«Señor, que no seamos sordos a tu voz», repetimos en este día después e cada estrofa del salmo 94 [95] que la liturgia dominical nos pone como salmo responsorial. Es de todos los creyentes conocido que Dios nos habla de muchas maneras: a través de la naturaleza, a través de los demás, a través de acontecimientos, pero lo que no todos sabemos es que Dios habla muchas veces quedito, suavecito, bajito; situación que hace que debamos buscar el silencio y la soledad para escucharle con más claridad. Allí, en la quietud, nos es como nos podemos dar cuenta, con frecuencia, de las muchísimas y diferentes veces, en las que Él nos habla. Hoy, sumergidos entre tantos ruidos de fuera y de dentro que este mundo del grito, de la reclamación y del alarido nos ofrece constantemente, existen más sordos que nunca a la voz de Dios, y la cosa es que solo escuchándole a él, es que podemos hacer totalmente fructífera nuestra auténtica experiencia de vida, cuyo germen se ha depositado en nosotros en el día de nuestro bautismo. Bien decía el Papa Francisco hace unos meses que «la presencia de Dios no se percibe con los oídos físicos, sino con los de la la fe» (cf. Discurso a las asociaciones de sordos de Italia, el 25 de abril de 2019).
Dios le hace sentir su voz a cada uno, nos recuerda el Concilio Vaticano II: «En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer y, cuya voz, lo llama siempre que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal; cuando es necesario le dice claramente a los sentidos del alma: haz esto, evita aquello. En realidad, el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón» (GS 16). Pero como digo, aturdidos entre tantos ruidos de la época que nos ha tocado vivir, cuesta mucho reconocer «esa voz» en medio de muchas otras voces que resuenan dentro y fuera de nuestro ser. Muchas veces el corazón está contaminado por demasiados ruidos ensordecedores: inclinaciones desordenadas que conducen al pecado, a la mentalidad de este mundo que se opone al proyecto de Dios, a las modas, a los «slogans» publicitarios. Sabemos lo fácil que resulta confundir las propias opiniones, los propios deseos con la voz de Dios en nuestra conciencia y lo fácil que es, por consiguiente, caer en caprichos y en lo subjetivo. Por eso nos viene muy bien de vez en cuando un día de retiro y unos días de Ejercicios Espirituales, como los que tendrán algunas de nuestras hermanas Misioneras Clarisas estos días en la Casa Madre, en Cuernavaca, ¡no dejemos de pedir por ellas!
En el Evangelio de hoy (Lc 17,5-10), con unas palabras muy sencillas, Jesús nos da la clave para escuchar con claridad: «No somos más que siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer». Nosotros podemos escuchar predicaciones, leer la Biblia y aprender muchas cosas con respecto a Dios, pero esto no necesariamente indica que tengamos oídos espirituales capaces de percibir la voz misma de Dios en aquellas lecturas, predicaciones y enseñanzas de las Escrituras. Para poder escuchar la voz de Dios apropiadamente, es decir, tener una comprensión no solo intelectual, sino espiritual de Su Palabra, tenemos que haber hecho lo que nos toca hacer atendiendo a la voz de Dios. El llamado de Cristo no es para oír sin atender, por el contrario, tenemos claras advertencias para los oidores olvidadizos (St 1,25) que no han hecho lo que tienen que hacer, de manera que debemos rogar constantemente a Dios para que nos de oídos abiertos y atentos, y la gracia necesaria para hacer lo para que tenemos que hacer. Hoy es domingo, desde ayer en las Vísperas de este Día del Señor, muchos católicos participamos en la Eucaristía y escuchamos a nuestro Dios que nos habla al corazón. Pidámosle a la Santísima Virgen María que ella nos ayude a abrir bien los oídos de nuestra fe para que, en medio de tanto ruido, encontremos el espacio adecuado para escuchar, como ella, la Palabra de Dios y ponerla en práctica, porque como dicen por allí: «No hay peor sordo que el que no quiera oír». ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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