aptitud y un pecado contra el amor a Dios, y el amor a Dios es nuestro destino eterno, es nuestra salvación, de modo que el demonio de la acedia se opone directamente al designio divino de conducirnos al amor a Dios y de vivir eternamente en el amor de Dios, frustrando nuestro destino eterno. El Catecismo nos dice que la acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino (Cf. CIC 2094) y lo enumera en una serie de pecados contra la caridad, el primero de los cuales es la indiferencia; la indiferencia ante Dios, ante la Iglesia, ante los santos, ante todas las cosas santas, ante los sacramentos, ante los miembros de la comunidad... 

La acedia causa una tristeza por los bienes divinos y una ceguera para con los mismos que hace al hombre perezoso para las virtudes de la religión y de la piedad, provocando una vida tibia, y hay que acordarnos que a los tibios los vomita el Señor (Ap 3,16). En la tibieza el alma se entristece y busca gozos y alegrías mundanas que no acaban de saciar su sed de Dios y por lo tanto se sumerge en una soledad depresiva. Por eso la beata María Inés oraba diciendo: «Pediré a nuestro Señor no me permita caer en la tibieza, que ninguna criatura impida el vuelo de mi alma a él, que ninguna bagatela ate mi alma» (Pensamientos, 106). Y en una carta colectiva escribe: «Que el Señor nos conceda a todas las almas consagradas, saber vivir plenamente nuestros santos votos, que nunca lleguemos a darle hastío por nuestra tibieza, por nuestra poca generosidad, por el no luchar contra nuestros defectos, sino al contrario, que Él encuentre en cada una de nuestras comunidades una Betania donde su corazón descanse» (Carta colectiva de mayo y junio de 1978). 

2. El pesimismo estéril. 

Francisco, en el número 134 de la exhortación, escribe que «como el profeta Jonás, siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar seguro que puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya prefijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas. Tal vez nos resistimos a salir de un territorio que nos era conocido y manejable. Sin embargo, las dificultades pueden ser como la tormenta, la ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás, o el viento y el sol que le quemaron la cabeza; y lo mismo que para él, pueden tener la función de hacernos volver a ese Dios que es ternura y que quiere llevarnos a una itinerancia constante y renovadora». 

En la exhortación Evangelii Gaudium, el Papa empezaba diciendo: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» y más adelante afirmaba: «La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor (EG 84). 

Impulsados por el testimonio siempre alegre de Madre Inés, todos los miembros de la familia Inesiana debemos apostar de manera permanente por la promoción de un optimismo en Cristo, como ella dice: «Conscientes de que cuanto se presente es realmente lo que Él quiere en su momento para nosotros y vivirlo plenamente con verdadera alegría» (Carta a hermanas Misioneras Clarisas de Karuizawa en Japón. 21 de febrero de 1966). 

Esta exhortación Gaudete et Exultate, nos ofrece una gran oportunidad de renovar nuestro encuentro con esa alegría de Jesucristo que llena el corazón del que ha tomado la decisión de dejarse encontrar por Él. Dice el Papa Francisco que nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. Un precioso texto del Concilio de Trento, nos puede ayudar a entender el proceso de encuentro con la alegría: «Se despierta primero nuestra fe dormida; nace después la dolorida conciencia de ser pecadores; surge a continuación el anhelo de la misericordia de Dios; brota en seguida la esperanza que levanta el corazón abatido; apunta pronto el amor incipiente al Señor; se gesta, en fin, el proyecto de enmendar la conducta vieja e iniciar una vida nueva» (Concilio de Trento, Sesión VI. Cap. 6). 

Ni la vivencia de una aparente santidad con tintes de optimismo exagerado ni aquella que se centra en un cierto pesimismo con una especie de «silencio orante como una evasión que niega el mundo que nos rodea» (GE n. 152) es lo mejor para comprender y construir la alegría que nos trae en plenitud de una vida santa. En el primer caso se puede caer en la tentación de quedarse en el exterior y sentir que uno y la comunidad se salva a sí mismo por las prácticas externas viviendo en una especie de pelagianismo o semipelagianismo de la que el Papa nos habla (Cf. GE n. 49). En el segundo se puede crear un ambiente que deprima y que hace dar vueltas a un interrogante que no es sano: ¿hay salvación posible cuando no hemos logrado casi nada? «Los santos —dice el Papa en GE n. 54—evitan depositar la confianza en sus acciones: “En el atardecer de esta vida me presentaré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos”.» (Santa Teresa de Liseux, “Acto de ofrenda al Amor misericordioso” en Oraciones 6). 

