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Pero es interesante ver que Pedro no se calla, aprovecha la oportunidad para dar testimonio del Mesías delante de las autoridades, como lo había hecho delante del pueblo. Este es su tercer discurso, y afirma lo mismo que ya había dicho en los otros dos: que los judíos mataron a Jesús, pero Dios le resucitó y así le glorificó y reivindicó, y hay que creer en él, porque es el único que salva (Hch 4,1-12). Pedro delante de las autoridades, y experimentando ya lo que es la persecución y la cárcel, aparece admirablemente decidido y cambiado. El amor que él había mostrado hacia Cristo en vida, con debilidades y malentendidos, ahora se ha convertido en una convicción madura y en un entusiasmo valiente que le llevará a soportar todas las contradicciones y al final la cárcel y la muerte en Roma, para dar testimonio de aquél a quien había negado la noche previa a la crucifixión de su Maestro. La promesa de Jesús se hace ahora efectiva (Lc 12, 11-12). Los seguidores de Jesús obran y hablan con la fuerza del Espíritu de Dios. Jesús les había dicho claramente que los llevarían a los tribunales, pero que no se preocuparan, porque su Espíritu les ayudaría (cf. Lc 12, 11-12). Pedro, valientemente y haciendo a un lado sus negaciones y el aparente fracaso del pasado, intenta mostrar la equivocación que han cometido con Jesús y señalar su valor para la fe de quienes quieran seguir el camino que el Maestro trazó.
Cristo se asoma ahora a la rivera de la vida de Pedro para dejarse ver de quien tiene los ojos sublimados por la fe. Es el mismo que se le había aparecido resucitado junto a sus compañeros y le había invitado a echar las redes (Jn 21,1-14). El humilde pescador recordaba que sólo escuchando al Señor se puede ser valiente y llevar adelante la obra de salvación que Él nos ha confiado. Sólo entonces podrá lograrse una pesca abundante y totalmente firme, pues el frágil pero arrepentido apóstol había asumido ya que Dios quiere que pongamos todo lo nuestro a su servicio; Él, por su parte, nos hará participar en plenitud de su vida para que vayamos y, también nosotros, hagamos partícipes a los demás de los dones que Dios nos ha comunicado. La beata María Inés, meditando en Cristo resucitado escribía: «El mundo hoy y siempre tiene necesidad de ver en nosotros personas que, creyendo en la Palabra del Señor, en su Resurrección y en la vida eterna, entreguen su vida terrena para dar testimonio de la realidad de este amor que se ofrece a todos los hombres» (Carta del 24 de diciembre de 1977). Eso hizo Pedro y eso mismo queremos hacer todos los discípulos–misioneros de Cristo. Que María, la discípula más valiente de todos, nos ayude a hacer de nuestra Pascua un tiempo de anuncio comprometido de la Buena Nueva. ¡Bendecido viernes de la Octava de Pascua!
Padre Alfredo.
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