La esperanza del hombre y de la mujer de fe, no es la vaga esperanza de mucha gente que con aires de tristeza dice que las cosas se arreglarán algún día. Nuestra esperanza es la certeza de que Dios está vivo y está constantemente actuando para salvar lo que estaba perdido. Es la certeza de que el dueño de la mies está haciendo madurar la cosecha (Mc 4,26-29), es la certeza, como la que muestra el autor del salmo 125 [126] que hoy recitamos, de que el Señor actúa y salva a los cautivos trayéndolos de regreso a la tierra de la que habían sido desalojados. El sentido original de este salmo fue evidentemente ese «regreso de los que habían sido tomados como prisioneros» mediante el edicto de Ciro, en el año 538, después de 47 años de exilio en Babilonia. Este acontecimiento histórico innegable es para el autor del salmo un gran símbolo humano: En toda situación humanamente desesperada, Dios es, en definitiva, el único salvador. EL salmista hace suya la alegría y la gratitud del esperanzado pueblo. Los beneficiarios no salen de su asombro, creen ver un «sueño» y su alegría estalla. Aún los paganos están igualmente maravillados y cantan la acción de gracias diciendo: «¡Grandes cosas ha hecho por ellos el Señor!».
Este salmo es todo un programa de trabajo y responsabilidad para los discípulos–misioneros de Cristo que no podemos darnos descanso en la tarea esperanzadora de cultivar, acrecentar y compartir nuestra fe: «entre gritos de júbilo cosecharán aquellos que siembran con dolor». El salmista, con su canto de júbilo, nos recuerda que la salvación no se hace «¡sin nosotros!» Las lágrimas del sufrimiento no pueden reemplazar el trabajo de la siembra: hay que hacer todo lo que está de nuestra parte para transformar en liberación, en un mundo nuevo, en una esperanza que se hace realidad, la situación mortal que es la nuestra. El grano sembrado parece perdido, y en los momentos de hambre, el sembrador «sacrifica» el trigo del cual se priva momentáneamente porque tiene la esperanza de que podrá comer después. Benedicto XVI, el gran Papa —ahora emérito— y eminente teólogo, afirma que «el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza» (Ángelus, 28 de noviembre de 2010). Aún en medio del dolor, de la carencia, de lo que apenas parece ser la obertura, el prólogo de algo bueno que viene, el discípulo–misionero no puede perder el optimismo apoyado sobre la fe y la esperanza.
Ciertamente que la semilla de mostaza, recién sembrada no puede llegar a ser un arbusto grande a la mañana siguiente, ni ninguna mujer puede esperar que al amasar tres medidas de harina y ponerle levadura fermente en un instante... ¡hay que esperar! Así es el estilo de Dios según nos dice hoy el evangelista (Lc 13,18-21). ¡Cuántas veces Dios se sirve de medios que humanamente parecen insignificantes, pero consigue frutos bastante considerables! La Iglesia empezó en Israel, un pueblo pequeño en el concierto político de su tiempo, animada por unos apóstoles que eran personas muy sencillas, en medio de persecuciones que parecía que iban a ahogar aquella incipiente comunidad. Pero, como el grano de mostaza y como la pequeña porción de levadura, la fe cristiana, llena de esperanza, fue transformando a todo el mundo conocido y creció hasta ser un árbol en el que anidan generaciones y generaciones de creyentes. Pidámosle a la Santísima Virgen María que nos aliente, que nos ayude a no perder la esperanza en las promesas de su Hijo para que sigamos siendo en el mundo una comunidad que como levadura, fermente al mundo y se pierda en él hasta hacerlo más humano y habitable. Una comunidad cuya ausencia debe echarse de menos y cuya presencia apenas se nota, como el granito de mostaza, pero que encierra la sombra futura de un arbusto que podrá anidar a muchos. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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