La santidad se desarrolla en un alma que vive un sano equilibrio para recuperar la frescura original del Evangelio encontrando «nuevos caminos» y «métodos creativos» sin encerrar a Jesús en nuestros esquemas aburridos. ¡Madre Inés nunca vivió así! Ella misma lo expresa: «Quiero que toda mi vida cante, que mi corazón exulte en las penas y en las alegrías, en los sinsabores, en las inquietudes, en la paz y en la guerra. Quiero decir un fiat profundo en todo lo que Dios permita» (Ejercicios Espirituales de 1943, p. 8). El Santo Padre nos enseña que la santidad empieza con el optimismo de saber que le pertenecemos a Dios. «Se trata de ofrecernos a él que nos primerea, de entregarle nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad, para que su don gratuito crezca y se desarrolle en nosotros» (GE 56). 

Según muchos especialistas, la época actual está sensiblemente más cerca del pesimismo que del optimismo, el balance global que hacen es más sombrío que luminoso, el ánimo colectivo se encuentra decaído en varios aspectos como el de la política o el de la economía. El futuro es percibido, incluso en nuestro ámbito religioso más como preocupante que estimulante. La práctica religiosa decrece. Gran parte de la juventud se muestra poco sensible a la fe y casi alérgica a los temas de Iglesia y religión. El prestigio moral de la Iglesia, por diversas situaciones se vuelve decreciente. A primera vista parece que la ilusión de que «el futuro será mejor» parece haberse disipado. Pero nuestra vida tiene, ciertamente, más realidades positivas para el futuro que negativas. Siempre hay posibilidades para ser optimistas y no dejar que el pesimismo nos robe la alegría del Evangelio. «Si nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría» (GE n. 128, cf. EG 6). El Señor no nos abandonará nunca; nos conforta con testimonios valiosos de jóvenes que, aún en medio del mundo tan seductor, dejan todo para abordar con coraje la barca de la vocación y remar mar adentro. Un pequeño signo positivo puede ser tan esperanzador como el riego por goteo que alimenta las plantas en climas secos. 

San Pablo emparenta espontáneamente esperanza y alegría cuando nos aconseja: «Vivan alegres en la esperanza» (Rm 12,12) y nos exhorta reiteradamente a «estar siempre alegres» (Flp 4,4-5) recordándonos que «el Dios de la esperanza nos colma de todo gozo y paz» (Rm 15,13). El optimismo es algo que solo puede brotar de un corazón alegre y los santos son personas que se sienten bien dentro de su propia piel, personas que descubren espontáneamente los aspectos positivos de la realidad, que mantienen su tono vital en la contrariedad sin desalentarse e infundiendo en los demás, a su vez, ganas de vivir. «Los santos —recuerda el Papa—sorprenden, desinstalan... sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante» (Cf. GE n. 138). 

La alegría es el estado habitual del bautizado que, aún en medio de lo que parece ser desesperanzador, camina lleno de optimismo. Dice Madre Inés: «La alegría es muy necesaria, es mensajera de paz; ella alimenta el espíritu, lo vigoriza, lo ensancha, lo hace apto para recibir las luces del Espíritu Santo. la alegría es comunicativa, es un don por excelencia» (Ejercicios Espirituales de 1941). «Motivos para ser felices… nos sobran, de ahí se derivan también las razones para gozar de verdadera paz y alegría» (Carta colectiva sin fecha). 

3. La tentación de aislarse. 

El camino de la Iglesia, desde sus inicios, es difundir la misericordia de Dios hasta los últimos rincones de la tierra, y esa misericordia no es para ser vivida aislándose del mundo y sus afanes. La misericordia es la única realidad que puede resumir e iluminar decisivamente todos los aspectos del mensaje cristiano de salvación que debe llegar a todos. Toda la vida cristiana consiste en acoger, celebrar y ofrecer la misericordia de Dios, cuyo componente básico es el amor sin fronteras. 

