La Biblia propone un concepto de la misericordia mucho muy profundo, tan profundo que, para poder captarlo, hay que tener la inocencia de un niño, pero, al mismo tiempo, tenemos que dejar claro que la misericordia de Dios no es ingenuidad, sino invitación viva a la conversión e invitación insistente a practicar a su vez la misericordia respecto a los demás hombres, especialmente respecto a los paganos. Todo discípulo–misionero es invitado, en primer lugar, a hacer la experiencia espiritual de la misericordia divina para él mismo: Dios lo acepta tal como es; nunca llega a consumarse la ruptura entre Dios y el que lo quiere seguir: Dios está siempre allí, anda incluso siempre en su busca. Por tanto, siempre es posible el recurso a la buena disposición paterna. Pero, entiéndase bien: el discípulo–misionero, cuando ha pecado, no es realmente un arrepentido si la misericordia divina no le llama no sólo a la conversión, sino también al ejercicio de la misericordia para con las demás miserias humanas.
El pasaje del Evangelio de hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) por eso resulta tan interesante. Jesús, fiel a las perspectivas del Antiguo Testamento, presenta la misericordia divina en todas sus consecuencias, vinculándola al ejercicio de la misericordia humana para hacer de ella una empresa combinada de Dios y del hombre, respuesta activa del hombre a la iniciativa previsora de Dios. Reflejando una misericordia sin fronteras, accesible a los pecadores y a los excomulgados y que, como decía al principio, solamente con un corazón de niño, puro y confiado, se puede entender. Por eso se necesita ese corazón de niño para poder entender escenas como la de la oveja perdida. Cada oveja, por pequeña y pecadora que parezca, comparada con todo el rebaño, es preciosa a los ojos de Dios: él no quiere que se pierda ni una sola. Por eso, para comprender la Biblia, y en concreto el Evangelio, hay que abandonar todas las ínfulas de grandeza y servir a los demás desde la más profunda pequeñez.
Hoy celebramos a Santa Clara de Asís, esa santa que, a los 18 años de edad, tras ver el ejemplo que su amigo Francisco daba al haberse hecho como un niño para vivir el Evangelio, le quiso seguir en el mismo estilo de vida y en la pequeñez de la ofrenda de las cosas ordinarias de cada día. Santa Clara fundó la segunda orden franciscana o de hermanas clarisas y se preciaba de llamarse la «humilde planta del bienaventurado Padre Francisco». Se estableció en el monasterio de San Damián hasta morir, llevando un tenor de vida pobre, teniendo como centro a Jesús Eucaristía, viviendo de la Providencia y cargando la cruz de cada día. Sus restos mortales descansan en la cripta de la Basílica de santa Clara de Asís. Fue canonizada un año después de su fallecimiento, por el papa Alejandro IV. Necesitamos la pequeñez de Clara, de Francisco, de muchos santos y beatos, como la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento que en una de sus súplicas al Señor le dice: «¡Dios! Ayer fue ésta, a santa Clara, mi petición: ¡Vivir y morir de amor en la alegre cruz! y me he sentido oída» (Cinco esquelitas). Que María Santísima, que tuvo ese corazón de niño para captar las grandezas de la misericordia divina nos ayude. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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