Cuando estamos en la presencia del Señor en el templo, los creyentes somos conscientes de que estamos viviendo por anticipado nuestro ingreso a la Vida Eterna donde nos gozaremos eternamente en Dios, y que, desde aquí, recordamos en cada visita al templo, que el Señor no quiere sólo que nos presentemos ante Él en el lugar sagrado; sino que quiere hacer su templo en nuestros corazones. Por eso buscamos una continua conversión para que día a día seamos una morada cada vez más digna para Él. San Juan Pablo II, meditando el salmo 23 [24] que trata este tema y del que este sábado tenemos como salmo responsorial los versículos del 1 al 6, se plantea, a partir de este, tres exigencias para conocer a Dios y experimentar su presencia. Esta mañana al meditar yo también en este salmo, las quiero traer a la memoria. Estas tres exigencias son: a) Pureza de vida y de corazón; b) Pureza de religión y culto; c) Justicia y rectitud. El autor sagrado hace una pregunta que San Juan Pablo II toma como entrada a la reflexión a la que el salmo nos invita: «¿Quién subirá hasta el monte del Señor? ¿Quién podrá entrar en su recinto santo?» y de aquí San Juan Pablo II parte para ofrecernos esta ayuda para nuestra meditación con estas tres exigencias que no debemos considerar como normas meramente rituales y exteriores que hay que observar, sino más bien como compromisos morales y existenciales que hay que practicar. Veamos cada una de ellas:
a) Pureza de vida y de corazón: Ante todo hay que tener «corazón limpio y manos puras». «Manos» y «corazón» —explica el santo pontífice— «evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre que debe ser radicalmente orientado hacia Dios y su ley». b) Pureza de religión y culto se expresa en que el salmista dice que el hombre que puede rendir culto a Dios es el que «que no jura en falso», es decir, el que «no dice mentiras», porque en el lenguaje bíblico esto no sólo hace referencia a la sinceridad, sino también a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, «mentira». c) Justicia y rectitud. El salmo exige —vuelve a insistir el santo en su reflexión— «no jurar en falso» y esto significa que para el autor sagrado la Palabra no debía ser instrumento de engaño, sino más bien era símbolo de las relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud. Con estas condiciones —asegura San Juan Pablo II— el corazón del hombre se prepara para el encuentro con Dios, quien como muestra el Salmo 23, siendo dueño de todo: «Del Señor es la tierra y lo que ella tiene, el orbe todo y los que en él habitan», se adapta a la criatura humana, se acerca a ella para salirle al encuentro, para escucharla y entrar en comunión con ella en un encuentro en la fe, en el diálogo y en el amor.
Cada día nuevo que se nos concede, representa una nueva oportunidad para poner en práctica estas tres exigencias que San Juan Pablo nos presenta. De esta manera es como podremos dar el fruto que se espera. Esto es lo que Jesús quiere decirnos en el trozo final del Evangelio de hoy (Lc 13,1-9) con la parábola de la higuera. «aflojar la tierra alrededor y echarle abono» a la higuera que no ha dado fruto, es una tarea urgentes que se debe emprender para subsanar nuestra esterilidad que muchas veces sólo agota la tierra, negándose a transformarla en los frutos queridos por Dios. Es necesario que, contando con las tres exigencias que San Juan Pablo II nos presenta meditando el salmo responsorial de hoy, nos apliquemos nosotros esta parábola, individualmente y sobre todo, como comunidad cristiana o Iglesia. Una Iglesia, una comunidad, un discípulo–misionero que no dé frutos, no tiene razón de ser, por mucha hojarasca que ostente. ¡Cuántos años nos ha ido dejando a prueba el Señor, y nos ha regado con su gracia, y nos ha llamado con palabras de afecto, y nos ha sorprendido con signos de bendición, y nosotros quizá hemos continuado sin fructificar! Hay mucho que hacer, pidamos a la Santísima Virgen, hoy en especial que es sábado, el día que semanalmente la Iglesia le dedica especial atención, que ella nos ayude a vivir las exigencias de nuestra pertenencia al Señor para que demos fruto. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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