¡Qué difícil entender algunas escenas del Evangelio como la que hoy se presenta con el caso de la mujer cananea! Estamos acostumbrados a ver un Jesús tierno y solícito que casi siempre se adelanta a las necesidades de los que se cruzan en su camino y las resuelve con premura y apremio. En el pasaje de hoy (Mt 15,21-28), asistimos a un espectáculo insólito: una mujer pide a Jesús no para ella, sino para alguien a quien quería más que a ella misma: para su hija, un favor grande. Un hijo enfermo, sabemos, es uno de los mayores dolores humanos. Jesús, sin embargo, se resiste y se resiste duramente, al menos en apariencia, hasta arrancar del corazón de madre una de las más preciosas oraciones que recoge el Evangelio. Tan preciosa que venció totalmente el corazón de Cristo. Y se hizo el milagro: al elogio de Jesús a la mujer siguió puntualmente el cumplimiento de la petición que ésta le formulaba. En aquel momento, dice el Evangelio, quedó curada su hija. Preciosa la escena. Y aleccionadora para todos nosotros.
Lo que el evangelio de Mateo nos quiere presentar, en el contexto de la época, es sobre todo la admirable fe de aquella mujer. Y, al mismo tiempo, que esta es la fe que conmueve, que convence, que admira a Jesucristo como Mesías Redentor. Podríamos decir que es la auténtica fe que busca a Jesús con sencillez de corazón y convicción. Una fe llena de absoluta confianza que no necesita ninguna condición previa. Por ello el evangelista nos presenta este relato de una mujer extranjera, que según la mentalidad de la época quería decir extraña, ajena, que parecería que nada tenía que ver con el Mesías de Israel. Una absoluta confianza, sin embargo, que va más allá de aquello que ella pide —la curación de su hija— y llega a la misma persona de Jesucristo. Ella confía en aquel hombre extraordinario del que había escuchado hablar un poco y por eso le pide aquello que más quiere. Hay que copiar a la cananea. Por encima del rechazo, del amor a la hija y la confianza absoluta en «Aquél» a quien se dirigía, resolvió a su favor la situación, que no se le presentaba favorable. Consiguió lo que quería para su hija y recogió de Cristo, para ella, un auténtico piropo: «¡Qué grande es tu fe!» Una fe a la que Jesucristo vinculó la concesión de lo que se le pedía.
Esta es la fe de los santos, es la fe de santa Beatriz de Silva, una de las santas que hoy celebra la Iglesia y que en la corte de Castilla estuvo como dama de la reina Doña Isabel, segunda mujer que fue de Don Juan II; padres de la Reina Isabel la Católica. En Tordesilla, ella recibió el mensaje de la Virgen «de fundar una nueva orden en honor de la Inmaculada». Llena de fe, abandonó la corte y marchó a Toledo en el 1453, allí llevó una vida retirada en Santo Domingo el Real (Dominicas), mientras llegaba la hora de poner por obra el mensaje de la Virgen. Ofreció a Dios su virginidad y llevaba por devoción el rostro siempre cubierto con velo blanco, llevando una vida ejemplar y santa. Ayudada por la Reina Isabel la Católica y las actuaciones del Papa Sixto IV en el 1484, dejó el Monasterio de Santo Domingo y pasó con doce compañeras más, a la casa llamada Palacios de Galiana y la Iglesia de Santa Fe, que recibió de la Reina Isabel la Católica, en Toledo. Allí comenzó a poner esta casa en forma de Monasterio para fundar la nueva Orden de la Inmaculada Concepción. Dice la historia que al descubrir su rostro para darle la Santa Unción antes de morir, una estrella de gran resplandor apareció en su frente, mientras que su rostro se presentaba como el de una persona que está en el Cielo. Que esta santa, llena de fe y María Santísima, que nos enseña en todo momento a vivir de fe intercedan por nosotros para que nuestra fe sea grande y permanente. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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