viernes, 14 de agosto de 2020

«Es más lo que nos une»... Un pequeño pensamiento para hoy


Una de las cosas que nos ha dejado este tiempo de confinamiento por la pandemia que se prolonga y se prolonga, es que hemos descubierto que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa de las otras personas y en concreto de las que están cerca y de las que están lejos; lo primero hay que hacerlo crecer y por supuesto que lo segundo tenemos que conseguir que disminuya y para ello debemos hacer lo posible y lo imposible. Es una época que ya lleva meses en la que no nos podemos abrazar ni besar, pero que nos ha llevado a encontrar nuevas expresiones creativas del cariño que pasan, sobre todo por la mirada y la escucha, la palabra y la sonrisa. Jesús, de alguna manera, en el Evangelio que la liturgia de este día nos propone, habla de la dureza del corazón y de la necesidad de hacerlo sensible (Mt 19,3-12). Poniendo el tema del matrimonio como centro, Jesús nos invita a amar indisolublemente, fielmente, infinitamente... como él.

Si el matrimonio se acepta con todas las consecuencias, no buscándose sólo a sí mismo, sino con esa admirable comunión de vida que supone la vida conyugal y, luego, la relación entre padres e hijos, evidentemente es comprometido, además de noble y gozoso porque es un espacio de convivencia, de solidaridad, de compartir. Allí, empezando en la relación familiar, hay que buscar más lo que une, lo que crea comunidad, lo que crea fidelidad, lo que hace un espacio de santificación que hace que la persona se forme en ese saberse unido con el resto de la humanidad. La lección de la fidelidad de la que habla hoy Jesús, poniendo como ejemplo el matrimonio, vale igualmente para los que han optado por otro camino, el del celibato. De eso habla hoy Jesús cuando afirma que hay quien renuncia al matrimonio y se mantiene célibe «por el Reino de los Cielos» como hizo él. Como hacen los ministros ordenados y los religiosos: no para no amar, sino para amar más y de otro modo y para buscar más lo que nos une a todos. Para dedicar su vida entera —también como signo—, a colaborar en la salvación del mundo. Por eso, al final de este encuentro, Jesús presenta el celibato como un don de Dios al que también hay que ser fiel. Y qué mejor ejemplo de esto que el santo al que hoy la Iglesia celebra: San Maximiliano Kolbe. Maximiliano nació en Polonia el 8 de enero de 1894 en la ciudad de Zdunska Wola, que en ese entonces se hallaba ocupada por Rusia.

Mientras se daba la Guerra Mundial, Maximiliano, que era sacerdote franciscano, fue apresado junto a otros frailes y enviado a campos de concentración en Alemania y Polonia. Poco tiempo después, el día de la Inmaculada Concepción, es liberado. En 1941 es nuevamente hecho prisionero y ésta vez es enviado a la prisión de Pawiak, y luego llevado al campo de concentración de Auschwitz, donde prosiguió su ministerio a pesar de las terribles condiciones de vida. El 3 de agosto de 1941, un prisionero escapa; y en represalia, el comandante del campo ordena escoger a 10 prisioneros para ser condenados a morir de hambre. Entre ellos estaba Franciszek Gajowniczek, polaco como San Maximiliano, casado y con hijos. San Maximiliano, que no se encontraba dentro de los 10 prisioneros escogidos, se ofreció a morir en su lugar. Luego de 10 días de su condena y al encontrarlo todavía con vida, los nazis le colocan una inyección letal el 14 de agosto de 1941. Amante de la Inmaculada Concepción, San Maximiliano intercede seguramente por nosotros bajo la mirada dulce de María, que nos hace familia, para que seamos fieles y Dios nos reciba en su Reino. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

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