El discípulo–misionero de Cristo tiene ante sí siempre el reto de estar atento a los signos de los tiempos y a las condiciones de su propio contexto para proveer análisis que ayuden a comprender situaciones difíciles como las que estamos atravesando, y para orientar la conciencia ante la gran incertidumbre que vivimos. Ahora más que nunca toca «dar razón de nuestra esperanza» (1 Pe 3,15). La celebración de hoy, de la Asunción de María, con su ambiente festivo y, sobre todo, por las lecturas de la Misa de las Vísperas (1 Cro 15,3-4.15-16,1-2; 1 Cor 15,54-57; Lc 11,27-28) debe contagiarnos esperanza. La Asunción es un grito de fe en que es posible la salvación y la felicidad: que va en serio el programa salvador de Dios. Es una respuesta a los pesimistas, que todo lo ven de color negro. Es una respuesta al hombre materialista, que no ve más que los factores económicos o sensuales: algo está presente en nuestro mundo que trasciende nuestras fuerzas y que lleva más allá. Es la prueba de que el destino del hombre no es la muerte, sino la vida. Y además, que es toda la persona humana, alma y cuerpo, la que está destinada a la vida total, subrayando también la dignidad y el futuro de nuestra corporeidad.
En la Santísima Virgen María esto ya ha sucedido. En nosotros no sabemos cómo y cuándo sucederá. Pero tenemos plena confianza en Dios: lo que ha hecho en ella quiere hacerlo también en nosotros. La historia del creyente, definitivamente, tiene «final feliz». Esa felicidad es la victoria de Cristo Jesús: el Señor Resucitado, tal como nos lo presenta san Pablo, es el punto culminante del plan salvador de Dios. Él es la «primicia», el primero que triunfa plenamente de la muerte y del mal, pasando a la nueva existencia. El segundo y definitivo Adán que corrige el fallo del primero. Es la victoria de la Virgen María, Nuestra Señora de la Asunción, la Virgen esperanza nuestra que, como primera seguidora de Jesús y la primera salvada por su Pascua, participa ya de la victoria de su Hijo, elevada también ella a la gloria definitiva en cuerpo y alma. Ella, que supo decir un «sí» radical a Dios, que creyó en él y le fue plenamente obediente en su vida —«hágase en mí según tu Palabra»—, es ahora glorificada y asociada a la victoria de su Hijo. En verdad «ha hecho obras grandes» en ella el Señor.
Hoy, y mirando a la Virgen en esta fiesta, celebramos la esperanza de la victoria. La Asunción nos demuestra que el plan de Dios es plan de vida y salvación para todos y que se cumple, además de en Cristo, también en una de nuestra familia. La Asunción es un grito de fe y de esperanza en que es posible esta salvación. Es una respuesta, como digo, a los pesimistas. Es una respuesta de Dios al hombre secularizado que no ve más que los valores económicos o humanos: algo está presente en nuestro mundo, que trasciende de nuestras fuerzas y que lleva más allá: la esperanza. El destino del hombre es la glorificación en Cristo y con Cristo. Todo él, cuerpo y alma, está destinado a la vida. Esa es la dignidad y futuro del hombre. Por eso hoy pedimos que también a nosotros, como a la Virgen María, nos conceda el señor el premio de la gloria, que lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo. Estamos celebrando, en la esperanza, nuestro propio futuro optimista, realizado ya en María. ¡Bendecida fiesta de la Asunción de María en este sábado!
Padre Alfredo.
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