Es propio de Dios perdonar. Y lo mismo hemos de hacer los seguidores de Jesús. El aviso es claro: «lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes si cada cual no perdona de corazón a su hermano». Perdonar es vivir la caridad hasta el extremo. Aunque sea costoso y se oponga a nuestros sentimientos y pasiones, es la mejor manera de manifestar nuestra correspondencia al amor de Dios. El perdón es una manera de vivir que nos tiene que distinguir a los discípulos–misioneros de Cristo, y es algo muy necesario, sobre todo en los ambientes donde reina el odio y la venganza. Dicen que las guerras no se vencen con la fuerza de las armas, sino con el poder del perdón. El mismo Jesús, clavado en una cruz e insultado, supo decir «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Esas palabras, en boca de Cristo, eran la fragancia más valiosa porque estaba cargada de amor y porque avalaban las palabras que había dicho del perdón, como nos recuerda el Evangelio de hoy (Mt 18,21-19,1).
En el Padrenuestro, Jesús había enseñado a decir: «perdónanos como nosotros perdonamos» (Mt 6,12-13). En el sermón de la montaña también había dicho lo de ir a reconciliarnos con el hermano antes de llevar la ofrenda al altar y lo de saludar también al que no nos saluda... por eso debe quedarnos muy en claro que ser seguidores de Jesús nos obliga a cosas difíciles. Recordemos que una de las bienaventuranzas era: «bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). En el trozo evangélico de hoy Pedro propone un número elevado de oportunidades de perdón, considerando que ésta es una actitud noble. Jesús le corrige su perspectiva legalista y va mucho más allá. En lugar de un siete, es mejor setenta veces siete. Luego propone una parábola que muestra la deficiente actitud de los que están pendientes de contabilizar la misericordia, el perdón y la fraternidad. En esta parábola, el rey se compadece del siervo importante, pero éste es incapaz de tener la misma actitud con el siervo más humilde. Su corazón estaba endurecido por la ambición y por esto no correspondió al gesto generoso del rey. La conclusión es importante: si se perdona de corazón, como hace Dios, no se contabiliza la misericordia, pues el ofendido es quien busca al agresor para mostrarle el error con una actitud fraterna.
Hoy celebramos a dos santos mártires: Ponciano, Papa, e Hipólito, presbítero; que fueron deportados juntos a Cerdeña, y con igual condena, adornados con la misma corona, fueron trasladados finalmente a Roma, Hipólito, al cementerio de la vía Tiburtina, y el papa Ponciano, al cementerio de Calisto (c. 236). Me detengo ahora un poco en la vida de Hipólito, que era un soldado romano del siglo III al que se le asignó custodiar a prisioneros cristianos. Convertido por ellos a la fe, fue martirizado por asistir al entierro de otros martirizados y perdonó a quienes lo martirizaron. Murió despedazado por dos caballos salvajes a los que le ataron. Los fragmentos de su cuerpo que se recogieron fueron enterrados a lo largo de la vía Tiburtina en Roma, Italia. Cuando la Iglesia proclama mártir a unos de sus hijos, no se fija en los verdugos, sino que proclama que el amor de los testigos es más fuerte que el odio del verdugo, que el poder de la fe y del amor a Cristo triunfa sobre la muerte, que el perdón ha prevalecido sobre la ofensa. La última palabra la tendrán siempre el amor y la misericordia, que vencerán todas las miserias humanas. Pidamos que por intercesión de la Santísima Virgen sepamos nosotros perdonar al estilo de los mártires, que es el estilo de Jesús para que prevalezca el amor y la misericordia de Dios. ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal!
Padre Alfredo.
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