El ejercicio de la misericordia enriquece extraordinariamente a todos los bautizados y, a través de ellos, humaniza y cristifica el mundo. Pero, qué tentación tan grande puede vivir quien no entienda esto y se aísle. Existen, por desgracia, creyentes que buscan aislarse sin solidarizarse con la Iglesia y el mundo entero. El Papa Francisco, no solo en su mensaje para la cuaresma pasada hace mención del aislamiento, ya en su viaje a Polonia, del 27 al 31 de julio de 2016 había dicho: «El Señor no mantiene las distancias, sino que es cercano y concreto, está en medio de nosotros y cuida de nosotros, sin decidir por nosotros y sin ocuparse de cuestiones de poder. Prefiere instalarse en lo pequeño, al contrario del hombre, que tiende a querer algo cada vez más grande... no desea que lo teman como a un soberano poderoso y distante, no quiere quedarse en un trono en el cielo o en los libros de historia». 

Algunos, ha denunciado el Papa, tienen la tentación de vivir cómodamente en una especie de «microclima religioso», queriendo estar con Jesús, pero no con los de Jesús. El bautizado debe hacer suyos, en todo momento, los intereses de Jesús, que le ha llamado no a aislarse del mundo olvidándose de los que sufren, sino a consagrarse a Él para buscar la salvación de muchos: «Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero». En este otro pensamiento Madre Inés deja ver que ese era el hilo conductor de su vida: «Nunca puedo apartar a las almas de mi camino; son, han sido siempre el sostén de mi vocación, la fuerza en mis penas y amarguras» (Ejercicios Espirituales de 1962). 

El Papa nos recuerda que «nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo» (GE n. 6). Alguien que se aísla difícilmente persevera. El Papa en la exhortación acierta al decir también que «es muy difícil luchar contra la propia concupiscencia y contra las asechanzas y tentaciones del demonio y del mundo egoísta si estamos aislados. Es tal el bombardeo que nos seduce que, si estamos demasiado solos, fácilmente perdemos el sentido de la realidad, la claridad interior, y sucumbimos» (GE n. 140). 

Nuestra vida de fe y de amistad con el Señor, nos apremia a practicar la misericordia con los demás miembros de la comunidad y con la gente de todas partes. Así vivía habitualmente la primera comunidad cristiana, que se creó un amplio espacio para ejercer la misericordia en la vida personal y comunitaria compartiendo los bienes (Hch 4,34s), ejercitando la limosna con los necesitados (2 Cor 8), practicando la hospitalidad (1 Tim 5,10), perdonándose mutuamente (Col 3,13) y dando cristiana sepultura a los muertos (Hch 8,2). 

«La caridad debe ser ingeniosa» decía el beato Paulo VI, y eso es algo que cada uno en particular y todos juntos como comunidad, debemos practicar en estos entrincados tiempos que nos ha tocado vivir. La Virgen María nos puede enseñar mucho al respecto, ella nunca se aisló de los intereses de su Hijo ni de los amigos de su Hijo. Ni dueña ni protagonista, sino Madre y sierva, vio las necesidades de los otros, como la de Isabel y la de los esposos en Caná. A ella podemos pedirle la gracia de ser santos haciendo nuestra su sencillez, su apertura, su creatividad al servir al necesitado y la belleza de dar la vida por los demás, con un corazón sin fronteras. 

4. Las guerras fratricidas. 

La división en una comunidad cristiana, en una parroquia o en una asociación —afirmó el Papa en una de sus audiencias— es un pecado gravísimo porque es obra del diablo... es el diablo el que separa, destruye las relaciones, siembra prejuicios (cf. Audiencia del 27 de agosto de 2014). En el mensaje para la Cuaresma de 2018, el Papa tocó el tema de la tentación de crear guerras fratricidas que atentan contra la caridad y en la exhortación habla también de este tipo de «guerra fraticida» como la llama. «Para nosotros —dice Francisco en el número 87 de Gaudete et Exultate— es muy común ser agentes de enfrentamientos o al menos de malentendidos. Por ejemplo, cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se lo digo; e incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo. Y si logro hacer más daño, parece que me provoca mayor satisfacción. El mundo de las habladurías, hecho por gente que se dedica a criticar y a destruir, no construye la paz. Esa gente más bien es enemiga de la paz y de ningún modo bienaventurada». 

