Para el pueblo de Israel, había algunos salmos que, con sus imágenes, evocaban el tiempo de la larga peregrinación del Éxodo, en que una nube protectora tamizaba el sol ardiente del desierto y manifestaba, de forma clara y certera, el cuidado de Dios para con su pueblo. Al leer y reflexionar el salmo 120 [121] que en este día del DOMUND aparece en la liturgia de la Palabra como salmo responsorial, pienso en la larga peregrinación que la mayoría de los hombres y mujeres recorren en este mundo para llegar a la cada del Padre al final de la vida terrena y principio de la vida futura. Y lo pienso así, desde la perspectiva del DOMUND (Domingo MUNDial de las misiones), que nos invita a agradecer el don de la salvación que le da sentido a esta peregrinación por el mundo que todos hacemos y que, como el Papa Francisco ha dicho en su homilía del día de hoy en el Vaticano, ha de ser «una vida buena: una vida de servicio, que sabe renunciar a muchas cosas materiales que empequeñecen el corazón, nos hacen indiferentes y nos encierran en nosotros mismos; una vida que se desprende de lo inútil que ahoga el corazón y encuentra tiempo para Dios y para los demás».
Desde el domingo de Pentecostés, el Papa Francisco envió su «Mensaje del DOMUND 2019» recordándonos que se daría en el marco de un mes misionero extraordinario, que habría de mover el corazón de todo bautizado invitándole a salir de sí mismo y a cumplir su tarea de discípulo–misionero del Señor. La Iglesia, que va en peregrinación hacia lo alto, es decir, hacia la Casa del Padre está en misión en el mundo —dice el Papa—. EN su mensaje afirma: «La fe en Jesucristo nos da la dimensión justa de todas las cosas haciéndonos ver el mundo con los ojos y el corazón de Dios; la esperanza nos abre a los horizontes eternos de la vida divina de la que participamos verdaderamente; la caridad, que pregustamos en los sacramentos y en el amor fraterno, nos conduce hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5,3; Mt 28,19; Hch 1,8; Rm 10,18). Una Iglesia en salida hasta los últimos confines exige una conversión misionera constante y permanente. Cuántos santos, cuántas mujeres y hombres de fe nos dan testimonio, nos muestran que es posible y realizable esta apertura ilimitada, esta salida misericordiosa, como impulso urgente del amor y como fruto de su intrínseca lógica de don, de sacrificio y de gratuidad (cf. 2 Co 5,14-21). Porque ha de ser hombre de Dios quien a Dios tiene que predicar (cf. Carta apost. Maximum illud)».
Yo creo que en la actualidad, por muchos y muy diversos motivos que son más que evidentes, hay una grave crisis de identidad entre los miembros de la Iglesia, porque la mayoría no se siente «discípulo–misionero» desde su bautismo. Es posible que el católico de nuestro tiempo esté tan lleno de ruidos, de prisas, de orgullo, de competitividad, de grandes logros y de no menos grandes y ruidosos fracasos en las cosas del mundo, que se haya olvidado de que ahí, cerca de él y aun en la intimidad de su ser, Dios está esperando que le dedique unos minutos de su preciosa vida para decirle con absoluta sencillez lo que piensa, lo que teme, lo que desea, lo que padece, lo que goza y el anhelo que tiene de que el número de discípulos–misioneros, como él, crezca y se extienda al mundo entero. El católico de hoy ha olvidado en mucho su condición de misionero y se ha contentado muchas veces con ser el discípulo que cumple solamente con lo estrictamente necesario. El texto del Evangelio de hoy domingo (Lc 18,1-8) termina con una frase que a todos nos debería impactar: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra». Ser discípulo–misionero de Jesús significa acción, marcha hacia adelante. Por eso el Dios que el texto de hoy transmite es un Dios de la acción, del camino, de la lucha; un Dios cercano y entrañable para el que vive en esas condiciones; un Dios que jamás defrauda al que está en la brecha y que ora con fe y confianza. Ser seguidor de Jesús significa, entre otras cosas, vivir desde la experiencia de un Dios así que nos invita a ser «discípulos–misioneros» que vamos ascendiendo en la vida hasta llegar a la Casa del Padre. Hoy en este DOMUND tenemos que recordar que en nuestra condición de bautizados y bajo el amparo de María Santísima, la primera misionera, o vamos como misioneros, o enviamos misioneros o ayudamos a enviar misioneros a los que aún no conocen a Dios o lo han sacado de la escena de sus vidas. ¡Bendiciones!
Padre Alfredo.
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