En el año de 1867, el Papa Pío IX beatificó a los mártires que hoy estamos celebrando, un grupo encabezado por el beato Pedro Zúñiga, un español hijo de quien fuera virrey de la Nueva España y del Perú que formó parte de la Orden de Ermitaños de San Agustín y fue enviado a Filipinas, y por Luis Flores, un hombre que nació en Bélgica pero que emigró a México e ingresó a la Orden de Santo Domingo y como Pedro Zúñiga fue enviado a Filipinas. Además de ellos están en la lista los beatos Joaquín Hirayama, León Sukeyemon, Miguel Diaz, Antonio Yamada, Marcos Takenoshima Shinyemon, Tomás Koyanagi, Jacobo Matsuo Denshi, Lorenzo Rokuemon, Pablo Sankichi, Juan Yago, Juan Nagata Matakichi y Bartolomé Mohioye. Todos estos nombres quizá, o seguramente, son muy ajenos a nosotros y, como se dice vulgarmente «no nos suenan», no son conocidos. Pero eso, eso es lo de menos, todos ellos fueron trabajadores de la viña del Señor que llegaron a diversas horas del día a dar su vida por el Evangelio y por eso es importante recordarlos.
El Evangelio de hoy (Mt 20,1-16), nos habla precisamente de eso en la desconcertante parábola de los trabajadores de la viña, que trabajan un número desigual de horas y, sin embargo, reciben el mismo jornal. Lo importante que hay que ver aquí es el amor gratuito de Dios, que sobrepasa las medidas de la justicia en el plano humano y actúa libremente, también con los de la hora undécima. El tema no es si a los primeros les paga lo justo. Sino que Dios quiere pagar a los últimos también lo mismo, aunque parezca que no se lo hayan merecido tanto. Y es que los caminos de Dios son sorprendentes. No siguen nuestra lógica. De estos beatos que hoy celebramos y que fueron beatificados el 7 de julio de 1867 solo conocemos un poco de la vida de los dos primeros. Dios sigue llamando a su viña a jóvenes y mayores, a fuertes y a débiles, a hombres y mujeres, a religiosos y laicos. Abrahán fue llamado a los setenta y cinco años. Samuel, cuando era un jovencito. Mateo, desde su mesa de recaudador. Pedro tuvo que abandonar su barca. Algunos de nosotros hemos sido llamados desde muy niños, porque las condiciones de una familia cristiana lo hicieron posible. El llamado es muy diverso en cada uno.
Vuelvo a la vida de los mártires que hoy celebramos y me centro en los dos primeros: Luis Flores nació en Amberes hacia el 1570. Se trasladó con sus padres a España y luego a México, donde ingresó en los dominicos en el convento de San Jacinto. Después de haber sido maestro de novicios, llegó a Filipinas en 1602, donde trabajó durante 22 años. Se embarcó para el Japón el 6 de junio de 1620, en compañía del padre Pedro de Zúñiga, que era hijo de un muy gran señor, llamado Alvaro de Zúñiga, marqués de Villamanrique y virrey de Nueva España. Pedro nació en Sevilla y tomó el hábito agustino en el convento de dicha ciudad. Hizo su profesión el 2 de octubre de 1604 y llegó a las Filipinas en 1610. De ahí pasó al Japón en 1618. Obligado a esconderse, tuvo que dejar el país al cabo de un año y se sintió inmensamente feliz cuando se le designó de nuevo para regresar al Japón, en 1620. Viendo la vida de estos hombres y la parábola de los trabajadores de la viña, nos damos cuenta de que la cantidad del trabajo o del servicio, la antigüedad, las diversas funciones en la comunidad, el mayor rendimiento, no crean situación de privilegio ni son fuente de mérito —el mismo jornal para todos—, pues este servicio es respuesta a un llamamiento gratuito. El sentimiento del propio mérito produce descontento y división (Mt 20,11s.15). El llamamiento gratuito espera una respuesta desinteresada que invita a darlo todo por Cristo, como estos mártires que el día de hoy celebramos. Unidos en oración pidamos a María Santísima, Auxilio de los Cristianos, que nos ayude a entregarnos de lleno en el trabajo de la viña. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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