Celebramos hoy a san Lorenzo, el más célebre de los mártires de la persecución de Valeriano y quiero meditar hoy sobre su vida, recordando a todos los diáconos que, como él, se entregan día a día en el servicio a la Iglesia. Lorenzo Murió a los diez días del mes sextil (agosto) del año 258, cuando, según la usada expresión de Dámaso, que ilustró la ceguera de las catacumbas, desde los días en que el hierro del tirano, rajaba las entrañas de la piadosa Madre, la Iglesia. Lorenzo era el primero de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, la más recia y pura de sus columnas blancas. La persecución de Valeriano se lo llevó, esta persecución iba dirigida contra los miembros de la jerarquía eclesiástica: obispos, presbíteros y diáconos. Lorenzo era el principal de esos siete diáconos que eran encargados de socorrer a los pobres y de administrar las temporalidades eclesiásticas, en aquella coyuntura y sazón no contentibles. San Lorenzo, a quien se le llamaba «diácono del Papa», era el encargado de la Caja eclesiástica, alimentada con voluntarias aportaciones periódicas, al estilo de una moderna sociedad de ahorros. El Estado codiciaba estos fondos, quizá exagerando, pensando que eran muy caudalosos, pues pensaba también en la cantidad de cálices y copones que la Iglesia tendría.
El alcalde de Roma, que era un pagano muy amigo de conseguir dinero, llamó a Lorenzo y le dijo: «Me han dicho que los cristianos son ricos, que emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios, y que en sus celebraciones tienen candelabros muy valiosos. Vaya, recoja todos los tesoros de la Iglesia y me los trae, porque el emperador necesita dinero para costear una guerra que va a empezar». Lorenzo le pidió que le diera tres días de plazo para reunir todos los tesoros de la Iglesia, y en esos días fue invitando a todos los pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos que él ayudaba con sus limosnas. Y al tercer día los hizo formar en filas, y mandó llamar al alcalde diciéndole: «Ya tengo reunidos todos los tesoros de la iglesia. Le aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador». Llegó el alcalde muy contento pensando llenarse de oro y plata y al ver semejante colección de miseria y enfermedad se disgustó enormemente, pero Lorenzo le dijo: «¿por qué se disgusta? ¡Estos son los tesoros más apreciados de la iglesia de Cristo!» El alcalde se enfureció y mandó martirizar a Lorenzo poniéndolo en una parrilla y quemándolo vivo, así murió.
En este día se nos propone un evangelio luminoso: Jn 12,24-26. En éste Jesús nos recuerda que «el grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; sólo entonces producirá fruto abundante». Estas palabras retratan a la perfección al diácono san Lorenzo, que supo entregar la vida y por eso es fuente de vida. Pero caigamos en la cuenta de que las palabras de Jesús no son pronunciadas en el vacío. Son la respuesta a Felipe, a Andrés y a unos griegos que habían mostrado mucho interés en conocerlo. Jesús no aprovecha su tirón popular para presentar un mensaje acomodaticio, al gusto de sus admiradores. No lo hace porque no quiere engañarlos. Los ama tanto que les revela dónde está el secreto de la verdadera vida. Se lo dice con la parábola del trigo y se lo dice también abiertamente, para que no se sientan frustrados en su griega racionalidad: «Quien vive preocupado por su vida, la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna». ¿Se puede hablar más claro? Que san Lorenzo y María Santísima intercedan por nosotros para que podamos comprender que muriendo, es como tenemos vida y vida en abundancia. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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