jueves, 6 de agosto de 2020

«La fiesta de la Transfiguración»... Un pequeño pensamiento para hoy


El evangelio de hoy (Mt 17,1-9), nos narra la escena de la Transfiguración, la fiesta que celebramos en este día 6 de agosto. Esta celebración nos conduce muy directamente a la contemplación de Nuestro Señor Jesucristo, que se nos muestra con el esplendor de su gloria, y a la alabanza de aquel que, en esta visión, nos ha querido manifestar cuál es la esperanza de la realidad a la que estamos llamados aquellos que en él creemos. La escena es suficientemente conocida, pero conviene recordar sus detalles. Jesús se hace acompañar por los apóstoles elegidos para ser testigos de algunos de los acontecimientos más importantes de su vida. A su lado están Moisés y Elías representando a la Ley y los Profetas. También ellos recibieron en la montaña la Ley, signo de la Alianza de Dios con su pueblo, y la ratificación de la Alianza (cf. Ex 19-20 y 1 Re 19). La nube es signo de la presencia de Dios, del Dios que, por medio de su palabra, reconoce como Hijo suyo al Cristo gloriosamente transfigurado.

Como los apóstoles, que reconocieron cuán bien se estaba allí contemplando al Señor glorioso, pero muy pronto tuvieron que bajar del monte y acompañar a Cristo hacia Jerusalén donde sufriría la pasión, también nosotros, cuando participamos de la liturgia, gustamos por unos momentos cuán unidos estamos al Señor de la gloria y a los dones que son prenda de los bienes del cielo, pero muy pronto tenemos que volver al esfuerzo constante de la vida cristiana cotidiana y eso nos está tocando vivir ya por muchos meses en medio de esta pandemia. La liturgia nos permite vivir momentos de intensa comunión con las realidades más santas y, al mismo tiempo, nos ayuda a vivir mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo, pero en este tiempo en que la mayoría estamos confinados, nos ha hecho falta esa liturgia, la oración comunitaria, la Hora Santa y sobre todo la Misa Dominical. Ojalá la fiesta de la Transfiguración que hoy celebramos nos ayude a valorar la importancia de estos dos aspectos de nuestra vida: la participación en la liturgia en determinados momentos, y el camino a Jerusalén en la vida ordinaria de cada día.

Si bien es cierto que toda nuestra vida, como discípulos–misioneros, esta fundada en el encuentro profundo y personal con Jesús, producto de nuestra oración y de nuestra vida litúrgica, no debemos olvidar que de ordinario y la mayor parte del tiempo, nos espera un mundo en el que hay que establecer el Reino. Los apóstoles, ante la visión gloriosa de Jesús, desearían pasar toda la vida con él. Ya se les había olvidado incluso que tenían a los demás del grupo que no estaban en ese momento con ellos a los cuales habían dejado al pie de este imponente monte del Tabor, en cuyo altar, hace algunos años, presidí la Eucaristía. La vida debe balancearse entre la contemplación y la acción. De la contemplación sacaremos la fuerza y la sabiduría para poder enfrentar al mundo y construirlo en medio de todas las dificultades habidas y por haber; del trabajo en el mundo regresaremos a la contemplación con los ojos pesados de sueño, pero con el corazón ardiendo en espera del encuentro con el Señor. Cuando en estos días de pandemia, estemos gozando de la intimidad de Dios, sea en nuestra oración cotidiana, en un momento de hacer una comunión espiritual, o de ver una Misa en Internet y vivir estos momentos intensamente, tengamos presente que este regalo nos lo ha concedido Jesús, como lo hizo con sus apóstoles, para fortalecer nuestra fe y para que sigamos el andar en la vida ordinaria que a veces, como nos sucede en estos tiempos de coronavirus, no es tan agradable como quisiéramos que fuera. Que María Santísima nos ayude a bajar del monte y a luchar con una vida santa y escondida, para llegar un día a contemplar al Señor, cara a cara, eternamente en el cielo. ¡Bendecido Jueves sacerdotal y Eucarístico!

Padre Alfredo.

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