¿Qué quiere decir con esto el Papa? Creo que lo entendemos perfectamente, pues una comunidad que se deja engatusar por las sutilezas del enemigo deja que crezcan los pecados contra la unidad, que no son sólo las herejías o los cismas, sino también y sobre todo las cizañas más comunes de nuestras comunidades: envidias, celos, antipatías. Lo humano, pero no lo cristiano, que va creando, como decía aquel famoso personaje de la televisión mexicana «sin querer queriendo» esas guerras entre hermanos. 

Es inevitable que en una comunidad existan discusiones, pues aunque nos une un mismo ideal, cada uno tiene una personalidad diferente. El sentir celos, y el simple hecho de tener que compartir la vida, pueden hacer, por las diversas formas de ser y hacer las cosas, una relación un tanto tirante. Todos tenemos la opción de escoger a nuestros amigos, pero no a nuestros hermanos de comunidad, y hasta los santos afirman que esto hace que la vida de comunidad adquiera un tinte penitencial. La mayoría de los miembros de una comunidad tienen la experiencia de haber crecido entre hermanos o primos; por lo tanto, saben que no siempre todo es color de rosa en una relación constante. Hay que dirigir la mirada hacia Cristo, que también enfrentó diversas situaciones sin dar cabida a esa «guerra fraticida» de la que habla el Papa Francisco. 

A pesar de su súplica: «Que todos sean uno como tú, Padre estás en mí y yo en ti» (Juan 17,21), Jesús vive situaciones difíciles con la comunidad de los Apóstoles y sus demás seguidores. Propongo ahora solamente algunos ejemplos de los evangelios: «¿Hasta cuándo estaré con ustedes? ¿Hasta cuándo los tendré que soportar?» (Mt 17,17). «Entonces muchos de sus discípulos al oírlo, dijeron: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?» (Jn 6,60). «¿También ustedes quieren dejarme?» (Jn 6,67). «Se suscitó también entre ellos un altercado, sobre cuál de ellos debería ser considerado como el mayor» (Lc 22,24). «Y llegaron a Cafarnaúm; y estando ya en la casa, les preguntaba: ¿Qué discutían por el camino? (Mc 9,33-34). «Y conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo es devastado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no se mantendrá en pie» (Mt 12,25). Sin embargo, a pesar de todo conflicto que pueda existir en una comunidad como la de los Apóstoles con el Maestro, él no se desalienta, sino que les deja una herencia que es, ante todo, una súplica: «Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros; como yo los he amado» (Jn 13,34). 

Nuestro rol en la comunidad, no puede limitarse a rezar, festejar y compartir cuando todo sale bien, sino a utilizar los conflictos y discusiones entre hermanos como un área de oportunidad para aprender y crecer, para practicar el mandamiento del amor. El no tener ningún conflicto entre hermanos, a la larga, trae consigo consecuencias negativas, ya que el aprender a lidiar con pequeños o grandes conflictos, nos ayuda a ser almas firmes en el apostolado. Las guerras fratricidas se evitan si se busca juntos la solución a los problemas que se presentan, si se va escribiendo la historia de la comunidad de manera fraterna, si se van siguiendo los buenos ejemplos de unos y de otros y sobre todo si, en todo momento, se pone a Cristo en el centro de la fraternidad, y para eso, se requiere que cada miembro de la comunidad sea un alma de oración. Dice Madre Inés: «Si dejamos de ser almas de oración, si no vivimos continuamente unidos a Dios todo lo más que nos sea posible; nuestras misiones, nuestros apostolados, nuestro trato con los demás, no fructificará verdaderamente; todo será como campana que retiñe» (Carta a unas religiosas, f. 4538). Es hermoso lo que escribe en una de sus últimas cartas y que al respecto mucho puede ayudar: «Que cada uno colabore a hacer de cada una de nuestras comunidades “una comunidad pascual”, una comunidad que “anuncie a Cristo Resucitado”, una comunidad “Epifanía”, una comunidad “testimonio” de que cree en lo que anuncia, que vive lo que cree y que predica lo que vive» (Carta circular del 26 de marzo de 1978). 

