La sociedad en que vivimos se ha vuelto muy permisiva. Son menos las personas que creen en Dios, y de entre los que sí los que creen, hay muchos que ponen el énfasis en su amor, su compasión y misericordia olvidando que también Dios es juez pensando que estas tres cosas —amor, compasión y misericordia— hacen el único mensaje que el mundo necesita oír. En definitiva, al hombre de hoy le cuesta trabajo pensar que vamos a ser juzgados al final de nuestra vida y que nuestros actos, por más secretos que hayan sido, van a trascender más allá del momento en el que los hicimos. Al morir, nuestra alma se separará de nuestro cuerpo. Se presentará ante Dios para recibir, en un juicio particular y de acuerdo con lo que nosotros mismos hayamos elegido en la vida terrena, la recompensa o el castigo eterno. En este juicio nos encontraremos ante Jesucristo y ante nuestra vida: todos nuestros actos, palabras, pensamientos y omisiones quedarán al descubierto. El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la “retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe” (n. 1021). El destino del alma será diferente para cada uno de nosotros, de acuerdo a cómo hayamos utilizado nuestro tiempo de vida en la Tierra.
El autor del salmo 9 nos dice hoy que Dios «juzga al orbe con justicia», llevándonos así, a meditar en el final de los tiempos, cuando el Mesías vuelva a venir glorioso a la Tierra, habrá un juicio universal. En él, todos los hombres seremos juzgados de acuerdo a nuestra fe y a nuestras obras. En ese día saldrán a la luz todas nuestras acciones y se verá el amor hacia los demás que pusimos en cada una de ellas. Este amor que hayamos vivido, será el que nos juzgará. El salmista anota: «El Señor reina eternamente, tiene establecido un tribunal para juzgar». El juicio final es la prueba de que Dios es infinitamente justo y ha dispuesto todo con sabiduría para que la verdad se conozca y se aplique la justicia en todo el orbe para todos los hombres y mujeres del mundo entero con el destino eterno que cada uno se haya merecido. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «El Juicio Final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena» (n. 1039). Mientras estamos en este mundo, que es pasajero y antes de que llegue tanto el juicio particular como el juicio final, todos estamos implicados en la lucha entre el bien y el mal. El mal —el Malo— sigue existiendo y nos obliga a no permanecer neutrales, sino a posicionarnos en su contra, junto a Cristo. Jesús ha vencido al poder del mal y nos llama para que nos unamos a él en esa lucha.
«El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama», nos dice el Evangelio de hoy (Lc 11,15-26). No podemos ser meros espectadores en la gran batalla. La llamada a la vigilancia es evidente. Cada uno, mientras vamos de paso por este mundo, sabe qué demonios le pueden tentar desde dentro y desde fuera. Por eso haremos muy bien en rezar con insistencia el Padrenuestro, profundizando en la frase que dice «no nos dejes caer en la tentación». Necesitamos combatir el mal, pero imitando la justicia de nuestro Dios, su amor, su compasión y su misericordia sin olvidar que Dios es justo y que su justicia se expresa en la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo. En su justicia, el Señor nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva. Cristo revela a Dios que es Padre, que es «amor», que es «compasivo» y que es «rico en misericordia». Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo, es su misión fundamental de Mesías. (Cf. encíclica Dives in misericordia). La justicia abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia. La encíclica «Dives in misericordia» (30 de noviembre de 1980), de san Juan Pablo II, habla extensamente sobre la relación de la justicia con el amor, la compasión y la misericordia. Es un texto muy recomendable que vale la pena desempolvar para profundizar en el tema. Que María Santísima nos ayude para que, en la escuela de la fe y del compromiso bautismal que hemos de vivir cada día, nos preparemos amando siendo compasivos y misericordiosos, al encuentro con la justicia divina. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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