¡Qué detallistas son algunos relatos bíblicos como éste del paralítico curado en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 3,1-10). La narración nos lleva a encontrarnos a ese pobre hombre en la puerta del templo «La Hermosa», esperando algo, en su condición de mendigo, de aquel que pasara por ahí. Aquel pobre queda hipnotizado por la mirada fija de Pedro y Juan y más se asombra cuando escucha el «¡míranos!» que Pedro le dirige... ¿Qué pensaría en un primer momento? ¿Sabría quiénes eran aquellos dos si siempre lo sentaban en el mismo lugar a pedir limosna? ¿Qué impresión puede sentir un pobre indigente cuando es tocado por alguien como Pedro y Juan? El sentir aquella mano tomando la suya y percibir seguramente «algo especial» que lo incorporaba, a la escucha de las palabras: «No tengo ni oro ni plata, pero te voy a dar lo que tengo: En el nombre de Jesucristo nazareno, levántate y camina» (Hch 3,6) lo hizo enderezarse milagrosamente hasta seguirles dando brincos al Templo, ante la admiración de toda la gente que les rodeaba, tal vez muchos de esos que todos los días pasaban por ahí y lo veían postrado.
La fuerza salvadora, que en vida de Jesús brotaba de él, curando a los enfermos y resucitando a los muertos, se muestra en esta lectura de hoy como una energía pascual que sigue activa incluso hasta nuestros días. Cristo, vivo y resucitado, está presente, aunque invisible, y sigue actuando a través de su comunidad, en concreto a través de los apóstoles, a quienes había enviado a «proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,2). Como muchos de los apóstoles de nuestros días, como muchos discípulos–misioneros, aquellos dos —Pedro y Juan— no tendrán medios económicos, pero sí la participación de la fuerza del Señor. El tiempo de la Pascua, y más aún estos días de la «Octava de Pascua» no son un mero recuerdo. La Pascua es curación, salvación y vida hoy y aquí para nosotros. El Señor Resucitado sigue vivo y actuante a través de su Iglesia, cuando proclama la Palabra salvadora y celebra sus sacramentos, en especial la Eucaristía. Es interesante que «el lisiado» del relato, es mencionado con el nombre genérico de «un hombre». Es una figura representativa del pueblo que se encuentra postrado por la enfermedad y la marginación, por la tristeza y la desolación. San Lucas emplea esta misma descripción para el pueblo pobre de Israel (Lc 5, 17-26; 7, 22; 14, 13.21). Aquel pobrecillo hombre contrasta con la magnificencia del templo y con el nombre de la puerta principal, "Hermosa", donde todos los días pedía limosna.
También a nosotros nos puede pasar que experimentemos alguna vez la parálisis del mendigo y la desesperanza de los dos discípulos de Emaús de los que el mismo Lucas nos habla el Evangelio de hoy (Lc 24,13-35); enfermedades que nos pueden afectar, y que en Pascua el Señor quiere curar, si le dejamos. Muchos cristianos, jóvenes y mayores, experimentamos en la vida, como los dos de Emaús, momentos de desencanto y depresión. A veces por circunstancias personales. Otras, por la visión deficiente que la misma comunidad puede ofrecer. El camino de Emaús puede ser muchas veces nuestro camino. Viaje de ida desde la fe hasta la oscuridad, y ojalá de vuelta desde la oscuridad hacia la fe. Cuántas veces nuestra oración ha sido esa de: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecerse nuestra vida» (Lc 24,29). La Pascua no es para los perfectos: fue Pascua también para el paralítico del templo y para los discípulos desanimados de Emaús. Estos dos relatos de Lucas, quieren ayudarnos a que conectemos la Misa con la presencia viva del Señor Jesús reconociéndolo en la Palabra, en la Eucaristía y en la Comunidad. Mientras ustedes leen esto, mi querida comunidad, yo estoy en algún aeropuerto o voy volando, pues como les dije, estos días primeros de la Pascua estaré en Roma convocado junto a muchos hermanos sacerdotes por el Santo Padre en la tarea que tenemos asignada por él como Misioneros de la Misericordia y además trabajando unos días en la vida y obra de la Beata María Inés Teresa en ese caminito hacia su canonización, que, esperamos, no tarde tanto en llegar. ¡Encomiéndenme en Misa compartiendo la alegría de la fe con María como aquellos primeros discípulos lo hacían! Que tengan un bendecido miércoles de la Octava de Pascua.
Padre Alfredo.
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