Muchas personas, inmersas en el materialismo y ofuscadas por el miedo o el extremo de la indiferencia, no saben cuál es el objetivo de su vida. El objetivo del hombre, su desarrollo total, es la «relación con Dios»: ¡amar, y ser amado! Dios nos ama. Y cada uno está invitado a responder a ese amor en cualquiera condición, como ahora en medio de una pandemia. Todos los amores verdaderos de la tierra son el anuncio, la imagen, la preparación y el signo de ese amor misterioso y, a la vez, portador de una mayor plenitud. La parábola del banquete de bodas del que nos habla el Evangelio hoy (Mt 22, 1-14), habla de unos invitados especiales a esa fiesta, pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron. El rey se indignó... dio muerte a aquellos homicidas... y prendió fuego a su ciudad. San Mateo escribió esto en los años en que Jerusalén fue incendiada por los romanos de la Legión de Tito, en el año 70. Los acontecimientos de la historia pueden interpretarse así, de muy distinta manera. ¿Qué nos dice a nosotros este pasaje en el contexto de la Covid-19? En todo tiempo los profetas han hecho una reconsideración, desde la fe, de los sucesos que, por otro lado, tienen causas y consecuencias humanas. Todo lo que acontece, todo lo que nos sucede no se debe al azar. Conviene buscar y detectar en ello prudentemente el proyecto de Dios... las advertencias que, por la gracia, se encuentran allí escondidas.
El rey envió a sus criados a los cruces de los caminos para invitar al banquete de la boda de su hijo a cuantos encontraran, buenos y malos, y la sala se llenó de comensales. Esa es la Iglesia, una comunidad abigarrada, mezcla de toda clase de razas y de condiciones sociales, un pueblo de puros y de santos, una comunidad de malos y de pecadores en donde la cizaña y el buen grano conviven... ¡Dios quiere salvar a todos los hombres, Dios nos invita a todos! Pero hay que llevar el «traje de boda» para no ser echado a las tinieblas de fuera. El tema del «traje» nos recuerda que para entrar en el Reino, hay que «revestirse de Cristo», como dirá San Pablo (Gal 3,27; Ef 4,24; Col 3,10) «revestirse del hombre nuevo», entendiendo que la salvación no es automática, sino que hay que ir correspondiendo al don de Dios. No basta con entrar en la fiesta, se requiere una actitud coherente con la invitación. Como cuando a cinco de las muchachas, invitadas como damas de honor de la novia, les faltó el aceite y no pudieron entrar (Mt 25,1-13). Se requiere una conversión y una actitud de fe coherente con la invitación: Jesús pide a los suyos, no sólo palabras, sino obras, y una «justicia» mayor que la de los fariseos, un amor muy profundo.
Ese amor y esa conversión la vivió san Bernardo de Claraval, el santo que hoy celebramos en la Iglesia. Bernardo, abad y doctor de la Iglesia, habiendo ingresado con treinta compañeros en el nuevo monasterio del Cister, fue después fundador y primer abad del monasterio de Clairvaux (Claraval), dirigiendo sabiamente a los monjes por el camino de los mandamientos del Señor, con su vida, su doctrina y su ejemplo. Recorrió una y otra vez Europa para restablecer la paz y la unidad e iluminó a la Iglesia con sus escritos y sabios consejos, hasta que descansó en el Señor cerca de Langres, en Francia. San Bernardo supo revestirse con el traje de fiesta del hombre nuevo con un extraordinario carisma de atraer a todos para Cristo. Amable, simpático, inteligente, bondadoso y alegre. Durante algún tiempo se enfrió en su fervor y empezó a inclinarse hacia lo mundano. Pero las amistades mundanas, por más atractivas y brillantes que fueran, lo dejaban vacío y lleno de hastío. Después de cada fiesta se sentía más desilusionado del mundo y de sus placeres y por eso lo dejó todo por el Señor. Así nosotros, como él, debemos revestirnos de Cristo y ver y vivir lo que realmente importa para vivir de fiesta con el Señor. Que María Santísima, de quien san Bernardo escribió hermosos tratados, nos ayude a revestirnos con el traje de fiesta y podamos participar un día del banquete eterno en el gozo celestial. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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