5. La mentalidad mundana. 

En contraste con la tentación de aislarse a la que hemos dedicado ya un momento de nuestra reflexión, está la mentalidad mundana. Ciertamente todo ser humano vive la realidad de estar en el mundo. Todos somos sensibles a todas las cosas y a todas las personas con las que nos encontramos. No somos insensibles al mundo dominado por la cultura de lo desechable, de lo provisorio y de lo placentero en el que nos ha tocado vivir. Un mundo que muchas veces se olvida del valor de la vida simple y austera de Nazareth y que puede acarrear a las almas débiles a la mundanidad espiritual. El teólogo Henry De Lubac nos ofrece esta definición: «La mundanidad espiritual no es otra cosa que una actitud radicalmente antropocéntrica. Esta actitud sería imperdonable en el caso —que vamos a suponer posible- de un hombre que estuviera dotado de todas las perfecciones espirituales, pero que no lo condujeran a Dios. Si esta mundanidad espiritual invadiera la Iglesia y trabajara para corromperla atacándola en su mismo principio, sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral» (H. De Lubac, Méditation sur l’Église, Paris 1968, 231). 

Este concepto de «mundanidad espiritual» es algo que el Papa Francisco maneja como un peligro grave. En la plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, el Papa señalaba el año pasado (28 de enero de 2017) que debido en gran parte a esta «mundanidad» se ve una «hemorragia» que debilita la vida consagrada y la vida misma de la Iglesia. El Papa dice que la cultura relativista que vivimos induce a tener siempre abiertas «puertas laterales» tendientes a otras posibilidades, puertas que alientan el consumismo y olvidan la belleza de la vida simple y austera, muchas veces provocando un gran vacío existencial, difundiendo un fuerte relativismo práctico, según el cual todo es juzgado en función de una auto-realización, que muchas veces resulta ajena a los valores del Evangelio. En la exhortación él nos dice que hay que entablar «un combate contra el mundo y la mentalidad mundana, que nos engaña, nos atonta y nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo, pero también nos habla de «una lucha contra la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene la suya: la pereza, la lujuria, la envidia, los celos, y demás)». Y también, por último, de «una lucha constante contra el diablo» (GE n. 159). 

Nos ha tocado vivir una época maravillosa en la que todos estamos inmersos en el mundo gracias a las redes sociales, el gran fenómeno de los últimos tiempos que ha cambiado la concepción de la comunicación y del diálogo entre todos los habitantes de la tierra. Ya desde el año de 1963 —cuando muchas de ustedes no habían nacido— el Concilio Vaticano II, en el decreto «Inter mirifica» afirmaba: «Entre los maravillosos inventos de la técnica que, sobre todo en estos tiempos, el ingenio humano, con la ayuda de Dios, ha extraído de las cosas creadas, la madre Iglesia acoge y fomenta con especial solicitud aquellos que atañen especialmente al espíritu humano y que han abierto nuevos caminos para comunicar con extraordinaria facilidad noticias, ideas y doctrinas de todo tipo» (IM 1). 

La «tecnología» en la que nos vemos envueltos en el uso de las redes (Twitter, Facebook, Whatsapp, Instagram, YouTube, LinkedIn, Pinterest y muchas otras más) ha cambiado la manera en cómo nos relacionamos con el mundo. El uso de las redes sociales es un hecho, una obviedad, una realidad con la que tenemos que convivir. Las nuevas tecnologías están provocando profundas transformaciones en la forma en que nos comunicamos hacia adentro y hacia fuera de nuestras comunidades. ¿Saben o recuerdan cómo hacía Madre María Inés las primeras cartas y colectivas? Utilizaba papel cebolla y papel pasante o carbón para hacer varias copias y enviarlas por correo ordinario... ¡Hoy todo eso ha sido rebasado! Muchos son ya los que han crecido desde pequeños con estas técnicas de comunicación en el mundo digital como un lugar real. ¡Cualquiera de nosotros podemos decir, al usar una computadora, un iPad o un smartphone que tenemos a todos nuestros amigos y a nuestra familia ahí dentro! 

Pero a la vez que estos sorprendentes adelantos tecnológicos hacen que parte de nuestra vida sea digital para sentirnos unidos, representa un grave peligro cuando no se sabe manejar, y es, en definitiva, el primer lugar para que se empiece a dar, por descuido, la mundanización espiritual de nuestro ser. Urge que conservemos frente a estos artilugios, nuestra condición de bautizados y conservemos la frescura y la novedad de la centralidad en Jesús, dejándonos evangelizar para usarlos correctamente y para poder comprometernos más y más en la tarea de la nueva evangelización. 

