El 4 de agosto de 1989 —hace ya 31 años—, día de San Juan María Vianney, fui ordenado sacerdote en la Basílica de Guadalupe aquí en Monterrey, mi ciudad natal. El tiempo ha pasado muy de prisa —por lo menos así lo he sentido yo— y quiero darle gracias a Dios por este ministerio que, a pesar de mi miseria, ha sido fecundo por su gracia y su sostén. ¿Se imaginan lo que puede acontecer en 31 años en la vida de un sacerdote misionero y Misionero de Cristo para la Iglesia Universal y Misionero de la Misericordia? No terminaría de contar las experiencias alegres y dolorosas que se han mezclado en mi vida ministerial. Ha habido éxitos y fracasos pastorales, momentos de consolaciones y desolaciones espirituales. Treinta y un años en los cuales muchos rostros conocidos se han ido multiplicando al mismo ritmo que las Misas celebradas o las absoluciones otorgadas y otros muchos también, han sido llamados ya a la Casa del Padre, como el obispo que me ordenó y mi propio padre, además de amigos y feligreses que ya no están aquí y que confío gocen de la presencia de Dios. 31 años, y tengo la sensación de que debo seguir aprendiendo del Maestro, debo convertirme para ser cada vez más su discípulo para compartir con quienes me va poniendo a lo largo del camino hasta que llegue el tiempo en Él venga por mí para volar al cielo y seguir siendo sacerdote para siempre.
La llamada del Señor es irrevocable y Él ha tenido paciencia conmigo que, a comparación de muchos, voy a paso de tortuga en el camino de la santificación. Por eso en este tiempo agradezco ante todo eso, la paciencia en la llamada del Señor que quiero reestrenar cada día y agradezco además su infinito amor; porque soy consciente de que solo el amor permite a una criatura tan pequeña como yo, percibir la voz de Dios —esa voz que nadie ha oído jamás— y responder con nuestro limitado lenguaje humano. Sólo el amor garantiza que nuestra respuesta a la llamada —la mía y la de todos— se mantenga viva y perseverante y, más aún, que sea más firme y actual con el paso del tiempo. Por amor, Dios se inclina sobre el hombre, más el hombre es capaz de entrar verdaderamente en contacto con Dios sólo si sabe correr el riesgo del amor, y yo quiero seguirlo corriendo, porque a pesar de mi salud física, que nunca ha sido buena, el Señor se sigue arriesgando a tenerme aquí por algo, porque algo falta, o porque no me ha considerado digno aún para ir a su lado a la Patria Celestial. Agradezco también a todos los que se han cruzado por mi camino misionero aquí, allá y acullá en una u otra época de mi vida. Veo la vida del santo Cura de Ars, san Juan María Vianney y encuentro lo que Dios puede hacer con un alma que quiere responder desde su ser y su condición actual. Con cuánta razón decía este humilde y santo sacerdote: «El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús».
En medio del gozo y gratitud que me invaden, volteo y veo el Evangelio de hoy (Mt 15,1-2.10-14) y comprendo más al Señor Jesús que nos dice que las cosas y actitudes internas, son las que verdaderamente cuentan en el camino y en el plan de nuestra salvación. Jesús no condena las normas ni las tradiciones, pero sí su absolutización. No es que los actos externos de un sacerdote que se acerca a la tercera edad sean indiferentes, pero, no hay que refugiarse en lo externo con demasiada facilidad, para tranquilizar la conciencia diciendo he hecho esto y aquello, construido aquí y allá... no basta esto sin ir a la raíz de la esencia de la vocación: «Los llamó para estar con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Jesús, en el sermón de la montaña y en muchos pasajes más del Evangelio, nos ha enseñado a hacer las cosas no para ser vistos, sino por convicción interior para construir así el Reino de Dios. Ante el llamado vocacional —que se reestrena cada día— no podemos dudar de la fuerza de Dios y quedarnos en que somos débiles y pequeños, porque sucumbimos ante la presión del mundo que busca siempre más el «hacer» —lo exterior— que el «ser» —lo interior—. Jesús siempre estará a nuestro lado para decirnos «¡Animo, no tengan miedo!» Hoy, después de 31 años de haber iniciado este camino pastoral, quiero fortalecer mi fe en Él y enfrentar las olas que se seguirán levantando contra mi frágil barquilla. Hoy le pido a san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars, que, desde la sencillez que vivió su sacerdocio, me ayude también a mí para que, de la mano de María, vuelva a decir como aquel día: «Sí, quiero, con la gracia de Dios». ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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