«Del Señor viene la misericordia y la abundancia de la redención, y él redimirá a su pueblo de todas sus iniquidades». Estas palabras del salmo responsorial de este día (Salmo 129 [130]), animan mi corazón y mi alma para seguir viviendo intensamente este Mes Misionero Extraordinario con la esperanza de que sean más, mucho más, los que lleguen a conocer la riqueza de la misericordia de Dios que viene a nosotros trayéndonos la redención. El ser humano, como consecuencia del pecado original, que ha sido borrado por el bautismo pero que ha dejado un rescoldo en el alma con el debilitamiento de la naturaleza humana que ha quedado sometida a la ignorancia, al sufrimiento, a la muerte y a la inclinación al pecado, lleva dentro la oscuridad, pero ésta puede ser vencida por la confianza porque Dios no interrumpe su relación con nosotros. El autor del salmo reconoce sus pecados pero espera la rehabilitación espiritual de la misericordia divina. De lo profundo de su tribulación clama el salmista a Dios, seguro de alcanzar la misericordia de Yahvé, esa misericordia que nosotros, como discípulos–misioneros de Cristo, queremos que llegue al mundo entero para que él lo mire con ojos de misericordia y le alcance la salvación.
El salmista espera en el Señor con cierta impaciencia y ansiedad más que los centinelas por la aparición de la aurora para ser relevados de su puesto de vigilancia: «Como aguarda a la aurora el centinela, aguarda Israel al Señor» y en esta espera ansiosa, el escritor sagrado, inspirado por Dios, representa a Israel como colectividad, vejado por pueblos opresores y ansioso de redención. La longanimidad e indulgencia de Yahvé dan confianza al pueblo elegido para pedir su plena rehabilitación a pesar de sus numerosas iniquidades esperando que la salvación llegue a todos. Es el ansia misionera de muchos santos misioneros que, como la beata María Inés Teresa, experimentan en su interior la pretensión de que todos alcancen la salvación. «¡Qué se conviertan todos, Señor, que todos te amen!» le dice a voz en grito al Señor la beata que en sus notas íntimas apunta: «En mis ansias hubiera querido que no quedara una sola alma sin convertirse; que los infieles, los paganos, todos reconocieran a su Dios como su único Dueño». En sus Ejercicios Espirituales del año de 1962 escribe: «Por este mundo tan lleno de paganismo, de miserias, de pecados, de horrible materialismo. ¡Qué ha pasado con tu amor, Dios mío! ¿En dónde lo has ocultado? ¿Qué haces Señor que no lo haces vibrar en millones de corazones? Ve que son todos tuyos, que tú los amas con ese tu amor inefable que te impulsó a crearlos y a redimirlos».
A la luz de este salmo y de las ansias misioneras de Madre Inés y de muchos ínclitos misioneros, me surgen una serie de preguntas para meditar: En primer lugar me pregunto: ¿Tengo yo también esas ansias misioneras? ¿Me considero como «enviado en misión»? ¿Soy el testigo de algo, de alguien? ¿Suscita mi vida un interrogante, una invitación a la conversión a los que me ven vivir? ¿Mis palabras y mis hechos son como una proclamación del Evangelio? Y es que veo también el Evangelio de hoy (Lc 10,38-42) y pienso en tantas cosas que se quieren anteponer en mi vida de misionero a lo más importante que es estar con el Señor para pedirle, directamente a él, que nos alcance a todos la redención. María, la hermana de Marta, está «sentada a los pies de Jesús». Esta es para san Lucas, una posición indispensable del «discípulo–misionero» (Lc 8,35; Hch 22,3). Cada bautizado —nos lo recordaba san Juan Pablo II— es un misionero que desde el lugar que ocupa en el mundo debe saber conjugar las dos dimensiones de la vida del discípulo–misionero: la oración y la acción. Y entonces me vienen más preguntas que podemos hacernos hoy: ¿Cuál es el aspecto que yo descuido de mi vida misionera? ¿me refugio tal vez en la meditación y luego no doy de lo que he recibido? ¿Me dedico a un activismo ansioso y descuido los momentos de oración para estar a los pies de Jesús? ¿soy sólo como Marta, o sólo como María? ¿No debería unir las dos cosas?... En este Mes Misionero Extraordinario vale la pena hacer conciencia de que nuestra acción en el mundo no es únicamente un conjunto de actividades a favor de un ideal, sino una forma de hacer crecer la presencia de Dios, el Reino, entre los humanos. Y para esto, necesitamos de la palabra del Maestro para escucharla, guardarla en el corazón y hacerla vida... Sí, así como María la Madre de Dios que, sin dejar sus momentos de intimidad con el Señor se dirige presurosa a donde hay que llevar a Cristo, basta pensar en las apariciones de la Virgen en Guadalupe, en Lourdes, en Fátima, en La Salette, en Lavang, en Akita, en Kibeho y en muchas partes más alrededor del mundo. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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