Ya en año de 2012, en la misa de clausura del encuentro de Pastoral Urbana de Buenos Aires, el Papa Francisco, en aquel entonces arzobispo de esa inmensa metrópoli decía: «El peor daño que puede pasar a la Iglesia es caer en la mundanidad espiritual. Esa mundanidad espiritual de hacer lo que queda bien, de ser como los demás, de esa burguesía del espíritu, de los horarios, de pasarlo bien, del estatus: "Soy cristiano, soy consagrado, consagrada, soy clérigo". No se contaminen con el mundo, dice Santiago. No a la hipocresía. No al clericalismo hipócrita. No a la mundanidad espiritual». 

Si la mundanidad espiritual consiste en disolverse en el mundo, en perder la singularidad cristiana con el fin de confundirse con los demás. La manera más fácil de caer en esto es a través de las redes sociales y del uso indebido y desmedido de Internet. Vivir para Cristo es para nosotros una opción fundamental, un acto libre que altera todas las dimensiones de nuestro ser, no solo el plano interior de la persona (su visión del mundo), sino también el plano exterior (su obrar en el mundo). La distinción entre lo real y lo virtual no existe. Si acaso lo que existe es la distinción entre lo físico y lo digital, dos maneras diversas de una única «presencia». Yo soy el mismo en persona que en la red y no puede ser de otra manera. En la exhortación el Papa nos invita a estar atentos: «El mundo nos propone lo contrario —dice Francisco—: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira hacia otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las circunstancias donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca, nunca, puede faltar la cruz» (GE n. 75). «No se puede esperar, para vivir el Evangelio —dice el Papa—, que todo a nuestro alrededor sea favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos juegan en contra nuestra» (GE n. 91). 

La opción por Cristo no obedece a criterios utilitaristas. Nuestra vocación cristiana específica es la respuesta a una llamada, y esta llamada exige un seguimiento coherente de Jesús en la vida ordinaria y en la de las fotos y pensamientos que compartimos, que vemos y guardamos. En el corazón de la opción que hemos hecho subsiste el grito profético, la denuncia de las cosas que humillan y vejan la dignidad de la persona humana. La crítica, como ha afirmado Santa Edith Stein (Teresa Benedicta de la Cruz), es algo consustancial al cristianismo y es el gran antídoto a la mundanidad espiritual. 

Abrir Facebook o cualquiera de las otras redes y aceptar el mundo empecatado tal y como se refleja en muchos contenidos hoy y renunciar a transformarlo, es una tentación muy visible en esta fase histórica que vivimos. La mundanidad espiritual es resignación, instalación, adaptación, disolución en el mundo; es rendirse a los hechos y acostumbrarse al mal que corroe la historia como si fuera una fatalidad. 

Si hacemos a un lado la mundanidad espiritual, cada uno de nosotros puede ver en el uso de Internet, especialmente en las redes, la «periferia» de la que habla el Papa y el espacio en el cual ahora también estamos llamados a llegar a las almas, para que el ideal de la beata María Inés Teresa se haga realidad también en esa parte digital de nuestra existencia: «Que todos te conozcan y te amen es la única recompensa que quiero». 

A manera de conclusión: 

Hemos recorrido algo de la exhortación «Gaudete et Exultate», que tiene para todos los miembros de la Iglesia, un contenido específico: queremos ser santos. Una crisis puede oscurecer y debilitar un valor tan vital como la fidelidad en esta búsqueda de santidad. Pero no puede acabar con este anhelo. 

Hay que orar y perseverar en la lucha, hay que renovar nuestra opción por hacer de nuestra comunidad un espacio teológico de santificación. El Papa nos dice que «la comunidad está llamada a crear ese «espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado». Compartir la Palabra y celebrar juntos la Eucaristía nos hace más hermanos y nos va convirtiendo en comunidad santa y misionera» (GE n. 142). 

Es en la comunidad donde puede, cada uno de nosotros, encontrar el espacio para vigorizar nuestro camino de santificación y para re-estrenar el «sí» afianzándonos en el «Sí» de María la Madre del Señor. Ella nos ha dejado la bellísima oración del Magnificat, que cada tarde resuena en el rezo de nuestras Vísperas. Ella encontró todo por haber renunciado a todo y supo mantener llena de alegría ese «Sí» a lo largo de toda su vida. Levantemos nuestra mirada hacia esta mujer que no conoció infidelidad alguna y que, llena de amor, ruega por nosotros. 

Padre Alfredo.

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