La comunidad eclesial no es una comunidad perfecta. Coexisten en ella toda clase de personas, de mentes y de corazones y también el bien y el mal. Esto es lo que nos deja ver el Evangelio de hoy (Mt 18,15-20). Pero este mismo Evangelio nos deja ver que cuando un hermano ha faltado, la reacción de los demás miembros de la comunidad no puede ser de indiferencia, que fue la actitud de Caín: «¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?». En la comunidad de creyentes todos somos centinelas y tenemos que cuidarnos unos a otros. Un padre no siempre tiene que callar, ni el maestro o el educador permitirlo todo, ni un amigo desentenderse cuando ve que su amigo va por mal camino, ni un obispo dejar de ejercer su cuidado pastoral en la diócesis. No es que se trate de meterse continuamente en los asuntos de otros, pero todos nos debemos sentir corresponsables de su bien. La pregunta de Dios a Caín nos la dirige también a nosotros: «¿qué has hecho con tu hermano?».
Esta corrección no se puede hacer desde la agresividad y la condena inmediata, con métodos de espionaje o policíacos, echando en cara y humillando, porque entonces se traicionaría la misericordia de la que habla el mismo Cristo. Nos tiene que guiar el amor, la comprensión, la búsqueda del bien del hermano: tender una mano, dirigir una palabra de ánimo, ayudar a rehabilitarse. La corrección fraterna es algo difícil, tanto en la vida familiar como en la eclesial. Pero cuando se hace bien y a tiempo, es una suerte para todos: «has ganado a un hermano». Hoy necesitamos que nuestras comunidades, sobre todo la «Iglesia Doméstica», que es la familia, ofrezcan excelentes espacios de formación y de corrección fraterna. Tenemos que estar abiertos al diálogo, ser tolerantes y comprometidos con las necesidades de quienes lo necesitan más. Comunidades donde las personas que se sientan agredidas por el hermano, por el compañero, se adelanten a ayudarle al otro a reconocer su falta. De esta manera, se enfrentarán los problemas no con la ley en la mano, sino con una actitud cordial, respetuosa y ante todo, fraterna.
Un ejemplo maravilloso de todo esto nos lo dan los santos y los beatos, algunos muy conocidos, como Santa Juana Francisca de Chantal a quien hoy celebramos, pero hay otros muy poco conocidos como el beato Pedro Francisco Jamet, de quien hoy quiero compartir algo de su vida. Pedro Francisco nació el 12 de septiembre de 1762 en Fresnes, Francia y a los 20 años se sintió llamado al sacerdocio. En 1784 entró en el seminario y el 22 de septiembre de 1787 fue ordenado sacerdote poco antes del estallido de la Revolución Francesa. Existía en Caen una comunidad de las Hijas del Buen Pastor, el P. Jamet fue nombrado capellán y confesor del Instituto, del que llegó a ser superior religioso en 1819. En 1798 se negó realizar el juramento impuesto por las autoridades de la Revolución Francesa, por lo que fue detenido y recibió amenazas de muerte. Milagrosamente recuperó la libertad y se dedicó con todos los medios a reconciliar a los hermanos vacilantes y alentando a los fieles perseguidos celebrando Misa en secreto. Después de la Revolución, pudo dedicarse abiertamente a la restauración y al crecimiento de la Congregación del Buen Pastor. Inició la asistencia educativa a los sordomudos, para lo cual realizó estudios específicos sobre su educación, introduciendo nuevos métodos de enseñanza específica. Fue rector de la Universidad de Caen, logrando entre los docentes y los estudiantes una nueva atmósfera de fe cristiana, posterior a la gran tormenta de la Revolución y la propagación de ideas ilustradas y racionalistas. A los 83 años, a consecuencia del agotamiento y la edad murió el 12 de enero de 1845. Que él y María Santísima, a quien veneramos como «Auxilio de los cristianos» nos ayuden en esta ardua tarea de la corrección fraterna para vivir la reconciliación. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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