Una de las figuras más destacadas y admiradas en el santoral de la Iglesia es san Agustín, a quien hoy celebramos. La vida de este santo y sobre todo su proceso de conversión, que ha quedado documentado en su preciosa obra titulada «Las confesiones», ha sido modelo para muchos. Yo en especial tengo que agradecer que sea mi santo patrono, pues nací, hace 59 años, el 28 de agosto de 1961. El proceso de Agustín desde antes de su conversión —alcanzada por las oraciones y lágrimas de su madre santa Mónica— hasta sus grandes tratados teológicos que lo llevaron a ser declarado doctor de la Iglesia, tiene un alcance más que personal, pues puede erigirse en patrón para muchos. Uno de los que mejor ha resumido la vida de san Agustín en todo su proceso, ha sido Benedicto XVI, quien distingue en el recorrido de la conversión de Agustín tres momentos significativos y que van perfeccionándose: a) La primera conversión, que constituye el camino interior hacia el cristianismo, hacia el sí de la fe y el bautismo; b) La segunda conversión, que llevó a Agustín a abandonar su proyecto de vida monástica y aceptar el presbiterado para dedicarse a servir al pueblo incondicionalmente; c) La tercera conversión, su actitud humilde con la que se percata de que él mismo, los apóstoles y la misma Iglesia peregrinante deben contar necesariamente con la bondad misericordiosa de Dios que perdona a cada uno; y cada uno de nosotros nos asemejamos a Cristo, el perfecto, en la medida en que llegamos a ser personas misericordiosas viviendo en el amor.
Toda conversión, hay que decirlo, la de Agustín de Hipona, la nuestra y cualquier otra, es una vuelta al amor auténtico. Y si hay algún escritor que ha calado en sus análisis en el fondo humano y por tanto, divino, del amor, es san Agustín, porque Agustín ha sido un enamorado del amor de Dios, y lo ha cantado, meditado, predicado en todos sus escritos, y sobre todo testimoniado en su ministerio pastoral. Este santo hace vibrar todas las cuerdas del amor, que es una lección que todo el mundo sabe: amar y ser amado es el único deseo común a todos los seres humanos, si bien cada uno tiene que recorrer su propio camino, construir propia historia de amor. La conversión de Agustín de Hipona es, por tanto, motivo de alegría y fiesta para todos y es lo que principalmente celebramos el día de su fiesta. Agustín es el hombre libre que públicamente es capaz de cambiar su forma de vida con la radicalidad que en ese momento siente que se le pide para poder encontrarse con el Señor, con el novio del que habla hoy el Evangelio en este hermoso relato de las vírgenes previsoras y las descuidadas (Mt 25,1-13) manteniendo la lámpara del amor encendida.
San Agustín nos invita, con su vida y con su obra, a ver a la Iglesia-esposa en las diez vírgenes, tanto las prudentes como las necias, pues la Iglesia, antes que las bodas se celebren, está compuesta de buenos y pecadores. En este sentido, comentará el santo, esta parábola tiene mucha semejanza con la red que recoge toda clase de peces, buenos y menos buenos (Mt 13,48), a la sala de banquetes donde se reúnen justos y pecadores (Mt 22,10), al campo donde crecen tanto la buena como la mala semilla (Mt 13,24-30). La Iglesia es, pues, semejante a un cortejo de hombres que caminan hacia el Señor; de ellos, unos tienen encendidas con un profundo amor al esposo las lámparas de su vigilancia, mientras que los restantes no se preocupan de alimentar su fe. Los primeros procuran vivir sin dispersar su atención en mil cosas fútiles, ya que han escogido a Cristo como centro de sus vidas y ponen los medios necesarios para permanecer fieles a él; los otros se contentan con una pertenencia al grupo de los creyentes puramente sociológica. La discriminación solo se hará al término del periplo de la Iglesia sobre la tierra, en el día de las nupcias de Cristo con la humanidad que permanezca fiel. Cómo no dar las gracias a Dios por la presencia de san Agustín en la Iglesia, por su testimonio de vida, por su maravillosa obra teológica. Que María Santísima nos ayude a agradecer el don que en los santos el Señor da a su Iglesia. ¡Bendecido viernes y me acojo a sus oraciones agradeciendo el don de la vida!
Padre Alfredo.
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