Hoy nos dice en el Evangelio (Mt 19,23-30) que «es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos». Sí, el Evangelio se refiere no al que tiene dinero y lo comparte o al que tiene una buena posición económica y busca el bien y el desarrollo de los demás. El Evangelio se refiere al que cree que todo lo tiene y todo lo puede, al rico ególatra que centra todo primero en él, luego en él y después en él. La riqueza en sí no es mala, pero si esa riqueza es malgastada egoístamente sin tener en cuenta a los más pobres endurece el corazón a los verdaderos valores espirituales porque el rico egoísta piensa que ya no se necesita de Dios. Si una capa de la sociedad está tan llena de cosas que no necesita nada más, si se siente tan satisfecha de sí misma, y no se puede desprender de su ansia de poseer y de la idolatría del dinero, ¿cómo puede aceptar como programa de vida el Reino que Dios le propone? ¡Qué peligro vivir así! Por algo tenemos que ver con ojos de fe lo que en el mundo está aconteciendo.
Los discípulos–misioneros debemos seguir a Jesús por amor, porque nos sentimos llamados por él a colaborar en esta obra tan noble de la salvación del mundo. No por ventajas económicas ni humanas, ni siquiera espirituales, aunque estamos seguros de que Dios nos ganará en generosidad y nos dará el ciento por uno. Así vivieron los santos y los beatos, así atravesaron este mundo dejándolo todo por Cristo para vivir por Él, con Él y en Él. Así vivió Santa Elena, la madre del emperador Constantino, que tuvo un interés singular en distribuir bien sus riquezas para ayudar a los pobres y acudir a la iglesia piadosamente confundida entre los fieles. Habiendo peregrinado a Jerusalén para descubrir los lugares del Nacimiento de Cristo, de su Pasión y Resurrección, honró el pesebre y la cruz del Señor con basílicas dignas de veneración. Ella, que era una mujer rica, entendió que el seguimiento de Jesús debe ser gratuito y desinteresado, sin preocuparnos de si llegaremos a ocupar los primeros lugares, ni de la contabilidad exacta del ciento por uno de cuanto hemos abandonado. No vamos preguntando cada día al Señor: «¿qué nos vas a dar?» sino más bien «¿Qué más quieres de mí?» Que María Santísima, siempre pobre, desprendida y generosa en su condición de Reina, nos ayude. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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