El pasaje del joven rico, que hoy nos presenta el Evangelio (Mt 19,16-22) es de los más conocidos. En él se acerca a Jesús un joven lleno de preocupaciones y le pregunta por el camino para ganar la vida eterna. El Señor le sugiere que cumpla con todos los preceptos religiosos que tienen que ver con el respeto, la solidaridad y el amor al prójimo. Jesús no le exige que cumpla los seiscientos veinticinco preceptos religiosos que los judíos se habían hecho a partir de los 10 mandamientos, sino sólo aquellos que permiten una sana convivencia. Pero, el joven desea más seguridades. El Maestro entonces le sugiere que devuelva su riqueza a los pobres y que lo siga. De este modo tendrá las manos libres para recibir los dones de Dios. El joven entonces se entristece. Él quería asegurar esta vida y la otra y lo que le propone Jesús lo coloca en apuros. El seguimiento de Jesús significaba la eliminación de toda seguridad económica, familiar y social. Esto era un contrasentido al estilo de vida que la mentalidad vigente consideraba como «buena vida».
San Juan Pablo II, en una de sus reflexiones, nos recuerda que en aquel joven podemos reconocer a todo hombre que se acerca a Cristo y le pregunta sobre el sentido de su propia existencia: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?» (Mt 19,16). El santo Papa comenta que «el interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino». Jesús le responde: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno sólo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19,17). No es solamente legítimo el preguntarse acerca del más allá, sobre el sentido de la vida, sino que... ¡es necesario hacerlo! El joven le ha preguntado «qué tiene que hacer» para alcanzar la vida eterna, y Cristo le responde que «tiene que ser bueno». Hoy día, para algunos puede parecer imposible «ser bueno»... O bien, a otros, sobre todo a gente joven, les puede parecer algo sin sentido: ¡una tontería! Hoy, como hace veinte siglos, Cristo nos sigue recordando que para entrar en la vida eterna es necesario cumplir los mandamientos de la ley de Dios: Este es el camino necesario para que el hombre se asemeje a Dios y así pueda entrar en la vida eterna de manos de su Padre-Dios. El Papa san Juan Pablo, en la reflexión a la que me refiero dice que «Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor» (Juan Pablo II, Carta "Dilecti amici" del 31 de marzo de 1985).
Hoy celebramos a san Elías el Joven, un monje que después de haber sufrido persecución a causa de la fe, llevó una vida rigurosa de oración y austeridad. Elías nació hacia el 829, con el nombre de Juan, que cambió por Elías al hacerse monje. Fue un asceta greco-siciliano de vida aventurera. La suya fue una vida itinerante, llena de aventuras, viajes a pie, fundaciones de monasterios, y milagros. Fue obligado a abandonar su ciudad de Enna (la antigua Henna), asediada por los sarracenos, quienes la conquistan en el 859; Elías cayó en sus manos y fue vendido como esclavo en África. Liberado en seguida, se puso a predicar a riesgo de su propia vida. Obligado a huir, se refugió en Palestina. Estuvo tres años en un monasterio del Sinaí, de donde pasó a Alejandría, después a Persia, a Antioquía, y finalmente a África. Después de que Siracusa cayó en manos de los árabes (878), Elías, que había retornado a Sicilia, fue a Palermo para volver a ver a su vieja madre; de allí pasó a Taormina, donde se asoció al monje Daniel, que se volvió compañero de sus peregrinaciones y émulo de su virtud. Su vida fue un itinerario de fe después de haberlo dejado todo para seguir a Jesús. Murió el 17 de agosto del 904. Que san Elías el Joven y María Santísima nos ayuden a vivir profundamente nuestra fe. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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